Bien, tenemos al matrimonio en su nuevo hogar. Se trata de una vivienda unifamilar - lo que antes denominábamos “chalet”, y, aún antes, “hotelito” -, en Mirasierra, un barrio pijo situado al borde de la ciudad de Madrid, España. Ellos son muy sociables y educados, y en seguida hacen amistad con su vecina, un mujer de la tercera edad - lo que antes denominábamos “venerable anciana”, y, aún antes, “vieja”. Ellos tienen perro, un enorme Gran Danés, Gran Danés que se mueve a sus anchas por el jardín, jardín que abona con regularidad y abundancia. Sí, es MUY GRANDE, sonríen con resignada indulgencia cada vez que alguien repite la manoseada broma de que lo suyo no es un perro, sino una vaca, un elefante, un caballo, una hormigonera. Ella también tiene un perro, al que adora, y que es su más fiel compañía; es un Yorkshire. Algunos se refieren al can como “la rata”, pero es una broma privada que no repiten en presencia de la anciana.
Ha pasado el tiempo, quizá un par de años. Un buen día, la cónyuge B del ahora dos años menos joven matrimonio descubre horrorizada que eso que lleva su Gran Danés en la boca es… ¡el Yorkshire de la vecina! El dogo, noble animal, atiende presto a la llamada de su ama y se deja quitar, con docilidad, el frágil contenido de sus fauces; ella lo toma en sus manos, el perrito está sucio de barro y babas, inerte… no hay duda: está muerto. No niego que le embarga la tristeza, pero pienso que lo que sobre todo siente ella es estupor, asombro. Su perro nunca había hecho nada igual, jamás le han visto pelearse con otro perro, y era “amigo” del Yorkshire. ¿Qué puede haber pasado? “¿Se ha escapado el perro de la vecina (sería raro, porque nunca andaba suelto por ahí: o en casa o en el jardín, pero siempre con su dueña) y se ha colado en nuestro jardín y le ha podido un remoto instinto territorial?” El cónyuge A, que en estos dos años ha engordado y parece más bien cónyuge D (ahora comprenderán por qué ella es el cónyuge B: ¡está embarazada!), al que ha puesto en seguida al corriente, coincide con ella en que no han de aparecer ellos como los causantes indirectos de tanto dolor; en que vale la pena mantener una tan buena vecindad; en que hay que mitigar en lo posible, a una mujer tan mayor, ese terrible disgusto. Traman un pequeño y piadoso engaño: limpian y peinan el cadáver, y aseadito, lo dejan subrepticiamente junto a la puerta de la casa de la vecina.Y se vuelven a su vivienda, a esperar acontecimientos.
Bien, tenemos al matrimonio en su ya no tan nuevo hogar esperando acontecimientos. Acontecimientos que no tardan en producirse: oyen un pequeño grito, un ¡Ay, Virgen de las Angustias! procedente del chalet contiguo, y se intercambian una mirada cómplice que sin palabras dice: “la rata”. Corriendo, preparando cara de sorpresa, van a ver a su vecina, a la que encuentran sentada a la puerta de su casa, visiblemente inquieta. Pero qué pasa, qué pasa, preguntan. Ella mira con distancia, con resquemor, el cadáver de su perrito, tirado en el suelo. - Salgo de casa y me lo encuentro aquí –dice señalando al animal-, como lo estáis viendo… pero es que… Ellos ensayan palabras de condolencia, frases de ánimo, pero la viejita interrumpe: - No, si no es eso; es que… No os lo vais a creer, es que … ¡AYER SE ME MURIÓ Y LO HABÍA ENTERRADO EN EL JARDÍN¡
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