Los chipirones ideales serán de entre 7 y 10 centímetros de porte, contando los podos. Lávalos muy bien al grifo, y quítales el suavísimo y enrojecido condoncillo que los rodea, operación que llevarás a cabo con tus propios dedos. Retírales, así mismo, la delicada pluma interior y las aletas, si es que éstas no se han desprendido en la descondonación. En mi opinión, se debe conservar –siempre que se pueda– la cefalopodia propiamente dicha: algo se sabor añadirá. Escúrrelos bien y sálalos ligeramente, ya que la tinta que emplearemos lleva una interesante cantidad de cloruro sódico. Pon en la sartén un chorreón braguero (es decir: que cubra el culo) de aceite y, a fuego medio, sofríe los chipirones hasta que muden su brillo natural por un blanco mate: cuida de que no lleguen a tostarse. Separa, armado de una espumadera, los chipirones que habrán soltado algo de pringue muy olorosa. Sosiégate con el aroma y abre una botella de blanco, a tu elección. Separados los sofritos chipirones, añade un generoso puñado, o dos si son pequeños, de cebolla picada a la sartén y póchala despacito. Aprovecha el ínterin para tomarte un vino del que has abierto y majar, en mortero de madera, cuatro dientes de ajo y perejil a tu gusto. Cuando la cebolla comience a estar, añade la mixtura y, unos minutos después, una cucharada mediana de pimentón ahumado de la Vera (por ejemplo, La Chinata). Remueve bien con cuchara de madera para evitar la peligrosa y fatal quemazón del natural colorante y añade, para apagar su sed, un vaso generoso del vino blanco. Deja que pierda el alcohol y, entonces, vierte sobre el riquísimo sofrito el contenido de unas seis bolsitas de tinta de calamar. Debes obtener, tras esta operación, una negra ambrosía que dejarás tranquila hasta que empiece a hervir. Entonces, sumerge en élla los chipirones sin desperdiciar un mililitro del caldillo negruzco que habrán exsudado lentamente en el recipiente donde los colocaste aguardando su feliz sino. Calienta a fuego medio-alto durante unos siete minutos, y a la mesa. Sin otra compaña, o protegidos por un artístico montoncillo de arroz blanco hervido, procederás entonces, con gran cuido, a la pitanza. Sigue con el blanco y, claro es, un buen pedazo de pan de calidad. Cuando las comisuras de tus labios comiencen a ennegrecerse, recuerda a San Froilán: él te guiará en venideras aventuras cefalopódicas.
(Escrito por Protactínio)
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Qué bueno! Y qué sencillo!
Los pulpos son un plato de futuro. En una ocasión le preguntaron a Teodoro Monod si creía en la posibilidad del fin de la humanidad: ‘No hay por qué preocuparse', respondió el francés, 'tendremos sucesores. Yo apostaría por los cefalópodos: los pulpos viven en el fondo del mar, tienen la suerte de tener ocho brazos coordinados por un cerebro. Bastarían cien millones de años para que salieran del agua y nos remplazaran’.