El teniente de infantería Carlo Alberto P. apenas si tuvo que participar en la Primera Guerra Mundial, pero arrastró, como todo italiano del momento, el dolor del orgullo maltratado en Caporetto en 1917, apenas repuesto tras la gesta del Piave de 1918. Peor fue que los aliados no reconocieran que sin el destrozo del ejército germano-austrohúngaro en el norte de Italia, y a pesar de la paz traidora de Brest-Litovsk, difícilmente los ejércitos de los imperios centrales se habrían descompuesto.
Al no reconocerse su esfuerzo y sobre todo su victoria, en Italia quedó un sentimiento de frustración que alimentó el resentimiento contra las democracias occidentales, especialmente contra Gran Bretaña, que seguía manejando el Mediterráneo como una simple continuación del Támesis. En tal ambiente siguió la carrera militar el teniente P., que cambiaba de destino cada dos por tres. Era de origen emiliano y se casó con una friulana. Lo más estable que tuvo como residencia fue Bolonia, durante siete años. Tuvo dos hijos: Pier Paolo, el mayor, y Guido.
El primero era brillante, atlético, amante del fútbol y gran jugador, hasta capitán del equipo universitario. Estudiaba arte y filología, sus críticas de arte eran objeto de admiración, lo seleccionaban para acudir a los encuentros de Weimar entre estudiantes de los países fascistas o fascistizados y algunos de sus escritos fueron publicados por Giuseppe Bottai, jerarca de altura del fascismo. Era el orgullo de su padre, que podía lucirlo en el Círculo Militar de Bolonia.
El pequeño era un alma noble y cariñosa, de una ingenuidad virginal y entregada, pero que no aportaba nada al acervo de lo exhibible, a la magna gesta que los propios genes pueden donar al mundo visible.
Cada verano llevaba a la familia a residir a Casarsa, pueblo de origen de la madre. Una vida plácida y tranquila, llena de conocidos de toda la vida, por gracia de la transmisión bastarda de amistades y afinidades que las sociedades tribales hacen de familia a familia y de generación en generación.
La Segunda Guerra Mundial llegó, con Mussolini temeroso de llegar tarde a la victoria para en realidad abalanzarse a toda prisa sobre la derrota. Su delirio, su ambición y la abultada nómina de traiciones e ineptitudes de sus militares ayudaron bastante a su consecución. Carlo Alberto P. fue destinado al África Oriental y allí pasó su primer trámite de desgracia, más fundado en el cautiverio inglés que en el sufrimiento en combate. De prisionero en Kenia se sintió humillado, no tuvo precisamente buen trato, soportando a los malditos ingleses, pasando bastante hambre y con mucho alcohol a disposición, que abrazó ya para siempre.
Acabada la guerra, tras casi cuatro años de cautiverio, volvió a Casarsa, adonde la familia se había trasladado definitivamente en su ausencia. Nada lo ligaba ya al mundo más que el resentimiento de una vida de militar funcionario, combatiente fracasado y, para remate de humillación, jubilado. Era además de los del lado perdedor y simultáneamente traidor. Los que habían renovado la fidelidad al Rey quedaron del lado de los vencedores y nadie les reprochó nada. Los leales al Saboya deportados por los nazis fueron repatriados como patriotas y mártires. Los fieles a Mussolini fueron derrotados, juzgados, encarcelados y expulsados del ejército, pero les quedó la gloria de héroes entre los fieles al fascismo. Carlo Alberto P. no pudo optar a nada y fue simplemente repatriado como militar capturado, porque nadie quería aclarar si aquellos militares de antes del 43 habían luchado por el fascismo o por Italia. Era imposible, porque resolver tal dilema era enfrentar a los italianos con su propia connivencia con el fascismo, que una vez fue tierna amada y ahora tenía que ser no más que una vil puta. No pocos se decían que sí, puta, pero fogosa y estupenda.
Así era que Carlo Alberto P. era un derrotado, porque no había participado de la victoria conseguida por la puerta falsa y sí del fracaso militar en África. Traidor podía serlo al Rey, porque no tuvo ocasión de renovar su juramento y nada lo liberaba de la sospecha. Traidor también podía serlo a Mussolini, porque tampoco había tenido ocasión de desdecirse de su palabra y seguir la lucha por el fascismo.
Carlo Alberto P. ya no era nada, sólo un borracho diario que sumaba a su desgracia el dolor de la muerte del hijo Guido durante la guerra y, peor, saber de las inquinas y habladurías que, por razones políticas, cercaban la dignidad de su orgullo transustanciado seminalmente en el hijo mayor. Siquiera podía hacer gala de su único orgullo propio, la única chispa de gloria que el destino le puso a tiro. Una vez había salvado la vida al Duce y su nombre había sido citado en todos los periódicos de Italia. Y ahora, la puta Italia que un día lo admiró cínica y anónimamente por una casualidad involuntaria, de recordar aquello, le imputaría la voluntad expresa de haber obrado a favor del criminal Mussolini y de la pervivencia del fascismo.
Como todo alcohólico que se precie de serlo, asumió el victimismo como modo de sacar provecho, estructuró un perfecto histrionismo que le permitía toda suerte de buenas palabras, zalamerías y encantos con las peores intenciones de manipulación y sometimiento de los demás. Todo tenía que pasar por un recoveco alejado de la verdad, sin mentarla ni por asomo, por el recoveco que no existe. Ante todo, no quería saber nada de la verdad ni de la realidad.
En enero de 1950 Susanna C., su mujer, y el hijo vivo de su orgullo tomaron un tren “viers Pordenòn e il mond”, hacia Roma, para no soportar más el horror, fuera el del padre borracho, ya diagnosticado además de paranoico, como el de la ignominia pública que se había abatido definitivamente sobre el hijo.
Carlo Alberto P. murió solo en un frenopático pocos años después. Nadie alzó el brazo en su memoria ni lloró por su muerte, como nadie había nunca palpitado por su existencia. Quizá sólo Mussolini por un día.
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Guido P. era tímido, virginal, entregado y noble. Un alma cándida de gran corazón, pero muy dado a dejarse llevar de su propia pulsión arrebatadora. Vivía una vida de afecto sincero y profundo ligado a la admiración del hermano, la cercanía de la madre y la ausencia del padre, al que no volvió a ver desde los 13 años.
Cada verano iba con el resto de la familia al Friuli, a Casarsa, el pueblo natal de la madre, y allí vivió el tiempo de guerra, que se tejió al principio en tranquilidad, entre amistades inocentes de adolescencia, una referencia lejana a la existencia de la propia guerra, la presencia de la madre, la permanente ausencia del padre prisionero y, sobre todo, la admiración por el hermano.
Llegó el tiempo de Salò y vio entonces pasar por la estación los trenes llenos de italianos deportados, luego llenos del botín del expolio nazi, las escuadras fascistas y los comandos de las SS amenazar y matar, los alemanes integrar la tierra friulana en el III Reich y la negación de la dignidad imperar. Y se rebeló. No había un gramo de ideología política o de patriotismo en su rebelión, sino simple anhelo de dignidad.
Empezó por asaltar polvorines para suministro de la incipiente resistencia partisana y su generosa alma no podía no acabar partisana también. Tomó el sobrenombre de Ermes, en recuerdo de un amigo boloñés de Pier Paolo, y se integró en la brigada Osoppo del Friuli, ocultándolo a la madre, que quiso creer que había sido enrolado en las tropas de Salò.
Luchó como partisano contra nazis y fascistas y se ganó la fama de genial estratega, porque conseguía salir indemne de situaciones enrevesadas en que nadie habría dado nada por su vida. También fue conocido por generoso y altruista.
En el Friuli se jugaba una batalla estratégica a la que Guido era tan ajeno como ignorante era de ella. Los partisanos comunistas jugaban a dos bandas: la de derrotar a los nazis y a los fascistas y la de intentar correr el telón de acero lo más a Occidente que se pudiera. Así, andaban en realidad mezclados con los partisanos comunistas eslovenos intentando dejar el Friuli en el lado yugoslavo. Tanto batallaron contra los nazis como contra los partisanos no comunistas, que no pensaban dejar a Tito anexionarse el Friuli.
Era cosa sabida y nunca reconocida que los partisanos de toda ideología estaban en contacto con gente de Salò, y hasta se coordinaban, fuera para entregar un territorio como para impedir los desmanes de los nazis. Fue la excusa perfecta que los comunistas utilizaron para asesinar a quien convenía. A la brigada Osoppo de Guido le tocó tal suerte.
En la malga de Porzûs, el 7 de febrero de 1945, los partisanos comunistas de la Brigada Garibaldi tendieron una emboscada a los de la Osoppo. Guido no estaba entre ellos, pero fue avisado de lo que ocurría y acudió en ayuda de sus compañeros, a pesar de que le adviertieron de que no tenían escapatoria. Acudió y sólo pudo ver la masacre de sus compañeros. Él y los pocos que se salvaron fueron posteriormente juzgados sumariamente y fusilados por los partisanos comunistas, bajo la acusación conscientemente falsa de colaborar con los fascistas y los nazis [1]. Guido perdió generosamente la vida sin haber perdido la inocencia y le quedó un poema de Pier Paolo en friulano [2]:
La livertat,l'Itaia
e quissa diu cual distin disperat
a ti volevin
dopu tant vivut e patit
ta quistu silensiu
Cuant qe i traditours ta li Baitis
a bagnavin di sanc zenerous la neif,
"Sçampa - a ti an dita - no sta torna' lassu'"
I ti podevis salvati,
ma tu
i no ti às lassat bessòi
i tu cumpains a muri'.
"Sçampa, torna indavour"
I te podevis salvati
ma tu
i ti soso tornat lassu',
çaminant.
To mari, to pari, to fradi
lontans
cun dut il to passat e la to vita infinida,
in qel di' a no savevin
qe alc di pi' grant di lour
al ti clamava
cu'l to cour innosent
Pier Paolo P. tragaba la vida como podía. Su desazón se agotaba en su genialidad intelectual, su potencia física y un sueño permanente de redención total al que de algún modo podría acceder. Adoraba a la madre, el padre le era incómodo y por el hermano pequeño sentía compasión.
El desarraigo infantil por el permanente cambio de residencia cabalgaba a la par de su propia ansiedad vital. El tiempo estable de Bolonia no aplacó su necesidad permanente de revolotear sin asiento, pero le dio el tiempo de formación intelectual y artística que lo armó para siempre. Allí jugó al fútbol, conoció el arte y fue admirado por su finura intelectual y por una inacabable energía que lo arrojaba con tanta pasión a la pintura como a la poesía, a la música o a la filosofía. Siempre buscaba una plenitud que agotase su ansiedad, una religión en que creer para salvarse.
La ascendencia emiliana del padre y la friulana de la madre le hicieron conocer bien las lenguas menores de Italia, y trabar en ellas el acervo íntimo de los afectos. Los veranos de Casarsa, la melancolía adolescente de la infancia perdida, la devoción virginal de la placidez, se condensaban en la imagen de las montañas de la Carnia acunadas en frases de parla friulana.
La guerra se llevó al padre y a él lo llevó a Casarsa, donde comenzó a trabajar de maestro de escuela, con devoción. Allí también acabó por atraparlo la pulsión escondida, atraído por los braceros tristes y rudos, en los que quería ver lo más refinado del mundo que había atrapado en su cabeza con libros y dibujos. En la vulgaridad inocente de los campesinos jóvenes identificó la pasión mundana y la intelectual.
De lo mundano, sólo accedió a las embestidas salvajes y ultrajantes de un bracero joven que lo llevaba a un campo de cereales, donde, en un camastro escondido mal armado con sacos y paja, lo reventaba a placer.
Pier Paolo quiso ver en el mundo rural la sociedad pura de seres virginales que ostentaban la dignidad. Así, su ansia de salvación le llevó a inventar un mundo irreal que era todo friulano, un friulano prístino. Quiso que los friulanos fueran conscientes de su lengua como esencia que portaba su propia sustancia diferencial e inocente, y fue él quien empezó a hacer literatura escrita de una lengua sólo hablada y tosca. Ni uno solo de sus paisanos vulgares se reconocía en aquella creación. Sólo unos cuantos pequeños intelectuales provincianos, con los que creó varias revistas y hasta una academia de lengua friulana. El delirio llegó al punto de defender una autonomía del Friuli dentro de la República Italiana de la posguerra.
Su primera religión fracasó y abrazó la más pujante del comunismo, dejando atrás el nacionalismo friulano, que lo condenó públicamente por traidor; un cambio de credo salvador. Y la nueva iglesia, como la de toda la vida, acabaría por condenarlo y apartarlo.
Sentía viva emoción en ser comunista y reunirse con los campesinos en la sede del PC en Casarsa. Los instruía y les hablaba en su lengua; les prometía una salvación que sólo él veía, porque sólo él la necesitaba. La burguesía propietaria –a la que él pertenecía- lo temía y lo repudiaba. La iglesia de toda la vida además le amenazaba.
Nacionalista friulano o comunista, perseguido u odiado por quien fuera, siguió siempre siendo maestro de escuela, muy querido y apreciado por alumnos y padres. Como siguió enredado en busca de algún bracero que poseyera las virtudes y delicadezas que su mente proyectaba en el vulgar deseo gonadal.
Un día de la posguerra llegó una denuncia a los carabineros contra Pier Paolo por corrupción de menores. Un oído en la noche había escuchado cómo tres jovencitos se peleaban a cuenta de lo sucedido con Pier Paolo el día anterior. Eso bastó para cazarlo. Por segunda vez en su vida, el apellido P. apareció en todos los periódicos de Italia, pero el padre, ya borracho sin remedio, tuvo un momento de abatimiento y generosidad y no reaccionó contra el hijo, sino que vertió en él su más tierno afecto y lo defendió ante su madre de la acusación, pero no queriendo saber lo que sabía. La madre se sintió dolida por el descubrimiento y por la infame campaña de humillación pública que se desencadenó contra su hijo, que era sinceramente querido y apreciado en el pueblo. Pier Paolo, en su defensa, dijo a la madre que simplemente sufrió una exaltación del instinto a causa de un párrafo de Gide, pero que tal cosa no podía ser nociva, porque a Gide le acababan de conceder el premio Nobel.
La acusación y el proceso quedaron en nada, pero sirvió al clero friulano para acabar con Pier Paolo y al PCI para expulsarlo, destilando en el acta de “excomunión” la más cínica homofobia revestida de defensa de la dignidad que pudiera concebirse nunca. Los que asesinaron a Guido ahora lo repudiaban a él.
En poco tiempo Pier Paolo había enterrado definitivamente dos religiones y perdido todo asidero del mundo virginal en que quería creer para salvarse. Abandonó al padre en Casarsa y con la madre huyó a Roma, donde llegaría a ser libremente él mismo, sin religiones pero con anhelo de ellas, y con un pensamiento libre y sutil, que llegó a advertir el peligro que hoy vivimos de un fascismo sordo revestido de formalidad democrática. En el mismo lugar en que moriría asesinado –como en Casarsa, nunca se supo si por comunista o por maricón- pocos meses después, advertía ante una cámara de ello [3].
“Ahora, sin embargo, sucede lo contrario. El régimen es un régimen democrático, pero esa aculturación [4], esa homogeneización que el fascismo no fue capaz en absoluto de obtener, el poder de hoy, el poder de la sociedad de consumo, consigue mantenerse perfectamente, destruyendo las distintas realidades específicas, extirpando la realidad de los distintos modos de ser hombres que Italia ha producido históricamente de modo diferenciado. Esta aculturación está destruyendo en realidad Italia, y puedo decir sin duda que el verdadero fascismo es el poder de esta sociedad de consumo que está destruyendo Italia, tan rápidamente que no nos hemos dado cuenta. Estos últimos seis, siete, diez años han sido una especie de pesadilla en que hemos visto Italia a nuestro alrededor destruirse y desaparecer, despertándose ahora de esta pesadilla y, mirando alrededor, nos damos cuenta de que ya no hay nada que hacer.”
[1] Los autores de la masacre, conocida como l’eccidio di Porzûs, fueron juzgados después por la República Italiana y condenados. Sólo uno de ellos pidió perdón y reconoció que fue un asesinato. El cabecilla de la masacre –Mario Toffanin, llamado Giacca- vivió en Eslovenia el resto de su vida y murió en 1999, protegido por el régimen comunista yugoslavo y por el posterior estado esloveno.
[2] El friulano es una lengua ladina coetánea del italiano. Aún se habla en el medio rural. El poema dice: “La libertad, Italia / y quién sabe qué destino desesperado / te buscaba / después de tanto vivido y sufrido / en este silencio. / Tanto que los traidores en el Baitis / ya regaban de sangre generosa la nieve, / “Escapa –te dijeron- no vuelvas allí. / Y te podías salvar / pero tú / no dejaste solos / a tus compañeros al morir. / “Escapa, vuelve atrás” / y te podías salvar / y tú solo volviste allí, / caminando. / Tu madre, tu padre, tu hermano / lejanos / con tu pasado y tu vida inacabada, / aquel día no sabían / que algo más grande que ellos / te llamaba a ti / con tu corazón inocente”.
[3] El diagnóstico me parece perfecto para España hoy, pero no encuentro que, específicamente en nuestro caso, sea la sociedad de consumo por sí misma la que está abonando el fascismo sordo, sino la combinación de ésta –como lenitivo en que lo accesorio es accesible y lo necesario es inalcanzable- con el biempensantismo y la imposición obscena de lo que se debe pensar, acunada ésta en una aparente ductilidad, que no es sino laxitud de pensamiento y de rigor de la ley, sea ley de derecho o ley científica. Por así decir, podemos abrir campos de concentración si llegamos al (puto) consenso inducido de que tal proceder defiende el “bien”. Ciertamente, me parece que se tiende a la sustitución de la realidad concreta por un credo fofo y de palabras suaves –por ello más peligrosas-, sostenido en una corrupción blanca absolutamente miserable. No vendría mal que muchos se enteraran de que la laxitud ética, legal e intelectual, soportada en una gélida monotonía administrativa, ha sido el modo de funcionar de los totalitarismos, y que no precisamente en el rigor –que es para los ignorantes y los viles una férula insoportable- se pueden fraguar el desatino y la arbitrariedad bastarda.
[4] El término aculturación es equívoco, porque en italiano estricto no existe, como en español sí, significando a la asunción de la cultura de otro. Por el contexto y por el modo de pensar de Pasolini, pienso que más bien se refiera a la inducción hacia la ausencia de conocimiento y hacia el desarraigo de convicciones por falta de una propia estructura personal moral e intelectual.
(Escrito por Dragut)
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