Preámbulo priápico a la Xuntanza
Lo malo —lo peor— de España es que no hay forma de que pase inadvertida. No cabe ignorarla. Se mete por las pupilas, atruena los tímpanos, hiere la sensibilidad, ofende la inteligencia. Su personalidad, qué duda cabe, es acusada. Quien llega a ella, indígena o forastero que sea, no puede mirar hacia otra parte. El país lo absorbe, lo implica, lo complica, lo incorpora a su metabolismo.
Yo lo hago a menudo. Llegar, digo. Mi patria es inconfundible. No hay en la tierra ningún otro lugar semejante. Piso su suelo y, en el acto, todo me dice dónde estoy. Es, para mí, una sensación sumamente desagradable. Siempre me entran ganas de girar sobre mis talones para emprender abierta fuga o, cuando menos, prudente retirada.
Pongamos que vengo de allá donde Cristo perdió el gorro y que llego, reventado por los controles de los puntos de embarque, las sevicias de la aeronáutica y el desbarajuste del jet lag, al aeropuerto de Barajas. Todo, en él y a partir de él, empieza a ir mal. La lógica se interrumpe. Los dislates se suceden. Nada funciona como es debido. El hombre se torna alimaña para su prójimo. La agresión sustituye a la cortesía.
Larga cola para enseñar el pasaporte a un policía displicente. Hay seis o más cabinas disponibles, pero sólo dos de ellas están ocupadas. Los titulares de las otras andarán de racaneo por la cafetería o la comisaría. Un pitillito, una cervecita.
«Ya estoy en España», me digo.
Supero el trámite, dejo atrás las ventanillas melladas y busco —jadeante, derrengado, esperanzado— un carrito en el que depositar y transportar el pesadísimo equipaje de mano. Tengo que recorrer más de cien metros para llegar a ellos. Lo que importa es joder.
Me dirijo, con apremio de la fisiología que no es menester especificar, hacia los retretes más cercanos. Una fregona cruzada en la puerta me impide el paso. Las señoras de la limpieza andan, al parecer, por entre los urinarios y el pudor las constriñe a convertir éstos, manu militari, en territorio off limits. En ningún otro lugar del mundo sucede eso. Dale vara de mando a un español, aunque sea el palo de la escoba, y la utilizará para brear al prójimo.
La cinta transportadora, entre tanto, sigue inmóvil. Tardará, lo sé, alrededor de tres cuartos de hora en dar señales de vida. Será no sólo larga la espera, como dije, sino también angustiosa, pues a nadie entre los presentes se le oculta la evidencia estadística de que en los aeropuertos españoles se pierden las maletas que es un primor.
¡Listo! Ya se pone la cinta en movimiento, ya aparecen —milagro— mis maletas, ya cruzo la aduana por su conducto verde, ya alcanzo la salida al exterior, ya —exhausto— me encamino hacia la parada de los taxis y, una vez en ella...
Perdón. Es un decir. En ella, lo que se dice en ella, aún no, porque una cola interminable, caótica, arracimada, difusa y vociferante me cierra el paso cuando todavía falta largo trecho para pisar la meta. Y su línea, la de la cola, por si todo lo expuesto fuese poco, carece de continuidad, es un Guadiana, se interrumpe, se reanuda, vuelve a interrumpirse, empieza otra vez, es un coitus interruptus, un desvivir, un dibujo surrealista, y el viajero —turulato ya, el pobre— enloquece del todo y se lanza al abordaje.
Es el súmmum, la apoteosis, la traca que pone fin a la fiesta. Más no cabe: España en estado puro.
Lo de los taxis se lleva la palma. Furia española en Amberes. Se ve y no se cree. Es portentoso, inenarrable. Una película de tiros, una merienda de cafres, un dramón, una sanferminada. Chávez ante un micrófono. Gritos, insultos, aspavientos, forcejeos, pisotones y, a veces, hasta puñetazos.
Observo —maravillado, desconcertado— la escena y llego a la conclusión de que, ahora, sí, de que ahora estoy, por fin y de verdad, en España: un callejón de incierta salida, un sacramento diabólico que imprime carácter, un hostión en el alma que deja imborrable huella, una Fuenteovejuna de la horterada y la chabacanería, un muestrario de pecados capitales, un circo de agresividad y desafueros, una gigantesca vaquería de mala leche, el reino de los pícaros, la escenificación ininterrumpida de un delito coral, individual y permanente.
Estoy ya dentro del taxi. Se sosiega poco a poco mi pulso. Ha sido homérico, pero la función sigue. El taxista se toma la libertad de interpelarme, lo hace con desenvoltura, me tutea, charlotea, increpa a un transeúnte, me cuenta su vida, la de sus hijos y la de su señora esposa, insulta al conductor de otro coche, me pone al tanto del tiempo que hace, que ha hecho y que hará, quiere saber de dónde vengo, dedica encendidos elogios a las corvas de una alienígena de aspecto sudamericano que lleva un pendiente en el ombligo y taconea sobre las rayas desteñidas de un paso de cebra, pone a parir al jefe del Gobierno y al de la oposición, me explica lo que él haría si fuese alcalde de Madrid, arregla España (en eso le doy la razón: falta hace) y extiende sus consideraciones al resto de Europa y al conjunto del globo, saca de la cajetilla un cigarrillo como quien desenfunda una pistola, le suplico que no lo encienda y entonces, desalentado por mis silencios y monosílabos, y enfurruñado por mi petición, activa bruscamente la radio y se enfrasca en la escucha de los pormenores de no sé qué partido de fútbol celebrado en no sé qué país del cuerno de África y briosamente descrito con todo detalle y a pleno pulmón por un asesino del léxico, la sintaxis, la fonética y la prosodia.
Mi reino por un colchón. Lo tengo al alcance de la mano. Enfila el coche la calle de Pez. Falta muy poco para llegar a casa. Veo, con el hastío de quien lo ha visto muchas veces, la profusa y sombría sucesión de pintadas en las paredes, de grafitos amenazadores, de proclamas anarquistas, de garabatos absurdos, de firmas de hijos de puta, y —en el suelo, en los zócalos, en los pies de las farolas— la huella de los chafarrinones dejados por la orina de la canalla y la de los mojones plantados por el culo de los perros o de quienes no lo son.
Dos yonquis, al arrimo y al abrigo de un portal descascarillado, se inyectan, tan ricamente, un buen chute de heroína, retrovirus y hepatitis. Los transeúntes y el coche de la patrulla pasan de largo. Nadie quiere líos.
Los cubos de la basura están repletos, su contenido se desborda, un nimbo de inmundicia los rodea.
Coches aparcados en segunda fila. Sus dueños están tomándose una caña, comprando hachís de alheña a un moro o morreando a un pendón en el chiscón.
Contenedores llenos de detritus que nadie se molesta en retirar.
Zanjas.
Cascajo.
Cables que penden, tubos que sobresalen, tripas de la ciudad al descubierto.
Condones y jeringuillas a la intemperie.
Los bolardos peatonales del borde de las aceras están torcidos, abollados, decapitados o arrancados. Nadie los repara ni los repone.
¿Para qué seguir? Dejémoslo.
Es Madrid. Y punto.
Me voy a la Xuntanza, en el cogollo de la Villa y Corte.
Absurdo, bien lo sé, e imposible en cualquier otro lugar del primer mundo, pero esto, amigos, es España: la selva virgen, el camarote de los hermanos Marx, Chicago años treinta, la toma de la Bastilla, un burdel, un lodazal, un país donde la gente tira lo que le sobra al suelo y adentella lo que le sale al paso, donde el ruido atruena las calles y la música de rock las tabernas y los antros de copas, donde cualquier galopín o atorrante puede defecar a sus anchas en el arroyo, donde los amos de los perros no limpian lo que sus mascotas ensucian, donde la gente tiene derecho a todo y deber de nada, donde se considera artistas urbanos a los psicópatas que pintarrajean las fachadas de los edificios nobles y que algún día, cuando crezcan, maltratarán con idéntico desparpajo y la misma impunidad a sus mujeres, donde los haraganes y los jubilados acuden cuando el sol se pone a la Puerta del Sol para divertirse con el espectáculo de los descuideros que birlan la cartera a los viandantes, donde los mendigos son dueños de las esquinas y los piratas venden su matute en cualquier parte, donde la televisión es un patio de vecindad en el que las comadres cotillean desgreñadas y se da cuartelillo, voz y coba a los mafiosos, donde los obreros de toda laya escuchan la radio y duermen la siesta en horario laboral, donde cualquier vagabundo duerme en el suelo sin que nadie le diga nada (al contrario: los municipales lo arropan maternalmente y le llevan una taza de café), donde todo es mal gusto, mamoneo, griterío y vandalismo, y donde las autoridades no se preocupan de poner un poco de orden e higiene pública ni siquiera en el centro de las ciudades.
Me cago en su santa y puta madre.
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