El rebaño electrónico
Allá por el mes de septiembre de 1998, un tal Jonh Meriwether estuvo a punto de llevarse por delante el sistema financiero mundial, el solito. Por lo demás, sólo necesitó media docena de ordenadores y la complicidad de un par de premios Nobel de Economía para implementar su hazaña. Al final, cuando ya casi lo había conseguido, únicamente una inyección de liquidez decidida en el último segundo por la Reserva Federal y catorce de los mayores bancos privados de América evitaría la catástrofe. Gracias a eso, los 655.000 millones de pesetas que entre todos inyectaron en su fondo de inversión, el Long Term Capital Management, entraron en el Libro Guinness como "el mayor préstamo privado de todos los tiempos".
Apenas doce meses antes de aquello, en 1997, sus dos compinches, Robert Merton y Myron Scholes, habían recibido de manos del Rey de Suecia el premio "por su aportación a la manera en que los complejos instrumentos financieros denominados derivados pueden ser utilizados por los inversores globales para disminuir los riesgos". Todos creían por entonces que esa pareja de cráneos privilegiados había dado con la fórmula mágica para controlar las estampidas del rebaño electrónico. Sin embargo, cuando la crisis de la deuda rusa puso a la manada en movimiento, quedó al descubierto que el cuento matemático que habían ingeniado al alimón era poco más que una variante sofisticada del viejo truco de las tres cartas. Aquél fue un error de percepción que saldría muy caro a más de uno. Sin ir más lejos, a la Unión de Bancos Suizos le costó 125.580 millones de pesetas no descubrir a tiempo dónde escondía la sota Meriwether.
El rebaño electrónico es muy joven, apenas un lactante. Nació con el final de la Guerra Fría, la generalización de la supresión de los controles para los movimientos de capitales, y la difusión de internet. Pero crece muy, muy deprisa. Lo integran una enorme multitud de individuos privados, fondos de pensiones, bancos, fondos de inversión y compañías de seguros del mundo entero, todos conectados en red a través de las pantallas de sus ordenadores. Esa inmensa manada se alimenta en una pradera global cuyos pastos ya se extienden a lo largo de 180 países. En cuanto a su dieta, se basa en un estricto régimen integrado en proporciones iguales por acciones, bonos y divisas. Nadie se extrañe, pues, de que el rebaño sea terriblemente desconfiado y sus mil ojos oteen constantemente a los muchos depredadores que lo acechan ocultos en la maleza. Ni de que al intuir la cercanía de alguno de ellos, inevitablemente, se produzca una gran estampida. Como cuando huyó del yen a la carrera tras descubrir que el valor de mercado del terreno que ocupa el palacio imperial de Tokio equivalía al precio de toda la superficie de California. O cuando olfateó que Tailandia quería engañarlo, al vincular su moneda al dólar sin tener reservas que la garantizasen. Aquel farol tailandés lo acabaría pagando toda Asia: en apenas una semana, los pastos del continente amarillo quedaron desiertos y sus monedas, moribundas en la UVI.
El rebaño rumia información sin parar, las 24 horas del día. Y mueve mucho dinero; muchísimo, infinitamente más del que tiene. Así, por cada dólar que poseen sus miembros se las arregla para captar otros cien que no son suyos. Y es que el apalancamiento de los “hedge funds” -los fondos de alto riesgo que siempre se mueven en la cabeza del grupo- es tal que un incremento del uno por cien del valor de los activos en los que han tomado posiciones puede provocar que doblen su capital. Ese milagro de los panes y los peces ocurre desde que Soros, Meriwether y alguno más descubrieron las maravillas que se pueden conseguir utilizando los derivados y poniéndole un buen sueldo a algún tipo que sepa un poco de macroeconomía y algo de estadística.
En realidad, lograr el prodigio no resulta demasiado complicado. Para conseguirlo basta con convencer a muchos pequeños propietarios de algún activo -divisas, bonos hipotecarios, deuda pública o cualquier otra cosa con valor- para que se lo presten -a cambio de un alquiler- con la promesa de que les pagarán su precio de mercado en una fecha futura. Cuando los dueños los entregan, los “hedge funds” se apresuran a venderlos, esperando que su precio haya bajado el día que los tengan que recomprar para devolvérselos a sus genuinos propietarios. Luego, cogen su propio dinero y el que han conseguido de ese modo y lo invierten por ahí en lo que se les ocurra. La lógica del negocio es simple: si al final baja el precio de esos activos que han de devolver o sube el de los que han comprado, ganan; si pasa lo contrario, pierden. Eso es todo.
La del rebaño electrónico es una partida en la que se juega fuerte. Y más desde que entraron en escena los bonos basura. Éstos constituyen un complemento nutritivo al que la bulimia del ganado ambulante no se puede resistir desde que alguien los inventó a mediados de los ochenta. Por esa época, un grupo de jóvenes tiburones de Wall Street observó que por los rincones del parquet había un montón de compañías buscando dinero para proyectos demasiado arriesgados. Como en todos ellos el peligro de quiebra era muy alto, esas empresas emitían obligaciones por un volumen muy superior al de sus activos, retribuyéndolas con intereses también muy por encima de la media del mercado. Naturalmente, muchas de ellas fracasarían, pero algunas lograrían salir adelante. Y ésas, sin duda, generarían rentabilidades espectaculares.
Entonces fue cuando a los tiburones se les ocurrió la fórmula genial para rizar el rizo. ¿Por qué no reunir toda esa basura en un solo fondo? Si juntaban muchos riesgos distintos se podrían compensar entre sí. El resultado sería que, en conjunto, corriesen un peligro no mucho mayor que en inversiones más ortodoxas. Y con unas plusvalías bastante superiores. La manada saludó la idea con un bramido de admiración: los “hedge funds” acababan de descubrir un nuevo predio en el que soltar su abultada liquidez. Fue así empezó el más difícil todavía, el apalancamiento del apalancamiento.
George Soros practica ese deporte todos los días desde que en 1969 fundó el Quantum Fund. Y no le ha ido del todo mal. Quizás por eso nunca ha dejado de subir sus apuestas. La más fuerte la hizo en agosto de 1990, cuando decidió devaluar la libra esterlina por su cuenta. Dicho y hecho. Tras tomar prestados 15.000 millones de libras, al día siguiente se puso a venderlas a cambio de dólares de modo ostensible. Era su manera de lanzar cohetes para espantar a la manada. Al poco, cuando empezó la estampida, los 50.000 millones de dólares que el Banco de Inglaterra se gastó para intentar detenerla no servirían de nada. Finalmente, el Gobierno Jhon Major se rindió y la moneda de Su Majestad Isabel II cayó hasta un 15%, para estabilizarse luego en torno a esa nueva paridad. Al acabar la partida, Soros había tenido unos beneficios de unos mil millones de dólares. Por su parte, los británicos...empezaron a ver cómo su economía , con un cambio más razonable y tipos de interés más bajos, comenzaba a salir del túnel de la recesión. Esa vez todos salieron ganando.
Thomas Friedman, el editorialista del “New York Times” que creó la metáfora del rebaño electrónico, suele decir que "la verdad básica de la globalización es que nadie está al mando, ni George Soros, ni la CIA, ni el Banco Mundial, ni yo". Y tiene más razón que un santo de palo. A corto plazo, el tipo de cambio de una moneda frente a otra depende del nivel de los tipos de interés; si el tipo de interés americano es superior al europeo, el dólar se revaluará y viceversa. A medio plazo, el país que esté en una fase más expansiva del ciclo económico verá cómo se revalúa su divisa porque las expectativas de obtener beneficios en su bolsa son mayores que en otra parte. A largo plazo, la paridad dependerá de quién tenga un sistema productivo más eficiente, unos mercados más competitivos y una fuerza laboral con una mayor productividad. Y ahí se acaba la historia. No existe ninguna conspiración, ni ninguna maquinación de las grandes potencias en algún cenáculo secreto. A fin de cuentas, lo único que hacen Soros, Meriwether y compañía es intentar adivinar antes que los demás en qué dirección se moverán esas variables.
Bueno, en realidad, sí hay algo más. Porque también existe algo llamado “riesgo sistémico”, un efecto amplificador que ha nacido en la misma incubadora que los mercados financieros globales, y que es capaz, a partir de incidentes que en otros tiempos serían irrelevantes, de llevarnos al borde del siniestro total. La crisis asiática puso de manifiesto que la gran estampida en todas direcciones puede ocurrir, y que una quiebra del sistema financiero mundial no es impensable ahora. En su primer ensayo, una crisis en un pequeño país, Tailandia, contagió a toda la región asiática, después pasó a Rusia, más tarde provocó la quiebra del LTMC, luego llevó la histeria a Brasil, a continuación extendió el pánico financiero por toda América Latina y finalmente… se calmó.
Lo que tenemos entre manos es un sistema planetario interconectado que puede desencadenar reacciones en cadena con desenlaces imprevisibles, del tipo de los que en matemáticas estudia la teoría del caos. Aunque, si hemos de hacer caso a John Meriwether, no hay motivo alguno para preocuparse. Hace poco ha declarado que ya ha identificado el error de su última aventura: no darse cuenta de que muchos otros inversores estaban replicando la estructura de su cartera, y que el pánico de éstos acabó de hundir el precio de los valores de los que él se quería desprender durante la crisis de la deuda rusa. Con la lección bien aprendida, Johny acaba de lanzar un nuevo fondo bautizado con las iniciales de su nombre, el JWM. De momento, lleva captados 400 millones de dólares, según ha declarado a la prensa. Quién sabe, quizás ande metido ya en ese asunto de las hipotecas de alto riesgo.
00:09:01 . 12.08.07 . José García Domínguez . 1831 words . . Heterodoxias . 4 comentarios . Edit
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