Contaba poco de su vida. Había hecho la mili en la campaña de Ifni, enviado en un pelotón de castigo por haber protestado por la comida en el regimiento de regulares de Melilla que le había tocado en desgracia. Decía que la sed sabe a hierro y es espesa como una bola de pescado seco y que su principal recuerdo era el sonido sordo que hacían las ampollas de los pies al reventarlas. Que iban con alpargatas y a los moros les llamaban pacos por el ruido –paa-cum, gesticulaba con parsimonia- de sus máuser al disparar. Que se tuvo que parapetar tras los cadáveres de dos de ellos durante un día entero porque el fuego cruzado no les dejaba enterrarlos ni huir a Sidi Ifni desde el puesto fronterizo en el que los habían olvidado. Que eran cinco en la loma y tuvieron que huir por la noche entre los matorrales, con uno de ellos y el pánico de todos a cuestas, hasta un aduar que no sabían en manos de quién estaba. Que olía a miseria. Que los oficiales parecían unos caballeros pero comían aparte y tres veces al día, los de artillería en mesas plegables. Que su sargento era una bestia inhumana y robaba lo que podía. Que le costó treinta años saber qué hacían defendiendo esa tierra ajena, áspera e ingrata y lo dio por bien empleado. Con esta exposición de motivos, las cuatro reglas y una recomendación se presentó a unas pruebas para trabajar de casillero en el canódromo al licenciarse.
Ahí le conocí. Se dedicaba a recoger apuestas con una visera de plato recortada por él mismo que le daba una jerarquía soñada. Completaba los cuatro duros del sueldo trapicheando whisky y latas de caviar cuando caía la suerte de algún decomiso y vendiendo botellas de coñac y puros en timbas de poca monta por los alrededores. Sacaba más con la reventa de entradas para la lucha libre y el catch a cuatro, que las de los toros tenían baranda y éste no se andaba con repartos. Se había hecho una pequeña trastienda al fondo de la casilla que parecía la casa de muñecas de un supermercado. De la lucha libre sacó una felicidad de aficionado, el ansia del jugador y una novia que lo volvió loco, una jaquetona espléndida, simpática y sentimental que le dejó al poco tiempo por alguien con más posibles y menos imposibles.
Lo pillo haciendo rayas en el cerco que ha dejado el vaso de cerveza vacío, fundido a la barra y con el periódico en ristre. Me ve entrar, le sale un destello de pasmo en la cara que controla enseguida y me tiende la mano. La emoción se funde en negro, por supuesto.
(…)
- ¿Qué se hizo de Julio-el-herrero?, le pregunto.
- Te lo puedes imaginar. Murió hace años pero dio señales de vida antes de morir. Preguntó por ti y le amargaba que hubieras desaparecido sin decir nada. Lo sintió como una jubilación de golpe, un tajo seco en las historias de la guerra que te contaba. Pero por encima de eso le había llegado al alma que fueras el primero y el último del pueblo en llamar señora a su compañera. Y Aurora te disculpaba. Y le agradecía que hubiera renunciado al nombre de Germinal por no perjudicarla, con lo convencido de la causa que era. Siempre le hizo gracia que ella pudiera jugar a los dos bandos con su nombre. Al principio los nuestros no le perdonaban la cesión, que también era una galantería sin querer, y menos que dejara de ser vegetariano pero el tiempo y el carácter de Julio les fue ganando.
- Y su mala leche.
- La sacaba para defenderse, sólo cuando tenía miedo. Era como un perro, olfateaba al vecino y si le sentía más miedo que a él mismo lo dominaba pero lo respetaba. Pero cuando era al revés se revolvía. Ya sabes que le tocó llevar una vida furtiva pero nunca se escondió de sus obligaciones, aunque a veces soldara sus fallos como las malas herraduras que colocaba.
- No le saquemos más virtudes de muerto que en vida, que algunas gordas ya tenía.
- Nunca faltó a su palabra, dice Mario con la seriedad del cereal que suele.
- Pero si no tenía memoria.
- Por eso protegía su palabra con la lealtad.
(…)
- Y ¿qué es lo que ves desde ese taburete?
- Que los tiempos ya no corren tanto. La estación sigue escupiendo gente pero ahora es más igual y va más de prisa. Creo que van sólo a cambiar de moda.
- ¿Qué andabas leyendo cuando te he encontrado?
- Esto, un cuento de la serie Historias Ejemplares que trae el periódico, sobre el sitio de una ciudad alemana hace muchos siglos: “El emperador Conrado III había puesto cerco a Güelfo, duque de Baviera, y pese a las viles y cobardes compensaciones que se le ofrecieron, no quiso transigir a otras condiciones más suaves que permitir la salida de las mujeres que permanecían asediadas junto al duque, con el honor salvo, a pie y llevando encima lo que pudieran. A éstas se les ocurrió, con magnánimo corazón, cargar a hombros a maridos e hijos, y al duque mismo. El emperador, muy complacido al ver la nobleza de su ánimo, lloró de satisfacción y mitigó la violencia de la enemistad mortal y suprema que había profesado contra el duque; y a partir de entonces los trató humanamente, a él y los suyos.” (1)
- Entretenido, le digo.
- Más que eso -le chispean los ojos por primera vez-, una buena manera de salir a hombros. Se nota que el duque estaba bien puesto en el escalafón, pero nunca he visto a un maletilla salir por la puerta grande por buenos pases que hubiera dado. Y menos a la chepa de su madre.
- Ya me has decorado la biografía. ¿Qué tengo yo que ver con esa gorda? (2)
- Que ambos derrocháis vida como manirrotos y que os habéis mojado mucho.
- Ya, pues sácame de la imprenta y devuélveme al bar.
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(1) Jean Bodin o Bodino, Método para la fácil comprensión de la historia, 1566, citado por Montaigne, Ensayos (Capítulo I: Puede lograrse el fin con distintos medios. Si lo hubiera sabido Mario), Ed. Acantilado, pág. 10.
(2) Fragmento del vídeo de Bill Viola, Océano sin orillas.
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