El peligro de entender demasiado bien la libertad:
La dilatación desmesurada en el uso de aquellas palabras que han sido favorecidas con amables connotaciones parece ser una tentación a la que es difícil resistirse, con olvido de que no gana nada un término por el hecho de que se amplíe su dominio; sólo se le hincha de aire. Tal es el caso del vocablo ’libertad’, convertido en imprescindible cobertura de cualquier proyecto político. En vez de utilizar con circunspección dicho palabra, limitando su uso exclusivamente para referirse a la autonomía del ciudadano frente al estado, se procede a hacer de ella un comodín que sirve para nombrar cualquier cosa. Invocando la libertad, se defienden posiciones cuya bondad yo no me atrevería a negar pero que tienen poco que ver con la libertad.
A continuación quiero combatir dos interpretaciones de la libertad que adolecen, a mi juicio, del defecto, no necesariamente deseado por sus sostenedores, de prestarse a abusos autoritarios. En primer lugar, basándome en una interpretación poco rigurosa pero útil del pensamiento de I. Berlin, arremeteré contra la confusión entre libertad y capacidad que se produce en el concepto de la libertad para; en segundo, y sin necesidad de tergiversar al pensador de origen báltico, abordaré con malas intenciones una versión que -teniendo el mérito de no desbordar los límites del concepto negativo de libertad, la libertad de, la mera ausencia de imposiciones, o coacciones, por más que no persigamos meta alguna- pudiera dar pie, sin embargo, a eventuales desarrollos perversos.
1. Creo que se usa torcidamente el vocablo ‘libertad’ cuando se echa en falta, en las llamadas libertades formales de los regímenes democráticos, la presencia de un contenido, de algo así como el imprescindible complemento vitamínico que hiciera de ellas algo eficaz y positivo. Huelga decir que en este caso se está defendiendo algo que tiene poco que ver con la libertad. Es lo que puede verse en el radicalismo, tanto de derechas como de izquierdas, que condena el régimen democrático-liberal porque, se dice, tal régimen no apostaría por la verdadera libertad, o sea, la libertad para alcanzar unos objetivos cuya bondad sería evidente, limitándose aquel a defender una autonomía meramente negativa y estéril.
Dicha condena radical confunde la falta de libertad con la incapacidad. La fabricación de una casa sin unos mínimos conocimientos del arte constructivo provocará su inminente derrumbamiento; no por ello dicha edificación debe ser vista como el resultado de coacción alguna. El problema es de ignorancia, ineficacia, impotencia; no, de falta de libertad. El uso común y razonable de la lengua española no permite al responsable de ese fracaso arquitectónico decir que no ha sido libre de construirla porque no ha estudiado arquitectura.
En esta tergiversación de la libertad cae de bruces la sospecha que el radicalismo esgrime contra las democracias formales. De nada serviría, dicen los radicales, que esté asegurada jurídicamente la libertad de expresión si nuestro pensamiento no lo es, y no puede serlo si está sometido a las presiones brutales de la información de masas; asimismo, argumentan que las elecciones apenas tienen valor democrático, por muy limpio que fuera su procedimiento, si las conciencias de los ciudadanos han sido programadas anteriormente. Su voto no puede ser libre bajo esas condiciones de manipulación informativa. No habría, conforme a lo dicho, ni verdadera libertad ni verdadera democracia en las llamadas democracias liberales.
La réplica a esa objeción estima que la existencia de una pluralidad de empresas de información es el mejor medio para evitar una manipulación de la ciudadanía que fuera nefasta desde el punto de vista de las libertades democráticas. Por muy parciales y tendenciosos que sean los diversos agentes de la comunicación de masas, por más que cada uno de ellos esté al servicio de unos intereses particulares y oscuros, el simple hecho de que sean varios y de que se hallen en mutua competencia crea el necesario contraste informativo en el que puede enraizar la general libertad de juicio y elección.
A este argumento quizá quiera replicar el contrario que varios errores, por más que se hallen en competencia mutua, no forman una verdad. La pluralidad de las manipulaciones nos mantendría en el mismo estado de desorientación y esterilidad que la más monolítica desinformación totalitaria. El dato relevante no sería la oposición entre la unidad y la pluralidad, entre la fluida concurrencia de intereses y la rígida planificación gubernamental, sino la oposición que media entre la verdad y la falsedad.
A ello debe responderse, en la línea apuntada más arriba, que la falsedad podrá tener como efecto suyo el error, la ignorancia; pero eso tiene poco que ver con la falta de libertad. Ni la libertad debe confundirse con la capacidad, ni la ausencia de libertad, con la incapacidad.
No es esta la ocasión para defender la primacía de una u otra, de la libertad o de la potencia; baste por ahora con advertir sobre la confusión que provoca llamar a ambas cosas con la misma palabra. Elija cada uno, según su capricho, entre la libertad y la capacidad, entre la mera virtualidad formal del liberalismo y la positividad, imponente e impositiva, de la política de realidades democráticas que defiende el radicalismo; pero procure, a su vez, cada uno atenerse a su elección.
2. Más tentadora, sin duda por haber sabido atenerse a un cauteloso concepto negativo de libertad, resulta ser la estrategia teórica mediante la que se ha intentado mostrar cómo la política de la izquierda democrática viene a ser la más fiel aplicación del mejor liberalismo, al no estar afectada por la poda economicista que habría empobrecido el concepto de libertad hasta dejarlo irreconocible.
Según esta apuesta teórica, sería el socialista democrático, y no el entusiasta de la economía de mercado, quien tendría mejores títulos para merecer las simpatías liberales. El partidario de una tarea solidaria basada en la fidelidad a una noción amplia, generosa, de la libertad viene a decir que apoya una política encaminada a asegurar el bienestar general porque quiere que sus semejantes -no importa ahora a quiénes tenga por sus semejantes: los miembros de su clan, de su nación, de su civilización, de la especie humana- se libren de la miseria, de la ignorancia, de la injusticia, etcétera.
Con tal referencia a la libertad como fundamento del proyecto de solidaridad, pudiera pensarse que se había logrado esa cuadratura del círculo político que consiste en compaginar libertad e igualdad. Me temo que no se consigue tal cosa con tanta facilidad, limitándose quien así procede a alcanzar una síntesis meramente verbal entre la libertad y la igualdad.
A diferencia de la libertad precisa del liberalismo, esta imitación de la libertad es demasiado genérica. En efecto, dada una pareja cualquiera de cualidades opuestas, siempre se puede decir del poseedor de una de ellas que está libre de la contraria. Se advertirá fácilmente que ‘libre’ apenas llega a tener, en ese contexto, un significado léxico, limitándose a poseer un significado gramatical, sintáctico. Indica nada más que una negación -así, ‘estar libre de la pobreza’ significa ‘no ser pobre’; ‘estar libre de la ignorancia’, ‘no ser ignorante’-, lo que constituye un bagaje escaso para fundar en él política alguna. El problema que plantea al pensamiento político la dificultad de conciliar libertad e igualdad es un problema real, por lo que la solución debe ser real también; no basta una mera pirueta verbal.
Ciertamente, a base de adelgazar el significado de la libertad se puede convertirla en patrona de cualquier pretensión; pero no debería olvidarse que esa libertad indeterminada tiene muy poco que ver con el contenido concreto y sustantivo, por más que sea calificado de formal, que el pensamiento liberal ha atribuido a dicho término.
Si ‘librarse de la pobreza’ quiere decir ‘enriquecerse’, si ‘librarse de desdichas’ significa ‘progresar en felicidad’, si ‘librarse de la ignorancia’ no es otra cosa que ‘aumentar la dosis de sabiduría’, ¿qué necesidad hay de recurrir al término ‘libertad’, como si la lengua española no ofreciera otras posibilidades para nombrar esos objetivos tan venerables?
Es necesario fatigar menos la libertad dado que, en el contexto del lenguaje político, el abuso de la misma ha propiciado la aparición de nocivas mixtificaciones que escondían todo lo contrario de lo que mostraban. Por ejemplo, para mejor librar a los hombres del infierno, o del error, consideró la iglesia oportuno en su momento condenar el liberalismo.
Por análoga razón podría llegarse al extremo de ver en la prohibición de las libertades algo así como una política encaminada a librar a los hombres... de la libertad, lo cual no dejaría de ser una forma lógicamente correcta de hablar, pero no muy fiel a la sustancia de nuestras libertades políticas. Guárdese, a la vista de tales peligros, tan codiciada palabra para referirse a la limitación del poder público: libertad de conciencia, de comercio, de expresión, de reunión y poco más.
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