Samuel Taylor Coleridge lo logró, como quien acostumbra a ello todos los días, pues su titanismo intelectual no se encontraba aún corroído por la decadencia, aunque sí por la pereza y la falta de voluntad que lo atormentó toda la vida.
Ya se conocían, él y Wordsworth, cuando en Alfoxden vieron la posibilidad de publicar un libro con poemas de los dos. Ya habían compartido el entusiasmo por los jacobinos franceses y la desilusión por la derrota que había tomado la Revolución. En sus poemas y diarios queda el registro de los años en que según dijo, se despertó la elocuencia, y él se sintió llamado a montar una comuna en Estados Unidos junto con Robert Southey y alguno más, proyecto que como tantos otros suyos, ni siquiera llegó a iniciar. Pero a mediados de 1798 en el oeste de Inglaterra, entre la colinas de Quantock, no muy lejos de Bristol, Wordsworth y él decidieron el destino de la poesía moderna británica (y aquellas dispersas por el mundo cuyas corrientes subterráneas provienen de las Islas) al ponerse a trabajar en las Baladas líricas. Buscaba simplemente costearse el viaje a Alemania, y publicaron un libro con poemas y baladas, como les gustaba diferenciar, y un pequeño prólogo que justificara la aventurilla, sin pensar que estaban revelando el fundamento poético más persistente de los últimos siglos. En el Preludio Wordsworth describe aquellos días como felices y fructíferos. Coleridge no indica lo contrario en sus diarios, aunque sí que deja claro que ambos sabían del riesgo que conllevaba una separación tan radical de los gustos poéticos del siglo XVIII. Es un momento dulce para Coleridge, ya en la cumbre, en la que tan poco duraría, casado con Sara Fricker y enamorado de Sara Hutchinson a partir 1799 -- a quien dedica los poemas a “Asra” --. Como era costumbre en él, el tiempo transcurre y él no acaba ni el prólogo ni los poemas, vagabundea por Inglaterra de Londres a Bristol, pasando por cualquiera de las casas de sus amigos, quizás porque se sabe dueño de una tremenda fuerza poética que dará sus frutos en cuanto se ponga a la tarea, como así fue.
En 1815, Coleridge, que ya se ha peleado con Wordsworth, al igual que con tantos otros, y sorprende la volatilidad e incapacidad para mantener amistades masculinas, inicia su último esfuerzo titánico, la redacción de Biographia Literaria. Una vez más necesita dinero, acaba de dejar atrás una gravísima recaído en el consumo de opio, y duda de su capacidad para esforzarse durante un período prolongado.
Le dicta a John Morgan la Biographia (en sus años felices había dictado a Asra sus artículos para The Friend). Esa escritura en parte oral confiere al libro un ambiente cálido, conversacional, de amigo que acompaña con su verborrea inteligente, errática y nunca pedante. Los estilos se van sucediendo y repitiendo según el humor de Coleridge y cubren desde la apología melancólica hasta el tono jovial de los recuerdos de juventud sin olvidar el crítico y brillante. La biografía es un recuerdo de su vida, con sus claroscuros, sus pasiones y sus caídas. Pero es sobre todo el más amargo desmentido que tuvo que hacer de su temporada con Wordsworth, en cierto sentido su maestro, en otros tantos, su compañero poético. Pero también dos veces el traidor.
Como fue frecuente en la vida de Coleridge, el plan trazado en los inicios, lo fue alterando cuantas veces lo consideró necesario conforme la obra iba creciendo. Lo que iba a ser un mero prólogo para uno de sus libros de poesía, Sibylline Leaves, terminó como el tratado de poética más grandioso de la época no sin antes haber sido una autobiografía. La escritura desorganizada, las presiones por parte del editor, los interminables días dictándolo y corrigiendo apresuradamente los manuscritos, reelaborando lo que poco antes había afirmado para negarlo, matizarlo o complementarlo, dan cuenta del entusiasmo, su último entusiasmo, que lo empujaba a continuar, y que hace del libro algo caótico, no desde luego la exposición detallada y ordenada de sus ideas que esperaríamos, sino sucesivas divagaciones al modo en que habría tenido cuando años antes paseaba solo o en compañía de Wordsworth por los lagos.
Coleridge se sintió traicionado dos veces por su amigo. La primera con ocasión de la segunda edición de las Baladas líricas en 1800. Pasaba por uno de sus frecuentes momentos de apuro económico y vio la posibilidad de un renacimiento a partir de lo que había sido un éxito literario dos años atrás. En Grasmere, residencia por entonces de William y su hermana Dorothy, Wordsworth consigue que el mismo Coleridge renuncie a publicar Christabel, y que las Baladas aparezcan firmadas solo con el nombre suyo.
Lo había utilizado como consejero, primer lector de sus poemas, inspirador de su teoría poética, para desplazarlo en cuanto dejó de servirle y empezó a molestarle. Coleridge tardó en darse cuenta de cómo su amigo lo había manejado. Es difícil hacerse una idea clara si no tenemos en cuenta la necesidad que Coleridge tenía de alguien como Wordsworth, de los paseos que compartieron por la zona de los lagos, de las confesiones poéticas, del cariño que le tomó. Pero un Gran Poeta ha de serlo a pesar de todo, y ese todo incluye quitar de en medio a quienes fueron sus amigos si es necesario. O a traicionarlos dos veces.
La segunda vez fue en Coleorton en 1807. Sara vivía allí de forma casi permanente desde que su hermana Mary había contraído matrimonio con Wordsworth. El 27 de diciembre Coleridge se enfrentó a Sara y Wordsworth. El hecho no quedó nunca bien aclarado, pero por lo que da entender Coleridge en sus diarios, encontró a los dos en la cama de Asra. Esto lo escribe varias veces a lo largo de varios años, algunos bien lejanos de aquel momento, aunque siempre bajo la sombra de la dudosa percepción de la realidad mediatizada por el opio. En esos días, Asra, Coleridge y Wordsworth mantenían unas relaciones joviales en las que el coqueteo no estaba ausente. A Wordsworth, seguro de sí mismo, aquello no le causaba ningún problema. A Coleridge, consciente de que Asra nunca sería suya ni moriría en sus brazos -- como soñó aquel otro -- y cada vez más suspicaz del éxito poético de su amigo, la intimidad y confidencias de Asra y William le debieron causar resquemores por no hablar de celos. Lo cierto es que a Wordsworth no le importó quedar una vez más por encima de su amigo, y ni siquiera se molestó en desmentir las acusaciones de Coleridge (y eso que pensaba dejarle leer el Preludio para que le hiciera las correcciones y anotaciones pertinentes.)
Propina:
Aunque no se debe hacer, y menos con una entrada tan extensa como esta, me permito el lujo de relatar otro episodio de la vida de Coleridge, esta vez la de su competencia con William Hazlitt, un mozalbete radical, genial, de pluma afilada y ácida sorna.
Hazlitt había sido amigo y en cierto sentido discípulo de Coleridge, pero terminó separándose de él. En 1810 Morgan invitó a Coleridge a que impartiera unas cuantas conferencias sobre Shakespeare y Milton en la Philosophical Institution, de reciente creación. Entre los asistentes (además de la pandilla: Morgan, Lamb, Crabb Robinson y Godwin) se encontraban Hazlitt, Humphry Davy, George Dyer o Lord Byron. Faltaron, sin embargo, Percy Bysshe Shelley y John Keats. Entre las conferencias a las que Hazlitt asistió está la famosa en que Coleridge habla de Mercutio. Pero, aburrido de tanta cháchara, pues le acusó de vago, impreciso y dubitativo, inició una sesión alternativa en el Russell Institute, muy cerca de donde Coleridge se dejaba todas las noches la piel aun a riesgo de aumentar lo que debía ser una úlcera importante. Tanto Coleridge como Hazlitt tenían informantes que les ponían al tanto de las proezas del rival. Durante una cuantas tardes, a eso de las 7:30 los londinenses fueron testigos de un combate, un duelo dialéctico, entre dos de los talentos literarios más impresionantes de la época y de la historia habría que decir, sin exagerar lo más mínimo. El gran hombre de letras, poeta reconocido alcanzable solo por unos privilegiados, con una erudición tan brutal que le excusaba de llevar escritas las intervenciones en las que se paseaba lo mismo por la poesía griega, que por la filosofía idealista alemana, por la religión y los neoplatónicos de Cambridge que por la poesía de sus contemporáneos, cuando no arremetía contra las teorías políticas de Godwin, que habían sido las suyas en toros tiempos, tuvo como competidor al jovencito imberbe pletórico, atrevido y lenguaraz, ya con pleno dominio de un estilo agresivo, punzante y sutil, de quien iba a ser el futuro sin apenas tardanza.
Incitaciones:
- Richard Holmes: Coleridge: Early Visions, 1772-1804.
- Coleridge: Darker Reflections, 1804-1834.
- William Hazlitt. The Spirit of the Age.
Etiquetas: Garven
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