El conductor torció a la izquierda y dejó la primera calle de Tucumcari para llegar hasta el apeadero, rodeado restaurantes de comida rápida. Atrás habíamos dejado la autovía, una carretera cada vez más monótona y un paisaje que desertizaba por momentos y en el que iban apareciendo las primeras plataformas de tierra rojiza dispersas a lo lejos. La vegetación había cambiado y ya no era la de monte bajo ni la de las praderas del Medio Oeste. Ahora predominaban las plantas sarmentosas, de colores parduzcos o verde ceniciento, desperdigadas por la llanura. Comenzamos a ver los primeros valles erosionados, aún recubiertos de vegetación casi seca. Taludes enormes de pie estrecho se levantan en medio de la nada, solitarios y desiertos. Las alambradas señalaban las lindes de los ranchos cada vez más enormes. Los perfiles solitarios de los altos molinos de agua, con sus aspas detenidas se levantaban con periódica irregularidad durante el viaje. A media hora del motel encontramos la calle principal, la antigua Ruta 66 – cada vez más presente, aunque sea breve e intermitente –, y por fortuna hasta llegar a ella fuimos por aceras de macadám. Habíamos caminado hasta llegar a ella porque en recepción nos han advertido de que en el pueblo no había ni taxi ni autobús. Se extrañaban los pocos conductores que pasaban a nuestro lado.
La carretera se difumina hacia el este y el oeste. Un motorista se alejaba sin cesar hacia el este para volver y hundirse en el oeste. El pañuelo azul de estrellas que cubre su cabeza ondea con fuerza. Algunas personas caminan por el borde sin asfaltar de la carretera. Buscan algo o no tienen coche. Unas chicas parecen pasear pero se dirigen a un taller de reparaciones. Allí les espera un Chevy algo viejo pero puesto a punto. Los moteles se alinean a lo largo de la carretera. Todos tienen la misma estructura de casitas de una sola planta y recepción en medio. Los construyeron entre los años veinte y cuarenta cuando el tráfico de este a oeste era intenso y tanta gente abandonaba sus casas para buscar un lugar más acogedor donde hubiese negocio para todos. Algunos viajaban por necesidad, otros por gusto, porque hay algo en los estadounidenses que los impulsa a viajar, como dijo una vez John Steinbeck. Sabemos de esto por Jack Kerouac, pero cuando él, a finales de los años cincuenta se embarcó en varios viajes por los Estados Unidos, aquello ya había entrado en decadencia. Aún se mantienen los moteles, con sus luminosos en el borde de la carretera. Por el día parecen ocultarse y querer pasar desapercibidos: quizás sea el color desvaído que han ido adquiriendo como una pátina que va adornándolos mientras pierden el original. Algunas bombillas ya no lucen y otros luminosos han apagado ya su brillo para siempre, pero aún quedan varios, y todos tienen la seguridad de que siempre habrá alguno encendido, de que las luces no se apagarán para siempre mientras haya un solo viajero que decida cruzar el país en su moto o en su Ford o Chevy. Puede que el tiempo de los Pontiac, los Cadillac y los Buick haya desaparecido para siempre, pero siempre habrá otro modelo dispuesto a revivir la gran aventura por las carreteras interminables.
De entre todos los moteles destacaba el Blue Swallow. Construido en los años treinta y remozado en los sesenta, no había perdido su esencia originaria. Por las noches la gente charlaba un rato en el patio sentados en las sillas son rojas que contrastan con el azul intenso de las paredes. Más allá, o más acá, se encuentra una tienda de tatuajes que ya ha cerrado, varios bares, como el Trails West Lounge o el Lizard Lounge, decorados con madera, luminosos de cervezas y otras bebidas, mesas de billares y futbolines. En una esquina permanece la estructura vacía de lo que fue una casa de empeño. Los cristales, polvorientos, protegen lo que ahora es vacío y en un tiempo fue un negocio próspero.
Al día siguiente antes de que el calor empezara a golpear con fuerza volvimos al centro de la ciudad , que está desierto. Las calles están mal asfaltadas y ni siquiera mantienen el nivel. Las aceras aparecen y desaparecen entre hierbajos y piedras. El cine Odeon es un edificio viejo. La pintura cae descascarillada al menor golpe de viento. Hay una furgoneta roja aparcada enfrente. En letras pequeñas, también rojas, anuncian un estreno. Los escaparates de los edificios contiguos están vacíos. Un poco más allá, otro ha ardido y las lenguas de humo aún ensombrecen la fachada. Algo más adelante, un letrero mínimo anuncia un restaurante nada más torcer la esquina. Lena’s es una casa de comidas familiar regentada por una familia de mexicanos, que sirven las especialidades de su país adaptadas a los clientes del lugar. Los huevos rancheros que hemos pedidos los empapan en chile verde, la hamburguesa la sirven envuelta en una tortilla de maíz. Es un lugar al que acuden los que trabajan en las cercanías: una señora mayor oronda, varios oficinistas, tres granjeros jóvenes, una madre de raza india con su hijo que no para de observar a los jóvenes fascinado por la indumentaria de estos. Mientras comemos, entra un vaquero alto y desgarbado, flaco, que se detiene frente a la señora mayor y conversa con ella durante un rato. Luego se dirige a una mesa, se descubre la cabeza y con un movimiento ágil y elegante se sienta en el sillón de cuero sintético. Unas niñas corretean por la cocina, entran en el almacén para llevar harina, recogen las mesas, y ríen durante todo el rato. Más que trabajo, para ellas es diversión. Quizás dentro de unos años, cuando aún continúen en la misma casa de comidas y sigan sirviendo los mismos platos a la misma clientela adopten el aire adusto de su hermana mayor, o quizás de su madre.
La carretera se despliega gris e inacabable ante nosotros. A lo lejos el puente y las carreteras de servicio que alejan a los viajeros de la ciudad. El calor golpea una tierra seca y agrietada y la calima alza un velo cristalino en el horizonte. Algunos perros ladran a lo lejos, y por la carreta los pocos coches que circulan se pierden en el horizonte incierto.
En el apeadero, dentro de la mínima oficina, una anciana de carrillos algodonosos y pelo recogido en un moño nos entrega las etiquetas, escritas a mano por primera vez, que hemos de atar en las maletas. La oficina es un cuartito pequeño abarrotado de cachivaches y algunos paquetes, en el que la señora pasa las horas sin mucho trabajo. Cuando hemos entrado estaba limpiando la mesa de las manchas de pintura derramada de unos tubos. La oficina es una caseta pequeña pintada de blanco y con el cartel de la compañía de autobuses en el frontal. No hay dársena, o se confunde con los aparcamientos de otros camiones y vehículos, y un banco de hierro es el único asiento de que disponen los viajeros para esperar bajo el sol. La sala de espera es el MacDonald’s de enfrente donde esperamos una media hora antes de que llegue el autobús. Media hora después, Tucumcari era ya un recuerdo agradable, muy agradable al unirlo con lo que nos esperaba unas horas después.
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BÁRBARA AYUSO
Carlos Alberto Montaner y Silvio Rodríguez encarnan dos posturas irreconciliables en torno al castrismo. Desde el apoyo más visceral, encabezado por el cantautor, hasta la lucha por la democracia que viene desarrollando el escritor y colaborador de Libertad Digital.
Pero el salto a la actualidad internacional que ha tenido la isla tras el fallecimiento de Orlando Zapata provocó una ligera crítica a la dictadura de Silvio Rodríguez, icono de la causa "revolucionaria".
El intercambio de opiniones entre Rodríguez y Montaner comenzó por unos versos publicados en la web procastrista Kaos en la Red por el cantautor, en los que, entre otras dudas, planteaba una pregunta directa al escritor: " Si los miles de cubanos que perdimos familia en atentados de la CIA hiciéramos una carta de denuncia ¿la firmaría Carlos Alberto Montaner?".
Montaner no titubeó y recogió el guante desde Libertad Digital. "Por supuesto Silvio, yo firmaría esa denuncia", respondió. El periodista añadió que "la CIA, como todos los servicios de inteligencia, ha hecho cosas deplorables que merecen ser censuradas. Y las ha hecho el ejército norteamericano cuando maltrató cruelmente a los prisioneros. Y las sigue haciendo el Departamento de Justicia de Estados Unidos, y hasta la Corte Suprema, cuando priva a ciertos detenidos del amparo de la ley. Todo eso, incluida la pena de muerte, me parece abominable y contrario a un verdadero Estado de Derecho en el que se respeten las libertades individuales".
Como parte de un debate abierto y democráctico, el escritor le devolvió la pregunta: "Ahora, Silvio, me toca preguntarte a ti: ¿firmarías una carta en la que se denunciaran los atropellos a los presos políticos cubanos y el acoso a las Damas de Blanco? Una carta en la que mostraríamos nuestro respeto por Orlando Zapata Tamayo, Guillermo Fariñas y todo aquel dispuesto a morir defendiendo su dignidad de ser humano".
Y, para pasmo de muchos, Silvio Rodríguez respondió, aunque eludió contestar a los temas más espinosos planteados por Montaner. En ella, acusó al demócrata cubano de "diseñar una Cuba distorsionada que propagan las monstruosas cadenas" y puso sobre la mesa episodios pasados, convenientemente manipulados. Además de eludir responder a la pregunta directa expresada por Montaner – el real quid de la cuestión- , Silvio Rodríguez aseguró que sigue "con muchas más razones para creer en la Revolución que en sus detractores. Si este gobierno es tan malo ¿de dónde salió este pueblo que es tan bueno?" planteaba.
Ahora, el escritor presenta en Libertad Digital su segunda carta al cantautor. A través de una columna en este periódico responde: "¡Ay, Silvio! ¿Diseño una Cuba distorsionada? ¿Te parece poco que, desde que se instauró la revolución, hace ya más de medio siglo, el 20 por ciento de la población ha huido a bordo de cualquier cosa, pagando el intento con varios miles de muertos? ¿Son falsos los fusilamientos, los maltratos en las cárceles, los actos de repudio a quienes se atreven a criticar al régimen? ¿Es mentira la censura? ¿Recuerdas cuando apaleaban a los cubanos por quererse ir del país en aquellos 'actos de repudio', que no han cesado nunca porque hoy los organizan contra las Damas de Blanco y los demócratas de la oposición?"
Como ha destacado en su escrito a Libertad Digital, en el transfondo del asunto pervive esa negativa de Silvio Rodríguez a aceptar los abusos de la dictadura, aunque tímidamente reconozca que hacen falta "ciertos avances".
"Ojalá que me responda", asegura Montaner, "aunque Silvio no se atreve a decir en público lo que admite en privado". El escritor confiesa que desde que conoce a Rodríguez ha percibido "un cambio" y que con los años se "ha vuelto más flexible".
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