Lean un texto extraído de "La manía". Únanse a los jóvenes trapiellistas y en este Día del Libro celebren la grandeza moral del Maestro con esta lectura.
Atención a la última parte.
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ANDRÉS TRAPIELLO versus JUAN CRUZ
Al fin se ha producido el almuerzo con Juan Cruz. Uno mismo no deja de sorprenderse de cómo suceden las cosas. ¿Quién le habría de decir a uno que después de haberle formado aquel escándalo en el restaurante del Hispano, hace años, memorable y único, y después de, hace unas semanas, telefonear para que se le rindiera cuenta sobre las cosas que según Lady Bruja había dicho uno en cierta cena, quién le iba a decir que se encontraría sentado a la misma mesa que él, tratando de arreglar la hostilidad atávica que ese hombre ha sentido por uno? Fue de él de quien partió la idea del almuerzo, porque, según he visto, obra siguiendo impulsos racionales y calculados, combinados con audacia, como hacen los jugadores expertos en bolsa. Uno es un hombre bueno y sencillo no tanto por sus virtudes, sino por pensar que los demás también son buenos y sencillos. Y me decía, si este fulano te cita no es porque considere que ha llegado el momento, después de comprobar que si en veinte años no ha logrado destruirte, acaso sea mejor hacerse tu aliado, porque él, que no es bueno ni sencillo, pensará que si puedes tratarás de aniquilarle, como él trató de hacer durante todos estos años, y así decía que yo era bueno y sencillo no porque Juan Cruz pensara todas estas cosas, sino porque quería contribuir a la armonización del mundo. Siempre que ha podido, y ha podido mucho en El País, en la Ser, en Canal Plus, y en las editoriales de su grupo, le ha perjudicado a uno. ¿Habrá llegado el fin de aquella edad de las cavernas? ¿Saldremos y sellaremos en un abrazo, sobre la alfombra de la naturaleza, la paz universal, la armónica alianza de los masones?
El restaurante era uno de la calle Jardines, muy neoyorquino y a la moda, con pocas mesas, poca luz e incontables camareros, con los platos y las servilletas inversamente proporcionales a la cantidad de las raciones: platos y servilletas muy grandes y raciones muy ruines, disfrazadas de guarnición.
Apareció diez minutos tarde, con el móvil en un mano y en la otra un ejemplar de su libro Contra la sinceridad. Me levanté, nos dimos la mano correctamente, como los tenistas al final de un partido en el que siempre hay uno que ha perdido y no tiene ganas de celebraciones. El partido no había empezado, pero era obvio que empezaba con un ganador y un perdedor. Por el hecho de estar allí, alguien había perdido y alguien había ganado. Teníamos una hora por delante para dilucidarlo.
Al ver el título, pensé: empezamos mal. Le pregunté si tenía algún significado, pues se suponía que íbamos a hablar con entera franqueza:
-Tú estás aquí -empecé diciéndole antes incluso de que nos trajeran el aperitivo- por razones profesionales. Has creído que te quería echar del periódico, lo cual, incluso de haber sido cierto, debería haberte dejado indiferente, porque resulta de una ingenuidad colosal pensar que algo así puede estar en mi mano. Es agradable que lo sobrevaloren a uno, pero eso le hace uno más débil, y contigo sería una temeridad ser débil. Y creer que querría intentar echarte sería pensar que el ingenuo soy yo. Esa ha sido, abiertamente, un delirio tuyo, inducido por Madame Víbora. En cambio, yo estoy aquí por razones personales. Me has estado perjudicando en los últimos quince años todo cuanto has podido, incluso cuando estaba en una condición económica pésima y a ti no te habría costado nada no empeorarla más; con dejar las cosas tal y como las encontraste hubiera bastado. Yo nunca he querido ser amigo tuyo, pero no he entendido por qué tú sí has querido ser enemigo mío.
Me escuchó en silencio, sin sonreír, sin hacer visajes eléctricos con la cara. Fríamente. En la boca se le quedó un rictus enigmático, distante, monumental. Cuando terminé, dijo, también adusto:
-Eso no es verdad. Yo no te he perjudicado nunca.
-Hace diez años, te nombraron jefe de la sección de opinión. Yo venía entonces publicando un artículo mensual en el periódico, el único ingreso regular que tenía. Entraste tú, y el artículo que esperaba turno no salió ese mes. Te telefoneé y te pregunté si ibas a publicarlo o no. Sólo quería saber eso, porque si era que no, buscaría otro lugar donde publicarlo. Me dijiste que sí, y que saldría a la semana siguiente. Cuando esa semana no salió, volví a telefonear, y me volviste a decir lo mismo. Para mí hacer aquella llamada era humillante, pero la hice porque no tenía otra alternativa. Se resentía mi orgullo, pero confiaba en tu palabra, sabiendo que sólo pensaba en ello el tiempo que duraba esa llamada que me tenía pensando a mí toda la semana, porque tenía que hacerla. Pensaba, sólo son pequeñas dosis de aceite de ricino. Cuando ese pequeño miserable considera que me ha dado suficiente, aflojará la mano, y se normalizarán mis recursos. Se repitió esa escena durante cuatro meses, quiero decir, se repitió la llamada unas quince o dieciséis veces a lo largo de ese tiempo. Siempre decías lo mismo. Suponía que cuando colgaba el teléfono debías de pensar: pobre hombre. Quizá no pensabas nada, como no pensamos en el mosquito al que hemos alejado con un manotazo. Eso decidió mi marcha al ABC. Cuando te cesaron como jefe de opinión, nombraron para tu puesto a la persona con la que cenábamos el otro día, y él fue quien, por cierto, volvió a publicar mis artículos en el periódico. Cuatro meses en los que me hiciste la vida un poco más difícil, y luego todos los años que estuve fuera del periódico. Pero al volver comprendí algo importante para mí: una persona no lo puede todo, y menos destruir a alguien que tenga la determinación de seguir adelante, y seguramente uno se había hecho más fuerte en ese tiempo, por lo que decía Nietzsche: lo que no nos destruye... Yo comprendí que no quisieras publicar mis artículos, lo que nunca entendí es por qué no tuviste la decencia de decírmelo claramente. Teniendo en cuenta que tú eras el fuerte no te hacía falta ni siquiera ser valiente, sólo decente. Hubiera bastado habérselo pedido a tu secretaria, que me lo dijera por ti, si te faltaba valor.
También aguantó esta segunda andanada con seriedad, sin mover un músculo, con los codos en la mesa las manos unidas, esperando que escampara un poco el temporal. Incluso le sonó una vez el móvil, y lo abrió y lo cerró, sin mirar de quién era la llamada. No quería distraerse ni un instante. Su cabeza se había puesto en movimiento y pensaba con urgencia en la respuesta. Todo lo que le había dicho era verdad, y negármelo habría sido una manera tonta de perder el tiempo y un acto inútil. Meditó las palabras que iba a pronunciar, y al cabo de unos instantes en los que no apartó de mí sus ojos, dijo:
-Había mucha gente que quería publicar en el periódico. No podía publicar a todo el mundo.
-Lo entiendo, pero yo no te pedía que me publicaras, sino que no me mintieras, e hiciste que te llamara quince o dieciséis veces, y pasar por aquello lo recuerdo como una de las cosas más vejatorias y tristes de mi vida. Me sentía de no muy diferente manera a los jornaleros en Andalucía en la plaza del pueblo esperando a que apareciera el señorito con sus "tú sí, tú no".
Me pareció que había dejado de escucharme, buscando mentalmente una salida y salvar los muebles, porque dijo una frase de repertorio. Dijo, las cosas no son nunca lo que parecen. Bien, le dije yo, para eso estamos aquí, para saber cómo son en realidad.
Entonces me di cuenta de que no estaba buscando una salida, ni salvar los muebles. Había estado improvisando, después del repliegue, un gran despliegue.
Pasó al contraataque, inmediatamente, porque comprendió que la táctica empleada hasta entonces no le iba a llevar a ningún lugar propicio para él, y fue entonces cuando dijo: "Es que tú también te las traes". Y cuatro fueron las cosas relevantes que dijo. Primera: los artículos que uno escribe no tienen una espina dorsal ni demasiado interés; me lo decía por mi bien, y por mi futuro debería cambiarlos porque no son más que costumbrismo. Segunda: puesto que uno tiene ya cuarenta y siete años no debería dispersarme en tantos periódicos, cosa que da pésima imagen de uno y reputación de nómada, ni preocuparme por escribir más o menos en los periódicos. Los periódicos deberían dejárselos a periodistas como él. Como estaba hablando ya en un tono cordial e incluso amistoso, levanté la mano pidiéndole la palabra como en el Parlamento. Me la concedió. En el periódico, le dije secamente, publican tales y tales escritores. Le nombré unos seis o siete que publican cada semana en él, en los suplementos, a veces incluso leyéndolos en la radio o en la televisión del grupo. Sí, es verdad, reconoció, pero no es lo mismo. Fue una insinuación delicada de decirme que cuando se refería al costumbrismo se refería a eso: a que uno no puede compararse con esos escritores. Hacerlo es otra forma de costumbrismo. Tercera: no comprendía cómo me quejaba tanto de todo en estos diarios, pues las cosas, siendo uno lo que es, no le van a uno demasiado mal. También era de una manera, delicada en medio de todo, de decir: siendo lo que eres, demasiado bien te van las cosas. Le di mentalmente la razón: siendo costumbrista allí estaba almorzando con él, en un restaurante caro que pagaría él o el señor Polanco. Y cuarta: si él quisiera y se tomara interés en uno como escritor, podría hacer algo de interés, como quien coge un trozo de material en bruto y lo pule. Es decir, que hoy por hoy es uno un escritor desaprovechado. En realidad sus palabras textuales fueron: "Yo podría hacer de ti alguien". EL tono fue amistoso, he de insistir. Incluso sentimental. No quedó claro qué clase de alguien ni de qué dependería la metamorfosis. Creo que dijo esto último y todo lo demás con la mejor voluntad, incluso cariñosamente, pero esa última frase recordaba a algunas de las películas de serie B cuando el gángster habla con la corista. Lo expuso en serio, sin duda porque lo ha hecho con otros en campañas de agitprop perfectamente coordinadas por él. Pensé que lo había dicho como ese educador que llama al más problemático de los chicos del reformatorio, y le propone una tregua. Incluso me pareció que estaba convencido de que el muchacho, o sea, yo, tenía un fondo bueno, enturbiado por las malas influencias, un pasado tormentoso y un carácter abrupto.
He de confesar aquí, para mí solo, que por un momento aquel olorcillo de su tentación resultó embriagador. Ser alguien... Qué bien suena eso desde la espelunca, quizá porque se nos esté recordando que si no somos alguien todavía es porque uno sigue siendo nadie. Es tentador pensar que se le aparece a uno el demonio y le lleva a lo más alto del monte y le dice, todo esto que contemplas será tuyo si postrado ante mí me adorares. O bien le lleva a uno de la mano al famoso CAS (Club de las Almendritas Saladas), y le dice, elige un sofá cómodo y siéntate en él; y hecho esto empiezan las huríes a traerle a uno los whiskies y los platitos con las almendras, los bombos y los platillos, y a todo el Ejército de Salvación haciéndole a uno las loas (y la ola), y nombrándole duque de la chorretera... Lo que no quedaba claro fuee si lo que me ofrecía era todo lo que veía yo o todo lo que veía él.
Ah, si supiese uno cómo portarse bien, y salir del reformatorio.
Se vio que hablar sin cortapisas también le tranquilizaba y equilibraba la balanza, y por esa razón quiso cerrar su larga perorata, oída por uno con idéntica e insalvabla seriedad, con una gran estocada, hasta la bola. No hubo en ello ensañamiento, incluso le salió en un tono arrullador, como hace el Papa lavándoles los pies a los mendigos el día de Jueves Santo: "De ti me ha hablado mal mucha gente", me confesó, y esperó en silencio a ver cómo me lo tomaba.
Detrás de la frase, como un eco, pudo oírse la apelación al coraje, entre san Ignacio de Loyola y Baden-Powelel, entre los propósitos de unos ejercicios espirituales y el juramente de los boy scouts: "No todo está perdido, si te esfuerzas lo conseguirás y la gente hablará mejor de ti, y acaso yo pueda hacer alguien de ti".
Esperaba quizá que con esa frase uno quedase ya sin ánimo de réplica. Mentiría si dijera que le respondí que de él en cambio nadie me ha hablado bien, pero sonreí tristamente, como un oso ya demasiado apaleado, y no dije nada. Asentí con la cabeza, como un perro también de esos que se colocaban en la bandeja trasera de los coches. Y eso me puso bastante taciturno, porque empezó mi cabeza a hacer vertiginosos arqueos de urgencia, para intentar adivinar quiénes eran esos "muchos" y qué podrían haberle dicho. Uno querría caerle bien a todo el mundo, y que hablaran con respeto de lo que ha hecho, de sus libros y de sus escritos. O tener permanentemente una oreja pegada a la puerta del mundo, para saber lo que dicen de uno a sus espaldas. ¿Para qué? Para sopesarlo y reflexionar. Quizá sea uno una mezcla desdichada de policía y cotilla. No puede ser que nadie tenga razón. Y esa melancolía se manifestó porque uno tampoco se relaciona con tanta gente. ¿Y cómo es que habiendo tan poca gente que se haya relacionado personalmente con uno, pueda haber tantos que hablen mal? Sonreí de una manera lamentable para encajar aquel golpe, y luego añadí que eso era por el ambiente y la gente; si cambiaba el ambiente y la gente, ese descontento cada vez que le hablaran mal de mí se acabaría. Eso sí se lo dije. Porque te llevarás un gran disgusto cada vez que eso ocurre, ¿no?, añadí. Por supuesto, me dijo, chasqueando la lengua. El vino era muy bueno, y advirtiendo que ya no me quedaba en la copa, levantó la mano y atrajo la atención del camarero, a quien ordenó que la llenara, como un perfecto anfitrión.
Las cosas no iban bien, de ningún modo, pero podían acabar peor, así que hizo como un truco, y dijo que todo aquello era agua pasada. Yo me encongí de hombros, y dije, sí, disfrutemos al menos de la comida. Y acaso porque se creó un clima confidencial, siguió dándome gratis sus consejos. Me informó sobre mi carácter. Tenía uno, según él, un yo incomensurable, como probaba el hecho de que en los artículos o en este diario no citara a nadie o lo citara con una X, porque no quiere uno más que hablar de sí mismo. Le parecía un hombre egoísta y vanidoso, resentido y vengativo, con una inclinación paradójica (sic) a: a/ mandar a la mierda a la gente, y b/ hablar mal de ella. No sé si el orden en que lo dijo fue ese, o al revés, b/ y a/. Yo entonces me defendí un poco por encima, como esa persona a quien acaban de diagnosticar un cáncer y aún se le ocurre protestar al médico asegurándole que no puede comprender una cosa así llevando como lleva una vida sana, y le dije que eso no era exacto, que no era nada de lo que se decía, o que debía de serlo en una fase todavía poco desarrollada, porque seguía sentado con él, oyendo todas aquellas cosas tan buenas y no me había levantado ni me había ido ni le había tirado el vino a la cara. Yo en cambio no pude decirle cómo era él porque no le conoce uno y ni siquiera sabe si esa tema me interesaba. No sé cómo, llevábamos hablando de uno lo menos tres cuartos de hora.Va a tener razón él, pensé. De no ser porque ese tema de conversación le resultase menos doloroso que el hablar de su persona.
Le escuchaba con seriedad, y me pareció que todas eran observaciones irrebatibles, no porque fueran exactas, sino porque no ha venido uno a hacerse la apología delante de alguien al que de todos modos, dándole la razón, tendría que haberse levantado de la mesa y acaso faltarle al respeto, antes de marcharme de allí. ¿Por qué no hará uno lo primero que le pide el cuerpo? Unas veces es por cobardía y otras por resabios maoístas: las famosas tácticas y estrategias, el paso atrás para los dos adelante.
Ahora sí, ahora, que ya no lo tengo enfrente, se le ocurren a uno las puntualizaciones. Por ejemplo: a/ que todos esos artículos costumbristas y esos desamparados libros míos son los que me habían conducido hasta ese almuerzo, que iba a pagar él, y que a ese almuerzo me invitaba ahora, y no hacía años, cuando logró, él, sí, que tuviera que emigrar de El País; en aquel tiempo no sólo no le invitó a uno a ningún almuerzo, sino que le dio un manotazo a la bolsa de cacahuetes revenidos que tenía en la mano y se los tiró al suelo; b/ que yo también era de la opinión que dispersarse en tantos periódicos le perjudicaba a uno mucho, y que quedaba a su disposición para que me hiciera una propuesta como las que ha hecho a tantos colegas novelistas, como Fulano, Zutano, Perengano y quince más. Este punto llegué a formulárselo, pero levantó la mano, llamó la atención del camarero y volvió a pedir un poco más de vino; y c/ que uno no tiene a nadie más que a su sombra, y eso algunos días sólo, porque otros ha de enviarla a pedir por los caminos, como los pobres, o la lleva a la casa de empeños, y no como él, que tiene a un grupo tan poderoso tras de sí, como el primo de Zumosol, defendiéndole por tierra, mar y aire (o sea, prensa, radio y televisión, que decía S.) Cada lector lo ha ido recogiendo uno aquí y allá, también por los caminos, por donde ellos iban, o sus sombras, haciendo la jornada. Ahora, tener detrás un periódico como ese todo el día amplificando su nombre como el gato con botas ordenó a los lugareños que hiciesen con el marqués de Carabas, sería magnífico, qué duda cabe.
Tenía que haberle dicho también que incluso yo haría un gran partido de mí mismo, si fuese de otra manera, pero que si fuese de otra manera es probable que no hubiera nada que hacer por mí. Y del mismo modo que un managerle dice a su boxeador que tiene que quitarse kilos o del tabaco o de las mujeres, me dijo al final que lo primero que tenía que hacer era prescindir de esos escritos que publica uno tan "directos" y aviados "de cualquier manera". Por suerte pude callarme a tiempo y no le dije que los corrige uno tres o cuatro veces, lo mismo que corrige uno cinco o seis veces estos cuadernos cuando se publican, ahorrándole de ese modo que piense que uno, además de temerario, es un retrasadillo y está poco dotado para su oficio.
Cuando volvía a casa yo pensaba que nos habíamos levantado de aquella mesa no siendo amigos, pero habiendo dejado de ser enemigos. Probablemente fue un juicio precipitado. Ahora será bastante más enemigo que antes, porque se habrá dado cuenta de que uno es completamente inofensivo.
(¿Y de dónde habrá nacido esa antipatía mutua? No creo que sea una mala persona; también procura uno no serlo. Cierto que uno ha estimado su trabajo tanto como él ha estimado el de uno, pero estima mucho menos el de otros, y con ellos puede mantener una relación cordial, incluso amistosa. Cuando transcribo esta página, en agosto de 2007, leo en su periódico un artículo de Vargas Llosa sobre el libro que Juan Cruz ha escrito sobre su padre. Dice el escritor peruano algunas cosas buenas del libro, aunque las exagere un poco y le haga a uno desconfiar. Por ejemplo: dice que es un libro que tiene una "prosa muy cuidada"; lo ha dicho uno otras veces: cuando alguien dice de un libro eso, que tiene una prosa cuidada, o de su autor que es un gran estilista, es porque no tiene nada mejor que decir. Uno no dice de Azorín que tiene una prosa cuidada, por ejemplo; eso lo decimos de Gabriel Miró o de Pérez de Ayala. Dice que le parece su autor una gran persona que trata misericordiosamente a los que aparecen en su libro. Será buena persona, pero lo habrá sido con todos menos con uno. Cuando alguna vez me encuentro con alguno de los que estuvieron presentes en aquella escena, hace años, en el Hispano, tan bochornosa, me dice: hay que ver cómo te odia Juan Cruz. A mí ya se me ha olvidado, pero el fondo de antipatía mutua no ha desaparecido ni desaparecerá.
La mujer que viene a hacernos de asistenta por horas es una periodista chilena en paro. Las editoriales le envían a veces libros de esos, para que entreviste a los autores y escriba sus gacetillas en periódicos de internet. Hace dos meses la vi con ese libro de Juan Cruz en la mano y se lo pedí prestado, porque se trataba de un libro de memorias.
(...)
Han pasado ya quince, veinte días. Estas palabras son del paréntesis aún. La vida, desde que lo abrió uno, ha continuado. Lo que el lector encontrará después de este paréntesis estaba escrito antes, en 2001. Un plato de los que el chino hace bailar y que decae y resurge mientras otros caen y resurgen a la vez. Una vez no sigue uno la LOD (Ley Orgánica de los Diarios). Ha leído uno su libro, Ojalá octubre. No me ha parecido que tuviera buena prosa, o lo que entiende uno por eso. Frases de periodismo, de periodistas: "a ras de suelo, con la gente de a pie", suelen decir. Empezando por la cita de Truman Capote. Hace poco alguien me advirtió malicioso que esa cita se debía a que Truman Capote era también de corta estatura y tenía una voz aflautada. Puede ser. ¿Por qué nunca le habrá resultado a uno simpático Juan Cruz? Le ha visto uno algunas veces haciendo un papel poco honorable con sus jefes, o publicitando, sin rebozo, a sus amigos, haciendo de ellos "álguienes". Ha sido un hombre partidista, y acaos por eso, por considerarlo uno de otra partida, me ha tenido, supongo, por enemigo y me ha combatido cuanto ha podido. Pocas veces habrá leído uno un libro con tantas prevenciones. Pensaba en el artículo que le había dedicado su amigo peruano, y en los bombos mutuos. De hecho, desde la primera página, pensaba ir cargándome de razón, para que no me gustase. Leía allí cosas que o no entendía o con las que no podía estar más en desacuerdo: dice que quisiera escribir "un libro blanco, de tapas pesadas, un libro que no es posible leer en la cama, o en la playa; un libro para leer en una butaca o en una biblioteca; correspondencia, detalles menudos de una vida mezquina, como cuando la basura arroja al mar el resultado final de su aparente grandeza. Basura y grandeza, mezclado todo en un contenedor perfecto: los libros son contenedores perfectos, como edificios recién acabados. Luego los llenan la miseria, o el lujo". No, no entiende uno eso de que la basura arroja al mar el resultado de su aparente grandeza. La basura es basura, y no tienen ninguna grandeza ni aparente ni real. Claro que la basura, en manos diferentes, deja de ser basura. Por ejemplo: Cervantes hace del desperdicio humano algo angélico, como Velázquez, de pobres enanos y tarados, seres puros. Y los libros no son contenedores que se llenan. No, los libros nacen llenos o vacíos, y el que nace lleno, nadie podrá vaciarlo, y el que nace vacío, nadie podrá llenarlo. Ni siquiera los periodistas con todos los bombos. Y el libro de Juan Cruz ha nacido también así, ha nacido lleno de su propia medida, sea esta grande o pequeña, larga o corta, ancha o estrecha. Diría que ha nacido lleno, inexplicablemente, si no hubiese en esta palabra algo despreciable, ya que todo lo que es, es inexplicable. Es un libro feliz sobre la infelicidad, la desdicha, la amargura, la melancolía. Ha escrito un libro, en cierto modo, ejemplar y único. Y muy hermoso. Y ahora me alegro. No le gusta a uno mucho su autor, pero ante el libro que ha escrito, se siente uno reconciliado con el mundo... y con él... Ante su libro, todos los sentimientos personales tan contradictorios han desaparecido, haciendo de los míos, acaso no menos retraídos que los suyos, algo más comprensivos y compasivos. Sí, los libros buenos no sólo hacen mejor a la literatura, hacen mejores a los lectores. Se podría decir que ha escrito un libro bellísimo si algo así pudiera decirse del dolor. No hay tantos libros en la literatura española en los que se hable del padre tan decantados, tan puros en su impureza, como este. De la estirpe del Platero o del Ocnos, desde luego, aunque no sea el libro de un poeta. Superior a muchos de los que escribieron otros con ese mismo asunto: el padre. Ni siquiera estorban en él las frases de relleno y lucimiento, las frases en las que ha dicho más palabras de las que hacía falta, porque es un libro arrancado a una verdad última: la de su infancia, la de la pobreza en la que vino a la vida, la verdad de su padre y de su madre, esos seres a los que mira con piedad y simpatía, pero también con heridas profundas que le hicieron o se hizo él solo. Me ha recordado a uno de los personajes de Dickens, una especie de Pickwick del arrabal, conmovedor, simpático, trapacero, tramposo, trágico, tierno, fanfarrón... acaso como el hijo. En aquella casucha, junto a una pequeña huerta, en las orillas menesterosas de la miseria, en las de la tragedia y la alegría, sin término medio, en el territorio perpetuo del sobresalto que es el territorio de la supervivencia. Son no sólo las memorias de un niño asmático que ve desde ese lugar donde parece que la cochambre y la falta de dinero sólo pueden ser combatidas con agua y un poco de jabón hecho también en la misma casa con el aceite de los refritos y la sosa de las esperanzas y las buenas intenciones. El libro está lleno de pasajes memorables, divertidos, tiernos, asombrosamente reales y sin literaturizaciones de gabinete. Seguramente en ese libro su padre valga más de lo que valía. Para eso están los hijos: para recordar a sus padres mejor de lo que eran, porque han de hacer de nosotros personas mejores de lo que somos. Sólo así el mundo no se hace insoportable. Jamás hubiera podido imaginar que alguien como Juan Cruz escribiera un libro como este. Y me avergüenzo pensando una cosa así, tan estúpida. Y en el fondo he recibido no sólo la alegría de compartir muchas escenas de las que él describe, sino la de admirar sinceramente la vida que este nos ha dado, que ha creado. Su padre no existía, y ya existirá para siempre, y su tío el chatarrero, y todo aquel afán entre las plataneras polvorientas de los egidos yendo de aquí para allá como esas hormigas que trajinan sin rumbo, desconcertadas, de sol a sol, de vacío siempre, sin saber dónde encontrarán la carga o dónde la han soltado, haciendo de su afán su trabajo sin finalidad alguna. No sé si alguna vez llegarán a sus ojos estas líneas. Es posible que siga creyendo que hablando de él bajo una X, lo estaba haciendo de uno. Creo que está equivocado, porque incluso cuando uno habla de sí mismo, sólo quiere hablar de Juan Cruz, de esa X suya o de cualquier otra. Es posible que un día se tropiece con ellas o que se las ponga delante la Lady Espía de turno. No espero que le gusten o le disgusten. Si acaos hubiéramos sido amigos habría tratado de disculpar sus defectos y trapisondas, porque los amigos se disculpan esas cosas. Si hubiera sido amigo suyo, le habría telefoneado y le habría dicho abiertamente que su libro me había conmovido y no porque no lo esperara, sino porque eso es lo que desea uno de los amigos, lo que espera de ellos. Aguardaré, pues, que el milagro vuelva a repetirse, ya que una vez sucedió, y guardo conmigo esta alegría que se sumó a la de estos días de agosto, durante los cuales ese hombre junto al que no he podido permanecer diez minutos sin impacientarme, me llevó ¡a Tenerife, patria de Loro park! y me devolvió a mi infancia y sobre todo a una vida nueva, la de una memoria intacta.)
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