Todo transcurría apaciblemente hasta que un revés de la esquiva fortuna en esa adolescencia social que fueron los felices 80 me obligó a buscar trabajo. Por entonces ya era un asiduo de las veladas de lucha libre que se celebraban en plazas de toros portátiles y cabezas de partido olvidadas por las autonomías, cuando no de manera clandestina –que eran las buenas- pues su época de esplendor en los 50 y 60 había pasado. Allí hice amistad con El Samán Tropical, un luchador de origen y nostalgia cubana venido a menos porque su afición por los libros menguaba su natural agresividad. Estudiaba las posturas del rival como un entomólogo las patas de un escarabajo y para cuando las había reducido a una taxonomía de ocasión ya estaba tendido sobre la lona. Era digno de ver cómo devoraba las novelas de Marcial Lafuente Estefanía en el vestuario, soltando sentencias entre linimentos, miradas asesinas de sus compañeros y furtivas de algún pretendiente. A las que no sucumbió, que la literatura había reforzado su virtud. Para resolver el percance laboral me hice apoderado de El Samán, quien completaba su cultura llevando un puntual diario en el que escribía las más rocambolescas observaciones con unas faltas de ortografía del tamaño de su querido cuadrilátero. Entre ellas un contundente “Para qué escribir”. Sin ser leninista era intuitivo y razonaba con mérito sobre la condena a la escritura que acecha a todo lector. Mi mecenazgo de El Samán ponía en peligro por contagio la temprana decisión de convertirme en un hombre de provecho. Una nueva amenaza, la escritura, se cernía sobre mi incierto temple. La caída estaba anunciada y con el tiempo ese cúmulo de casualidades que es el destino me trajo a este Nickjournal, viéndome ahora cual galeote condenado a escribir con frecuencia, sin renta y sin saber de qué, salvo de no escribir.
La solución a la indiferencia asegurada vino una vez más de la manaza de El Samán. En el cuaderno de hule sobado que acogía con resignación y una goma sudada sus diarios repletos de manchas encontré una pista sobre el testamento que sellaba la renuncia a la actividad literaria por parte de un tal Hugo Von Hofmannsthal. Paradójica justificación a lo Sísifo de ese retiro definitivo porque lo hacía escribiendo una ficticia Carta que un supuesto Lord Chandos dirigió en 1603 a Francis Bacon. El motivo de la carta era disculparse ante este amigo por su dimisión literaria: “Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaban alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío”. El motivo del testamento literario de Von Hofmannsthal era que se había quedado sin palabras, como los antiguos pasatiempos del TBO, que ya no podía explicar el mundo con ellas por "haber perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cosa ninguna", encontrando que "todos los juicios son dudosos, inconsistentes, falsos e indemostrables". A estos desvaríos lleva el mucho leer y a ese viaje con sus pesadas alforjas renuncié de niño, aunque El Samán encontró cómo sacarles provecho. Vaya por él, que me da de comer y de escribir.
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