Una tarde coincidimos de vuelta a casa. Yo vivía a un cuarto de hora, a él le quedaban un trayecto en autobús y una buena caminata. Sus padres ya habían comprado piso en el pueblo, pero al abuelo no había quien lo sacara del caserío y su ganado y no se atrevían a dejarlo sólo en el monte.
Yo entonces no hablaba de política, fuimos una generación precoz en la materia, pero todavía no me interesaban esos asuntos. Por eso me llamaron la atención sus opiniones, tampoco nada exagerado, ya digo que era de pocas palabras. Encima que vienen de fuera, se ríen de nosotros. Estaba orgulloso de su apellido y hasta de su nombre. Se lo habían puesto por el famoso revolucionario.
En el curso siguiente nos sentamos juntos. Franco había muerto y la calle era un hervidero. Nos cupo el mérito de ser la primera promoción que apoyó una huelga en el colegio, aunque en honor a la verdad fue cosa de unos pocos: aquel chico de la UJM, que por lo que contaba más parecía que se había afiliado para follar y uno del PCE, que situado estratégicamente en la puerta nos explicó que éramos unos burgueses y que si entrábamos nos iba a dar de hostias. Un tipo muy simpático, que al correr de los años cambió de partido y fue concejal de urbanismo.
Mi compañero de pupitre no participó, se limitó a quedarse en casa por el paro en el transporte.
El bachillerato acabó y le perdí de vista. Sólo le vi en persona una vez más, uno o dos años después, una noche de sábado o de domingo, una noche desagradable, de frío y de lluvia, de camino a uno de aquéllos actos político-musicales típicos de la época. Estaba hablando con otro tipo al que no conocía y su reacción fue más bien elusiva: dejaron de hablar, como esperando a que me marchara para continuar la conversación, así que no me paré mucho: qué es de tu vida, a ver si nos vemos.
Tres años después le vi en los periódicos: detenido con otros tres o cuatro, acusados de varios atentados, incluido un asesinato. Cumplió casi veinte años, en los que yo acabé mis estudios, me casé, tuve hijos, cambié varias veces de domicilio. Lo que llamamos vivir.
El otro día leí la esquela de su padre, en una esquina del periódico. No cabía duda, los apellidos coincidían, pero él no aparecía. Era una esquela triste, más triste de lo normal. Aparecía un hijo muerto, pero no el que queda vivo. Comprobé que también su padre llevaba el nombre del famoso revolucionario.
Una mentira sin importancia, entre tanta miseria.
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