Además de condescendiente republicano, un servidor es también discretamente partidario de la descentralización, del federalismo asimétrico y de la lucha contra el alzheimer. Desde este punto de vista, resulta no menos extraordinario que sea precisamente ahora, en el momento en que Galicia, Euskadi y Cataluña están gobernadas por -pongan todos los matices que deseen- partidos no nacionalistas y el terrorismo independentista se encuentra contra las cuerdas, cuando algunos se plantean como perentoria e inaplazable otra pregunta de máximos: ¿qué vamos a hacer con el Estado de las Autonomías? Es ya vieja cuestión, de manera que lo realmente novedoso en este caso es la auto respuesta: conceder aquello que sólo una minoría, estridente en casi todos los casos y criminal en algunos de ellos, viene solicitando frente a los deseos de la mayoría.
Inclinado por tanto hacia la república federal, uno se siente en medio de esta vorágine de inquietos partidarios de la acción directa e inmediata como víctima de una inesperado e insólito sorpasso a la española. Dejando ahora a un lado a quienes se guían únicamente por la efervescencia juvenil o el más genuino de los aburrimientos, podría concluirse que los recientes antimonárquicos están lejos en realidad de pretender colarse en la fila, porque su reivindicación tiene que ver únicamente con el oportunismo político y la falta de escrúpulos. Si no he entendido mal, este apasionado fervor neo-republicano se fundamenta, básicamente, en el inexplicable hecho de que el Monarca se haya abstenido hasta ahora de promover un golpe palaciego o encabezar una revuelta militar que desaloje a Rodríguez Zapatero de la Moncloa. Es de esperar, por tanto, que la institución recupere su vieja consideración de ingrediente estabilizante, conservante y edulcorante en cuanto Esperanza Aguirre gane las elecciones generales. Insisto, no obstante, en que tal vez mi compresión de los argumentos ha sido insuficiente: no suelo escuchar la radio y acepto por consiguiente cualquier precisión en ese sentido.
Me preocupan mucho más, desde luego, los convencidos de que ha llegado el momento de solucionar ya y de una vez por todas el asunto autonómico. Estos sí me han rebasado limpiamente y a toda velocidad, aunque no sabría decir si lo han hecho por la izquierda o por la derecha ni tampoco esto parece relevante. Olo, nuestro Olo, para qué acudir a otros más celebrados pero también más lejanos -aunque al parecer también él ahora lo está bastante- y sobre todo menos dotados, se arrancaba desde este mismo speaker's corner hace un par de semanas con una especie de arrebato antiorteguiano, considerando llegado el momento de intervenir quirúrgicamente, nada menos que con el objetivo de refundar el Estado sobre una nueva constitución que reconozca el derecho a celebrar referendos vinculantes por la independencia en aquellas comunidades autónomas que así lo deseen. Añadía que esto es lo que en su opinión sería realmente democrático. Aprovecho para saludarle desde su querida patria y desearle la mayor de las venturas en su nuevo camino personal y el mayor de los fracasos como cronista político. Los jóvenes partidarios de la República Federal Española -mi amigo Ignacio y yo- gustamos de las largas sobremesas y somos contrarios al estado autonómico actual, pero lo somos aún más al reconocimiento efectivo del derecho de autodeterminación de las regiones o a fórmula alguna que implique desplazar la soberanía de su legítimo titular, el conjunto de los ciudadanos españoles, en dirección a alguno de sus subconjuntos o cualquier otra instancia.
Si unos y otros, los irascibles neo-antimonárquicos de ocasión y los exhaustos y desmoralizados neo-independentistas siguen preguntándose qué vamos a hacer, Ignacio y yo, que también desearíamos preguntárnoslo, no tendremos más remedio que pedir otra copa y otro puro y resignarnos a integrar el angustiado coro del qué va a pasar. Dándole un giro a las palabras del profesor Marías, quizá podríamos también intentar invitar a los excitables y a los derrotistas a, por una vez, no hacerse preguntas. Es sólo una idea, de modo que no se solivianten ni se me vengan abajo.
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¿Qué vamos a hacer?, ¿qué va a pasar?
No creo que se pueda hacer nada que no vaya a pasar. Y hasta ahí puedo mojarme, gibarian.