Y esto, por fin, bastante mal escrito según aprecio. Pero en conjunto el mejor blog:
En Época. Como estamos en agosto...
EL GATO RODOLFO
Es curiosa la afición de muchos niños a los animales. El hijo de mi amigo Carlos Pla no admite la menor broma con ellos, y a la mía, cuando era pequeña y la llevaba al parque, los gatos le despertaban una admiración sin límites; incluso cuando ya era bastante mayor, de diez años. Aquel verano fuimos unos días a la Gomera, y nada le llamaba más la atención que los felinos.
– ¡Mira, un gato!
– Sí, hija, hay muchos.
– ¡Mira, mira! ¡Tres gatos!
A mí no me gustaba tener animales en casa, que por otra parte era muy pequeña. Al parecer no había sido siempre así, pues mi tía Esperanza dice que cuando yo era pequeño, en Vigo, llevaba al piso, ya humanamente superpoblado, todos los gatos o perros que encontraba sueltos por la calle, y que generalmente eran rechazados. Uno de ellos, una bonita gata, a la cual llamábamos "la Bulerca", no sé de dónde pudo venir un nombre tan raro, tuvo un fin lamentable. Un domingo de verano fuimos a la playa, y a la vuelta no la encontrábamos por ningún lado. Al fin dimos con ella, muerta, dentro del horno de la cocina, una de aquellas cocinas de hierro de la época. La pobre se habría metido allí a dormir la siesta y alguien, inadvertidamente, cerró el horno, con lo que murió asfixiada. Recuerdo que el suceso me impresionó mucho.
Mi hija se empeñaba en tener algún animal, y finalmente le compramos una conejilla blanca, a la que llamamos Servanda. Bicho gracioso y un tanto agresivo, roía papeles y cables por toda la casa, y había que vigilarla. Unos días que nos ausentamos la dejamos a una familia amiga –suiza la madre– con varios niños que también tenían una conejilla. Entonces recibimos la sorpresa de que Servanda era en realidad Servando, como demostró dejando abundante prole. ¡El veterinario nos había asegurado que era hembra! Pero a los tres años Servando murió, para desesperación de la niña. Entonces trajimos otro conejo enano blanco, barbudo, al que pusimos de nombre Gandalf. Al poco tiempo nos cambiamos a una casa más espaciosa y trajimos también una cría de gato, a quien llamamos Rodolfo.
La historia de Rodolfo tenía su pequeño o gran drama. Venía del aeropuerto de Barajas, donde la madre había muerto, atropellada en la carretera y dejando una camada a la que alimentaban los taxistas. Uno de estos, pariente lejano nuestro, cogió a la única cría que se dejó pillar, por su debilidad, y nos la trajo. Temíamos que, al crecer, hiciera daño a Gandalf, pero se aceptaron razonablemente. Tenemos una foto curiosa en la que los dos se están oliendo y parecen besarse. Rodolfo perseguía a Gandalf, que huía presa de pánico, pero al poco ya estaba provocando al felino. Por desgracia, Gandalf cogió una enfermedad frecuente en su especie y ningún esfuerzo lo salvó. No más conejos, decidimos. Durante unas semanas, Rodolfo miraba por los lugares donde Gandalf solía estar, y elevaba la cabeza hacia mi mujer o hacia mí, como preguntando por él con algún maullido ligero.
Rodolfo se considera evidentemente uno más en la casa, con sus derechos. Al principio, en cuanto nos sentábamos a comer se subía a la mesa a olisquear los platos. Tuvimos que quitarle la costumbre bajándolo cogido por las axilas, y él se retiraba lentamente con ademán de dignidad ofendida. Por las mañanas viene a despertarme maullando discretamente, como no queriendo despertar a mi mujer, a fin de que le eche la comida y le pase por el lomo una manopla con pinchos de goma. Su piel es una fábrica de pelos, que nos pega a las perneras, y la manopla sale repleta de ellos. A continuación se pone a comer, y entiende que mi obligación es permanecer a su lado. En cuando nota mis pasos alejándome deja de masticar y vuelve la cabeza hacia mí, como diciendo: "¿Adónde coño va este tío ahora?". Estoy seguro de que si me pusiese a comer con él en el plato sentiría que yo no haría sino demostrar la educación más elemental.
Qué bueno! Y qué sencillo!
Los pulpos son un plato de futuro. En una ocasión le preguntaron a Teodoro Monod si creía en la posibilidad del fin de la humanidad: ‘No hay por qué preocuparse', respondió el francés, 'tendremos sucesores. Yo apostaría por los cefalópodos: los pulpos viven en el fondo del mar, tienen la suerte de tener ocho brazos coordinados por un cerebro. Bastarían cien millones de años para que salieran del agua y nos remplazaran’.