el alma densa de B me acogió de nuevo y
el corazón con patas de V me saludó con cariño.
De aquel día me eyaculó lo que sigue.
Bien pudo haber sucedido tal.
“El carlista es un animal de las montañas de Navarra que, al grito de “¡Me cago en Dios!”, ataca al hombre después de comulgar.”
Murió joven en una pendencia a muerte con otro oficial carlista reintegrado de la guarnición de Sagunto, a cuenta de si el Pretendiente era o no un traidor y un imbécil. Mientras expiraba, desangrándose por un boquete en el pecho, decidió cagarse en Dios por primera vez desde que dejara Vizcaya y por última en su vida. Fue siempre muy pío.
Ramona quedó bajo el cuidado de la madre, de familia bilbaína más o menos liberal, a causa del trato con los ingleses del acero, alejando a la hija de misas y reacciones y encaminándola por una tambaleante ilustración. Por ello acabó ésta por casarse con un médico militar apellidado Martín, aficionado al Krausismo y, a destellos, de la cuerda de la Institución Libre de Enseñanza. Estaba destinado en la misma guarnición en que su suegro lo estuviera. Tuvieron varios años de felicidad tranquila y una casa. Solían ir a pasear a la playa al atardecer hasta que se levantaba el relente. De vuelta a casa, Ramona se tarareaba para sus adentros, agarrada al brazo del marido, una canción extraña que un marinero americano le enseñara en un verano de infancia en Bilbao. Acabaron las cosas de este modo en 1921, cuando destinado en las guerras de Marruecos, el hombre murió en Annual, degollado por un manresano que se había unido a los rifeños. Agustín, único hijo, tenía sólo cuatro meses de vida por entonces.
Con pena y melancolía, crió Ramona al hijo y cuidó de la madre, ya poco ceñida a la realidad, creyendo poder ver Santurce en el Abra cuando miraba el Mediterráneo y a su hermano cuando el nieto le pululaba cerca. Agustín se tragó en edad tierna los escritos de Freud, porque era lo único que tenía a mano para poder practicar el alemán. Trasteaba mucho también entre los libros del padre, casi todos de medicina, a la espera del final de la Guerra Civil. El apoyo de la madre acabó por llevarlo a hacerse médico, especializado en neurología, para acabar siendo en realidad psiquiatra. Sus años de estudiante en la Universidad no eran de los mejores tiempos para dedicarse abiertamente a la salud de la mente, que solía indicarse más bien para ejercicio de sotanas. Era fino e inteligente y habría podido estudiar más con alguna beca, pero la poca suerte de la vida lo mandó de médico rural por la provincia, para ganar un sueldo.
Progresó en su profesión y le fue dado mejor puesto en Valencia, adonde se trasladó. Mientras, la madre vivía sola, tarareándose cada atardecer la canción rara en inglés. En los veranos, Agustín se alquilaba una casita en Puzol, con una terraza sobre el mar. Era joven, no se había casado, deambulaba por amores a deshora, y se llevaba a su madre con él a la casita de verano. Hacían vida plácida y sana. Alguna vez se acercaban a una fonda con terraza, para darse un paseo y tomarse un algo. Les encantaba achisparse a base de franchélico, que importaba un camichanera italiano residente en Puzol desde la guerra. Ramona, cada atardecer se cantaba la canción para sus entretelas. Si no había relente, sonreía. Y soltaba lágrimas cuando lo había.
Una tarde del verano de 1958 apareció un americano pintarrayas, acompañado de otro que decía ser periodista, de padres valencianos pero criado en Boston, y un tercero, escritor local conocido en toda España, que hacía altruistamente de cicerón. Se sentaron en la terraza de la fonda, en una mesa cercana a los tragos de franchélico que se calzaban Ramona y Agustín. El pintarrayas, el periodista y el escritor pidieron también unos franchélicos. Hablaban casi nada y miraban mucho. El pintarrayas le clavó los ojos a Agustín, a media sombra en horizontal la cara por el borde de la pérgola de cañizo que cubría la terraza. Llevaba unas reiban que un colega venido de un congreso en los EEUU le había traído. Las llevaba con emoción. Se daba cuenta de que el americano le miraba y, extrañado también de que tomasen franchélicos como él y su madre, le espetó:
- No sé inglés, pero si el amigo traduce lo agradeceré.
El amigo bostoniano asintió cansino.
- ¿Por qué me mira usted tanto? ¿Y cómo es que toma usted franchélico? Aquí nadie lo toma salvo el importador, mi madre y yo.
El periodista tradujo hacia el pintarrayas y de vuelta a Agustín:
- Tomamos franchélicos porque nos gusta, nada más. Y le mira tanto porque cree que en su cara está el espíritu universal del español, el de un torero cojitranca con la tumba preparada. Pregunta si le puede hacer un retrato en un rato, una faenilla de aliño nada más.
Ramona no esperó y contestó a bocajarro que sí, que le hiciera un retrato a Agustín, que se dejó. Al cabo de un ratillo, pinceleando y manoseando un papel, mientras el escritor y el periodista hablaban con Ramona, el pintarrayas americano tenía un retrato.
A Ramona le gustó, a Agustín le pareció que le retrataba como a un loco, y los tres foráneos saludaron, se levantaron y se fueron. El pintarrayas regaló el retrato a Ramona. Volvieron a casa paseando, acompasando el cadereo a la canción muda del alma de Ramona.
Pasaron años apuzolándose cada verano y, entre medias, Agustín se casó con uno de los amores a deshora y tuvo hijos. Su mujer lo quería a su manera y nunca iba a tomar franchélicos, porque le dejaba embriagarse sin pedirse asiento en primera fila. Un buen día murió, sin saber nadie de qué. Se lo encontraron tendido en la playa un atardecer con un libro de Kirkegaard en una mano y un detentebala de plata en el pecho. Ramona ya no habló más, fue a vivir definitivamente a la casita de Puzol, y cada atardecer cantaba la canción muda abrazada al retrato que el pintarrayas americano hiciera. Lloraba con relente y sin él, mirando al mar. Nunca salía de la casita de Puzol.
Decidió un día ir al atardecer a la fonda y pidió un franchélico largo. No había ya pérgola de cañizo sino un toldo modelo remordimiento español con que un industrial local afeaba todo el frente de Puzol hacia el mar. Cuando a punto estaban la arena, el mar y el cielo de fundirse sin sol, un globo apareció retador por el horizonte, se tragó Ramona el franchélico de un lingotazo, se levantó abrazada al retrato, se plantó de pie en la playa, odió de un solo trallazo padre, marido e hijo, se cagó en Dios mirando al globo y gimoteó en voz alta contra el mar una canción rara con acento oregonés.
(Escrito por Dragut)
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