Comenzaba ya a preocuparme cuando divisé al secretario general acercándose entre los transeúntes, saboreando una trufa que se había agenciado en la pastelería de la esquina.
El pleito fue largo: creo recordar que en primera instancia se desestimaron tanto las demandas de unos como las de los otros, que hubo apelación.
Fue un asunto que se demoró mucho y que me permitió contemplar los estragos del paso del tiempo sobre las organizaciones políticas. Unos malos resultados electorales acabaron con aquel secretario general. Su sustituto era un hombre mucho más joven, bien preparado, que prescindió también de su propio secretario, a quien no volvimos a ver. Se presentó el nuevo dirigente, pues, para conocer los entresijos del asunto, antes de partir a un viaje ya programado a la Unión Soviética. Este hecho me dio qué pensar: ¿acaso todo nuevo secretario general hacía esa peregrinación tras su nombramiento?
No sé qué pudo ver aquel hombre en Moscú. A su vuelta presentó su dimisión irrevocable y su relevo, hombre sumamente cordial y, o eso me pareció, más dotado para la ironía que sus antecesores, aludió vagamente a ciertos problemas psicológicos, a cierta inestabilidad mental. No dijo nada sobre si los síntomas habían aparecido tras el viaje o eran anteriores.
No hay mucho más que contar, recuerdo los interminables escritos que presentaba la otra parte, plagados de citas de Marx, de Engels, de todo aquello que pudiera servir para acreditar la naturaleza básicamente libre (pongan ustedes las risas) de toda organización marxista, que debía conllevar el reconocimiento del derecho de los escindidos a separarse de la organización.
En la víspera de la vista de la apelación, dos hombres buenos nombrados como mediadores llegaron finalmente a un acuerdo: los escindidos renunciaron al nombre, que tampoco les interesaba mantener, por otra parte, en su empeño de aparecer como la nueva vía, y tras una valoración discutida a cara de perro, las dos organizaciones se repartieron el patrimonio, que, por ora parte, era de lo que se había tratado desde el principio, tras aquel falso ropaje de citas y estatutos.
Los jueces aceptaron de buen agrado el acuerdo, que les evitaba estudiarse unos tochazos infames, y allí acabó casi todo.
Después, como casi siempre, los problemas para cobrar El nuevo secretario era un gran tipo, ya lo he dicho, pero no tenían un duro. Finalmente, hubo que tratar directamente el asunto con la gente de Madrid, que pagó tarde, mal, y, en una buena parte, con dinero de dudoso color.
No voy a ser tan exagerado como para decir que aquello me hizo un descreído, porque nunca había sido un fervoroso creyente, ni en el socialismo ni en la partitocracia, pero sí que me ayudó a comprender enseguida que en toda discrepancia de esta índole, tras la vestimenta ideológica, siempre hay cuatro o cinco locales que repartir.
La imagen que me queda es la de aquel primer secretario general de mi vida, saliendo de la pastelería relamiéndose los labios, con esa sonrisita pícara del sacerdote pillado en un pecadillo venial.
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