- No, no se preocupe, no es importante. Ni aunque sólo fueran eh.. hum, penes. Empiece a preocuparse cuando lo haga con su propia caca. O, peor aún, con la caca de otra persona. Por el momento, va a seguir con la medicación. Cuando salga, pídale hora a la enfermera para dentro de quince días. Buenas tardes.
Es difícil ahora echar la vista atrás y señalar el momento justo del cambio; trazar “en el arco iris la línea donde termina el violeta y empieza el naranja”. Afirmar con rotundidad cuál fue el primer día en que, pongamos, pedí el pan nada más sentarnos a la mesa, antes de leer el Menú del Día, antes de que el camarero trajera el vino y la casera. Eso sí, recuerdo todas y cada una de mis obras; si ahora las pudiéramos ver una detrás de otra tal vez señalaran el instante exacto en que un pasatiempo pueril y absurdo deviene en incipiente paranoia. A mi ya no puede servirme, pero seguro que en cualquier Facultad de Psicología le sacarían partido, algo así como los gatos de Louis Wain: observando sus cuadros cronológicamente un psiquiatra debería ser capaz de emitir un diagnóstico. Juguetones, domésticos, idealizados los primeros. Los de los últimos tiempos, atormentada y desbocada sicodelia, un siglo antes de Sid Barret y de Timothy Leary. Claro que lo de Wain tiene justificación: hasta que enloqueció, ya con 57 años, había vivido prácticamente recluido en su mansión, que compartía con sus tres hermanas solteras y diecisiete gatos. Eso lo explica todo. Casi todo. ¿Qué habría pintado este hombre de haber vivido con tres gatos y diecisiete hermanas solteras?
Sí, me gustaría ver todas mis figuritas ordenadas cronológicamente, comprobar cómo cada una de ellas se complica un tanto más que la precedente. ¿Cuándo dejé de participar en la conversación de sobremesa? ¿Tuve oportunidad de dar marcha atrás, de acabar con ello? Entregarme cada día a una composición más difícil que la del día anterior me exigía más dedicación, más concentración, claro. Me excusaba ante mis compañeros de trabajo con los que salía a almorzar diciendo que me vencía la modorra, que había perdido una cuenta importante, que las cosas con mi esposa no marchaban del todo; cualquier pretexto para aislarme de la conversación y dedicarme a mi tarea con disimulo. Cuando era muy evidente que no podían ser fruto del azar, tapaba las figuras con la mano, con el antebrazo, con la servilleta. Más de una vez destruí alguna en mi afán por ocultarla, y tuve que volver a empezar. Tengo un vago recuerdo de levantar la cabeza y encontrarme solo en la mesa, la sopa fría, y un sentimiento más de alivio que de abandono.
Desde entonces, todos los días comía solo y podía trabajar más a gusto. Salía del despacho con bastante antelación sobre la hora de comer, y era el último en regresar. Tampoco olvido el día en que el dueño vino a echarme, con buenos modales, pero mirándome raro. Ya eran casi las cinco y estaban fregando el suelo del comedor, mas sospecho que lo que le enfadó de verdad fue lo de la chapata: me había traído para la ocasión una chapata entera que, primero a escondidas y luego ya sin ningún rubor, fui desmigando para abastecerme de materia prima. Me dijo que me invitaba, y me rogaba que abandonara ya el local. Me levanté; un camarero vino casi inmediatamente y… ¡ah, le hubiera matado ahí mismo! El mantel voló sin miramientos sin apenas darme tiempo a echar una última mirada a mi particular y fiel versión de The Fairy-Feller’s Master Stroke que ocupaba toda la mesa. Y eso que nunca había visto el original más que en fotos. Tuve la ocasión de verlo cuando estuve en la Tate Gallery la última vez que estuve en Londres, - que, casualidades de la vida, fue también la primera vez que estuve en Londres -, pero entonces no conocía el cuadro. (No lo conocería sino hasta unos años después, a través de la canción de Freddie Mercury (2)). Hacía frío en Londres y, sin embargo, yo no había oído hablar de Richard Dadd. De la Tate Gallery recuerdo sobre todo paisajes neblinosos de Turner. Y, por supuesto, El Beso, en el hall circular del museo. El Beso era, a la sazón, el motivo por el que me había acercado hasta la Tate, que quedaba, si no recuerdo mal, un poco a desmano, junto al Támesis de aguas diáfanas y enormes rocas como huevos prehistóricos. Me sobrecogieron esos 183 centímetros de mármol, mucho más que la pequeña versión en bronce del Museo Rodin de París, que yo habría de ver muchos años después, en Salamanca, una tarde remota en que fui a conocer el hielo. El caso es que abandoné la Tate sin ver la obra de Richard Dadd. Es un lienzo muy pequeño, de 39 cm. de ancho por 54 de alto; Dadd tardó nueve minuciosos años en pintarlo, nueve de los casi veinte años que pasó internado en el Bethlem Royal Hospital, en donde fue recluido cuando aún no había cumplido los 30 por descuartizar a su padre. Pudo pintarlo en el manicomio porque uno de los médicos que le atendía, el Dr. William Hood, comprendió que pintar era su mejor terapia. Nadie recordará hoy al bueno del doctor, y, sin embargo, de no ser por él, tanto la Tate Gallery como Queen tendrían un mérito menos.
Dar con buen médico es fundamental, tanto si el internamiento es voluntario como involuntario. Es importante que conozca de primera mano al paciente, que lleve un seguimiento, que individualice el tratamiento. Dadd tuvo esa suerte. No es el único caso aislado de un loquero cazatalentos, conozco otro parecido, el del pintor esquizofrénico y mudo Martín Ramírez, “espalda mojada”, a quien, ya en los Estados Unidos, le sobrevino la locura y una repentina e incurable mudez, y fue ingresado en el Dewitt General Hospital de California. Casi 40 años después, un psiquiatra que estaba de visita en el Hospital con sus alumnos, se fijó en él, que estaba dibujando, y quedó impactado por el arte del mexicano. Por recomendación suya, a Ramírez no le faltaron ya nunca papeles ni pinturas; además, se ocupó de que su obra fuera expuesta en varios museos de todo el mundo, con éxito notable. Seguro que tampoco nadie recuerda el nombre de este doctor. Un nombre que debería pasar a la posteridad. Aunque es un nombre difícil, un nombre que parece un anagrama, como los nombres que inventa Asimov: Theo Aporat, Salvor Hardin, Hober Mallow, Tarmo Pasto, Sef Sermak… ¿cuál de ellos es el médico y cuáles son personajes de Fundación?
A mí, la verdad, no me importa cómo se llame el médico del sanatorio, ni si pasa o no a la posteridad. Sólo me interesa saber si, con las comidas, servirán pan.
Notas:
(1) Imagen de la acetilcolina reproducida SIN expreso permiso de Protactínio.
(2) The Fairy-Feller’s Master Stroke, Queen:
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