Cada época tiene su propia dialecto. En lo esencial hablamos de lo mismo. Solo nos preocupamos de cambiar la jerga. Recuerdo la primera vez que me enfrenté a un libro de Umberto Eco. Me fascinó sobre todo por su vocabulario especializado. Descubrí que con él podía acceder a mundos secretos compartidos solo por los pocos inicados. Luego caí en la narratología de G. Genette y de alguno más. ¡Ya tenía los instumentos verbales para la descripción sistemática y exhaustiva de cualquier novela! Vinieron más tarde los posestructuralistas y los poscoloniales, y junto con ellos los derridianos. Aquí, hagamos un alto, me caí del caballo, que en mi caso debía de ser mulilla de arrastre. Lo de la logorrea me recordó a aquella vez que contraje una gastroenteritis.
A partir de entonces, ¡gracias Derrida, gracias Paul de Man!, me volví al clasicismo estilístico. Clasicismo en la escritura: concisión, ligereza, ironía. El contenido me traía sin cudado pero como se le ocurriera traer su jerga propia, el libro revoloteaba por encima de mi cabeza, pasaba cerca de la lámpara y aterrizaba en el cubo del olvido.
Por aquel entonces los escritores solían utilziar el lenguaje clásico del que tanto me mofé en mi adolescencia y que ahora tanto valoro. Ha habido un cambio generacional, sin embargo, porque los novelistas de hoy también se han dado al uso de la jerga banal y fatua solo apta para iniciados. ¡Una lástima! Antes sus novelas eran mediocres pero sus escritos misceláneos se dejaban leer. Ahora ya ni eso.
Y para muestra tres botones:
La vuelta al mundo
Diario de lecturas
Ibrahím B.
Etiquetas: Garven
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