El barco es un despojo de lancha guardacostas, cedida a su retiro por los americanos en los años cuarenta, que renquea cargando cocos y guineo y vendiendo cacharros de plástico mientras se construye la carretera de la costa. La desidia del gobierno en acabar la pista asegura larga vida a la propia y el trueque de artículos marginales incluye el de las miserias de los viajeros. El pasaje lo forman poco más que un marmitón que provee todos los servicios imaginables, una odalisca retirada que los aprovecha y un cacique kuna, bautizado con pompa como Higinio Alvarado, el cual se hace acompañar por un súbdito albino para demostrar su alcurnia. Además del capitán y el sacamuelas citados, y el cantamañanas encargado de narrar la travesía. Excluidos por rango el marmitón y el albino, hacen cinco para una partida que se oficia a diario al entrar la noche, con una puntualidad tan celosa como los secretos que todos guardan.
El capitán se enroló en la ruta para curarse la manía de viajar sin tener que caer en el extremo culpable de la vida sedentaria. Ha encontrado el equilibrio perfecto en este deambular de cercanías donde puede oscilar entre una pared y otra, meciéndose entre puertos iguales sin riesgo de futuro. El doctor ejerce en el único lugar donde la fe de los pacientes puede sustituir al título que no tiene. La odalisca combina temporadas en tierra firme para cultivar la nostalgia del oficio con estancias a bordo en las que ejerce con discreción de mujer de mundo. Siempre llega tarde a la cena blandiendo como excusas frases inacabadas como “El viento…”, “La luz…”, enigmas que contribuyen a su imagen. El cacique cambia de albino cada tanto en cualquier aldea, con el pretexto de ser recordado entre los suyos y aprovechando una abundancia de esos indios blancos dictada por la endogamia entre los kuna. El cantamañanas se dedica a hacer bien lo que no debería hacerse en absoluto, esperando que se invierta su suerte. Todos comparten más las ganas de estancarse que el miedo a cualquier cambio. No huyen de nada, pues eso supondría un movimiento cuya mera evocación arruinaría un propósito firme de no hacer nada, de no parecer nada. El barco es un refugio seguro para su intento, ya que ningún pasajero puede reprochar al otro delito alguno en el pasado que él no pueda haber cometido. La sensación de libertad, como la encerrona, es perfecta.
Volvamos a la única actividad que relaciona a los pasajeros y justifica su travesía, la partida de cartas. El juego consiste en contarse vergüenzas, ni lo suficientemente grandes como para romper la confianza entre los jugadores ni tan pequeñas que sean un farol. El que pierde confiesa y quien gana juzga su veracidad. El empeño en desvelar antiguos pecados ha de soportarse con pruebas que los hagan creíbles y, por tanto, apreciados. La odalisca contó una vez que había matado a cuatro o cinco personas (dudaba de la condición humana de una de ellas) para robarles, con la complicidad de un hijo adolescente que estaba secretamente enamorado de ella. Escaparon de país en país, perdiendo el alijo y la ilusión del oficio en cada huida, sin que consiguieran capturarlos. Aportó recortes de periódico con el preceptivo se busca para probarlo y el crimen no fue juzgado severamente por sus compañeros, pues pertenecía ya a un orden de cosas ficticio, el que se jugaban a diario en la mesa. Sin embargo, hay una idea de limpieza moral en cada envite que hacen y que es descartada enseguida en ese universo aislado, pues los pasajeros no descubren escombros particulares sino los frutos de un confinamiento que quieren perfeccionar en el barco. Si cedieran a esa tentación moral la bomba del tiempo les estallaría en plena cara. Por eso, señuelos externos como los cambios de estación, cumpleaños y conmemoraciones o las fiestas religiosas que suceden en las aldeas no son motivo para desembarcar o celebrar. Sólo les interesa su territorio virgen y no confundir sus ruinas personales con banderas de conveniencia.
Ante este panorama comprenderán ustedes que tenga que retirarme como administrador de este garito para dedicarme de lleno a esas quimeras. No me gustan las despedidas, menos aún si son a la francesa, así que ha sido un placer su compañía y el tiempo transcurrido. Que, como en el barco, sucederán de otro modo.
Etiquetas: Bartleby
[131] Escrito por: Blogger caesar - 7 de abril de 2010 20:11:00 GMT+02:00
joder...el país al borde del precipicio y aquí fedeguico erre que erre.
¿pero es que no le preocupa la pensión de su padre?
¿y polanski? ¿es acaso menos pedófilo y vomitivo?
joder fedeguico...le hacía ya a estas alturas en el consejo de tlefónica cómo de paz y veo que sigue de agitador de foros y mamporrero. lástima de talento malogrado.
chau
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¡Coño, caesar! ¡Cuánto me alegro de volver a encontrarle! Por un momento pensé que era usted Álvaro el Bigotes, que llama al puticlub (donde pasaba largas horas) "la oficina", según el sumario...