[493] Gracias, Garven. Y una curiosidad: ¿sabía que a García Martín también le gusta, con las debidas reservas, GC? Va una reseña de El Cultural:
Uno o dos en 23 sitios y más
Agustín García Calvo
Lucina. Zamora, 2003. 116 páginas, 7 euros
Agustín García Calvo. Foto: M.R.
García Calvo gusta de arremeter quijotescamente contra el Estado, el Capital, la Realidad, la ortografía académica, las normas editoriales y otras quimeras. A medio camino entre la genialidad y ciertas peculiaridades idiosincrásicas que antiguamente se conocían como chifladura, es un escritor, y un personaje, desmesurado y fascinante.
Hombre de muy varios saberes, filósofo y lingüista, el núcleo de su obra incitante y plural se encuentra, como en el caso de Unamuno, en la poesía. Aunque comenzó a escribirla en los 40, en su época de estudiante en Salamanca, no comenzó a publicarla hasta los setenta, lo que le llevó a quedar descolgado de su generación, que es la misma que la de José Ángel Valente, Ángel González o Claudio Rodríguez.
Canciones y soliloquios titula el tomo, luego ampliado, en que recopila lo fundamental de su obra. Un puñado de nuevas canciones añade en Uno o dos en 23 sitios o más. La estructura del volumen, que no lleva índice, resulta curiosa. Aparece, en primer lugar, la colección que le da título, veintitrés canciones surgidas a lo largo de diversos viajes, generalmente por tierras españolas. Vienen luego, separados por un garabato e impresos en negrita, un poema titulado “Soliloquio con coro” y la traducción de un poema de Iris Murdoch. Termina el volumen con un “Suplemento de lírica ferroviaria”, una serie de canciones, numeradas del 84 al 105 que continúan las incluidas en Del tren (las precede un fragmento olvidado que ha de intercalarse, según indica el autor, en la página 99 de ese libro). Son los caprichos de la autoedición, que quizá desanimen a algunos lectores.
En el prólogo a Ramo de romances y baladas escribió García Calvo que el poeta, como creían los antiguos, es un “Criado de las Musas”, pero que no hay más musa que “el lenguaje común y popular, del que toda gracia mana, y que es el que habla, hasta en la poesía culta, cuando el poeta tiene el arte de quitarse de en medio un poco”. Mucho de esforzados, y a ratos hasta premiosos, ejercicios, tienen estas canciones, que no siempre consiguen levantar el vuelo (la inicial resulta especialmente cansina), pero que de vez en cuando logran esa magia popular que el autor busca, ese ser de todos y de nadie como las mejores canciones tradicionales. Algunos ejemplos memorables: la canción 5, la de la lluvia en París, la misma lluvia de hace años o siglos, indiferente a la locura breve de los hombres que sueñan que hacen historia; la número 7, la propia muerte entrevista un viernes santo en Salamanca; la número 11, que habla de un hotel en las Ramblas y de un balcón abierto; la número 22, con su tarde quieta, transparente, la cigüeña enhiesta en su torre y el tiempo por un instante detenido. Las machadianas canciones del tren no resultan menos memorables, trenes que van de Zamora a Ávila o a Medina, que cruzan la Mancha, que bordean el Miño o el Duero, que pasan una y otra vez frente a Navalgrande, que unen Palma con Sóller. El recuerdo de Antonio Machado resulta inevitable: “Corre el tren/ por sus brillantes rieles,/devorando matorrales,/alcaceles,/terraplenes, pedregales,/ olivares, caseríos,/ praderas y cardizales,/ montes y valles sombríos”. En varias de estas canciones viajeras el autor se encuentra, al volver a un lugar frecuentado hace años, con aquel que fue, esperándole: el exiliado de París, el alférez novato de Plasencia. “¿Cuándo será que pueda/librarme de este hombre,/ y que me deje/que me olvide, que siga/andando solo/y como pueda?”. El autobiográfico temblor de la elegía añade emoción a unas canciones que se quieren de todos y de nadie, desnudo regalo del ritmo y de la lengua, y que a veces, como por imprevisto milagro, nos permiten entrever lo que está más allá de las palabras.
GARCÍA MARTÍN, José Luis
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