- Eduardo, esto no puede seguir así.
Eduardo la miró sin entender, plegó el diario que sujetaban sus dedos, lo depositó con delicadeza sobre la mesita, a la derecha de la taza de café que acababa de consumir, y preguntó:
- ¿Qué es lo que no puede seguir así, Maite?
Ella lo miró con rabia, soltando por los ojos toda la ira contenida.
- Todo -escupió.
Eduardo pensó que aquello era mucho. Demasiado. Y quiso asegurarse:
- ¿Todo?
Maite se sentó frente a él, como si de aquella manera quisiera que la discusión se formalizara, como si la barrera de la mesita fuera el único árbitro capaz de moderar la tirantez que sus puntos de vista generaban.
- Ya no puedo vivir un día más en la misma casa que tú.
- ¿Vuelves con tu madre?
Maite reconoció que había estado agudo. En realidad nunca habían llegado a ponerse de acuerdo en nada importante; era más, ni siquiera recordaba una sola noche -de los siete meses que llevaban casados- en que la más leve conexión de ideas hubiera permitido que pasaran la vigilia en la misma cama después de la más nimia discrepancia.
- Me aburro, Eduardo. Siento decirte que discutir contigo carece de aliciente para mí.
La réplica no había estado mal -tenía que admitirlo-, aunque dado el carácter de su mujer nunca se sabía si hablaba en serio o bromeaba. Aquello, si era lo que él se figuraba, necesitaba una confirmación oficial.
- ¿Puedes ser un poco más precisa?
Ella conocía perfectamente su táctica de funcionario: todo con original y copia.
- Quiero el divorcio -le aclaró, estampando su sello en la frase.
Eduardo se levantó, dio un par de pasos hacia adelante, esquivó la mesita, siguió hasta la puerta que daba a la cocina, y regresó al punto de partida. Maite observó atentamente aquel proceder. Antes de enfadarse, su marido solía contar hasta cincuenta a la vez que aspiraba y expiraba acompasadamente sirviéndose de un ejercicio, decía, muy útil para no perder los nervios.
- ¿Qué tal la excursión? -le azuzó, sabedora de lo que llegaba a molestarle que rebajara a un simple paseo aquella técnica de la que tanto alardeaba.
- Ya hemos discutido eso -dijo, contestando a su primera pregunta.
Paradójicamente era cierto, porque esa había sido una de las polémicas más acaloradas que habían tenido que afrontar.
- Lo sé, querido. Pero está vez será definitivo. No pienso discutirlo.
- Siempre dices lo mismo antes de discutir.
- Exactamente lo mismo haces tú cuando quieres que discutamos.
Y una vez que el altercado comenzó a tomar forma, las respectivas vísceras se fueron cargando de material inflamable.
- Me das pena -dijo él mirándola de arriba abajo.
Ella le lanzó por los ojos una andanada de desprecio para contrarrestar aquella desconsideración, aunque la amplió con la frase:
- Y tú a mí risa.
¿Risa?, pensó Eduardo, ¿le daba risa? La miró como el que mira y no ve, y no le gustó lo que vio. Ciego, enajenado por el desdén que le corroía, contraatacó:
- Pues ríete de una puñetera vez. Eso es, ríete. A ver si en esa cara de palo se consigue dibujar una expresión amable. El mundo te lo agradecería, querida.
Aquello le dolió. Si algo conseguía herirla era una alusión a su carácter. Un carácter serio y tosco, según decían. A punto estuvo de derramar una lágrima, pero consiguió detenerla gracias a un hábil y repetitivo aleteo de párpados.
- Te odio. Creo que siempre te he odiado -dijo ella odiándolo un poco más todavía.
- Y yo también, querida.
- Pero yo te odio más.
- Bueno, sobre eso habría mucho que discutir.
- Yo te odio incluso cuando no estamos juntos.
- Lo mío es más fuerte, porque cuando hacemos el amor es el instante en el que más te odio.
Tampoco parecía que por aquel camino fueran a llegar a un acuerdo. Había llegado el momento de contemporizar:
- Debemos ser la primera pareja que se haya casado por odio en vez de por amor.
- O que al menos lo sepa.
Ambos se contemplaron con cautela, recelosos. Sus ojos apenas pudieron mantener sus miradas.
- Es el fin, Eduardo.
- Todo termina, Maite.
- Prométeme una cosa -le pidió ella suavizando su voz. Incluso Eduardo se sorprendió de aquel tono meloso que no recordaba haber escuchado nunca en labios de su mujer.
- Dime.
- Que no odiarás a nadie como me has odiado a mí.
- Te lo prometo, querida.
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