Suelen deambular por ámbitos mal iluminados, en una búsqueda incesante de religiones con las que atarse –a tal extremo llega su perversión- a un fundamento ancestral, legendario, olvidado. Vano empeño: esa curiosidad por lo sagrado, esa cata de absolutos, también es un juego libertino, un cosquilleo del alma, un ademán irónico. Hoy, además, incluso las religiones aburren en seguida; la misma eternidad apenas dura.
Pero vayamos al principio de esta historia, cuando unos gamberros magníficos, de temperamento expansivo, imperial, descubrieron oro, indios, pumas, cacao… Eso tuvo mucho mérito. Pero lo que aún causa admiración y espanto fue la osadía de aquéllos que, sin necesidad de salir de casa, descubrieron el propio descubrimiento. Me refiero a los que creyeron –sus motivos tendrían- que lo mejor que podía hacerse en esta vida era descubrir cosas. No importaba tanto el valor de lo descubierto como el hecho de descubrirlo; tampoco importaba que, para descubrirlas, antes había que ignorarlas. Lo que a ellos les excitaba no era saber sino investigar. En su retiro, arrastrados por una inquietud desconocida hasta entonces, hablaron del gozo de la sorpresa, del placer de lo insólito, de la alegría del vuelo. Más aún: creyeron que todo deleite, por intenso que sea, dura poco si le falta el concurso de la mudanza. Por ello identificaron la vida con el cambio y el reposo con la muerte.
Los viejos del lugar, amantes de una elegancia lenta, ática, ósea, no podían entender ese frenesí, ese rabioso desbordamiento causado –pensaron- por un predominio de la bilis negra, de la melancolía de la que se nutre toda desazón, extravagancia y genialidad. A ellos, más que descubrir, les gustaba repasar, convencidos de que todo lo que importa está dicho. A pesar de sus advertencias se difundió el morbo, que pronto recibió un nombre: modernidad.
Esta nueva y dinámica forma de gozar –hay que decirlo ya- llevaba programada su aniquilación. En un mundo acelerado tenía que cansar la incesante y repetida sucesión de novedades. Era inevitable, y hasta puede que razonable, que eso ocurriera. El deleite producido por la súbita aparición de lo nuevo sólo es posible sobre un fondo estable, si emerge de un océano de tedio. La sorpresa sólo puede ser el domingo de la existencia.
Lejos de aprender la sabia y tediosa lección, el dinamismo moderno ha vuelto a extraviarse. Si la mudanza –es su razonamiento- ha resultado ser un estado, si el futuro ya nos lo sabemos, debe intentarse el único cambio que ahora es posible. Debe reivindicarse el viejo y buen círculo, el tiempo cíclico, el espacio de los mitos. No es deseable proyectarse hacia la innovación y hacia el futuro; por el contrario, hay que quebrar esa línea tan falazmente abierta como estérilmente libre; y eso sólo puede lograrse por medio de la mirada piadosa al pasado. No conviene ir sino volver.
Así, se ha despertado en los espíritus intoxicados de ese modernismo que en su furor se ha revuelto contra sí un gusto por una antigüedad más o menos fantástica, en cuya decoración no escasean los motivos sacros. No es raro toparse con discursos a los que envuelve un aura provocativa y antigua, un coqueto manto de lejanía y hermetismo. La densidad de lo sagrado, las habitaciones simbólicas cerradas para siempre, una graciosa terribilidad del espíritu: eso está de moda (por supuesto, despojado de toda hojarasca de positividad eclesiástica, tirando más bien a un difuso neopaganismo estético).
La prodigiosa y bestial edad de los dioses ha seducido a la mirada moderna por su condición de último grito; la vieja eternidad es una chuchería cultural más, un producto del diseño espiritual más salvaje, una provocación fascinante porque produce una ilusión de ruptura con la actualidad. La huida hacia atrás, la propuesta conmemorativa, la piedad monumental, la exaltación de la memoria: todo ello ha sido la más reciente pirueta de la cultura futurista, la última innovación que el dogma del cambio ha sabido promover haciendo pasar por retorno lo que era un proyecto.
Pero la moda, ya se sabe, es efímera. Empieza a fatigar tanto espesor telúrico, tanta oscuridad sacra; cansa ya tanta lejanía.
Así que corra usted: que se acaba la eternidad
Etiquetas: Gengis Kant
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