Por otra parte, lo más importante del libro, como era de esperar, es la modernidad con la que Camba habla de la política, de los españoles, del periodismo o de la gastronomía, de principios del siglo XX. Modernidad, tanto en un sentido formal como de fondo: no hemos cambiado nada.
En el libro, entre muchas otras, hay dos piezas maestras.
En la planta baja (16 de julio de 1912) es una especie de fábula en que, generalizando sin pudor, Camba nos retrata al milímetro:
“Europa es una casa de vecindad. En la planta baja viven los alemanes. Están muy bien instalados, aunque con un mal gusto ostensible. Son unos inquilinos recientes, que no tienen grandes simpatías con nadie. Trabajan mucho y ganan dinero, pero no saben vivir. Comen unas porquerías infectas. Sus criados, los poloneses, hablan mal de ellos a hurtadillas.
Al fondo, en un pabellón aislado, vive la familia inglesa. Gente un poco orgullosa; pero de muy buenas costumbres. (…) Unos dicen que se aburren mucho. Otros aseguran que se pasan la vida bebiendo. ¡Habladurías de patio de vecindad! Lo cierto es que esos ingleses son gente verdaderamente distinguida. Cuando por casualidad se tropiezan con alguno de los alemanes del piso bajo, lo miran con un desdén al que los alemanes no son completamente insensibles.
Los franceses ocupan el principal. Es gente alegre, simpática, comunicativa. (…)
-Esos franceses son muy demócratas –dice la portera.
Tienen mucho dinero, pero no lo gastan al tuntún. Nunca pierden la cabeza, por locos que parezcan.
Algunas veces los vecinos protestan contra la libertad de costumbres que reina en casa de los franceses. Sin embargo, todos ellos van de cuando en cuando a hacerles una visita, porque en casa de los franceses se pasa muy bien el rato. La comida es excelente. Las muchachas encantadoras. (…)
En el segundo viven los italianos. Su casa es verdaderamente artística. Cuadros y estatuas en todos los rincones. Se ve que esa gente ha tenido un pasado magnífico. Actualmente no les va muy bien. Se pasan el día cantando romanzas al piano, con lo que molestan mucho a la vecindad. (…)
Los españoles estamos en el desván. Vivimos entre telarañas y trastos viejos. Todos los días decimos que vamos a renovar el piso; pero no lo hacemos nunca. Nos levantamos muy tarde y tenemos una fama de vagos perfectamente justificada. Cuando alguno de nosotros va de visita al principal, o a la planta baja, o al pabellón de la familia inglesa, entra con un aire de gran señor, como si la gente que nos recibe no supiera que nuestra casa es un desván. Luego vuelve uno al desván y lo encuentra triste. A veces quiere uno ponerse a barrer las telarañas; pero los otros protestan. No tenemos una gorda. Nos morimos de hambre.
-¿Por qué no trabajan ustedes? –nos preguntan los otros vecinos.
Como si la gente de nuestra alcurnia pudiera ponerse a trabajar. ¿Por quién no habrán tomado?
(…) Los inquilinos del desván somos unos hidalgos que no envidiamos a nadie.”
En el tiempo en que Camba es corresponsal en Barcelona, escribe un artículo (La tragedia del catalán, 24 de julio de 1917) que genera una polémica que ahora nos es muy familiar:
“A todos los españoles suele indignarnos mucho el que los catalanes hablen catalán. Hay algo, sin embargo, que nos indigna más, y es el que hablen castellano. Pasamos el acento gallego, pasamos la sintaxis vascongada, lo pasamos todo, pero este dejo especial de los catalanes lo tomamos casi como una ofensa. No concebimos que pueda decirse nada espiritual con acento catalán, nada amable ni nada galante. El catalán, por razón de su acento, está incapacitado para la mayoría de las cosas en cuanto sale de Cataluña. (…)
Y lo terrible es que el catalán no logra nunca abandonar su acento. El acento es más fuerte que el hombre. (…)
El catalán, como idioma, no estaría tan desarrollado si los castellanos hubieran tenido alguna tolerancia con el acento de los catalanes. No la han tenido y los catalanes hablarán más catalán de día en día. Es más: si el catalán, como el andaluz, sólo fuese un acento, si no hubiese un vocabulario catalán y una sintaxis catalana, los catalanes tendrían que inventarlos. De otro modo, su vida sería muy triste, porque el acento catalán les incapacitaría para hablar de toros, para ir de juerga, para decir chistes y para otras cosas que les gustan mucho.”
Después de este artículo, Camba recibe una lluvia de insultos de la parte catalana. Esta es su respuesta:
“Que me llamen perro, que me llamen gato, que me llamen mirlo; pero no que me llamen hiena ni chacal. Estos son insultos para tiranos y no para corresponsales de la Prensa madrileña. Yo no tengo categoría de hiena ni de chacal. Lo confieso modestamente y, acaso con cierta tristeza.(…)
Hay algo de tartarinesco en esto de atribuirle una intención de hiena a la menor broma que se haga sobre Cataluña. En el fondo los catalanes saben muy bien que yo no soy hiena ni chacal, y si me dirigen epítetos tan formidables, no es para darme importancia a mí, sino para dársela a ellos mismos. Al senyor Esteve, allá en su fábrica de Tarrasa o aquí, en su tienda de Barcelona, entre las trencillas y los crudillos y los medapolanes, le halaga mucho el imaginarse a sí propio rodeado de fieras amenazadoras y terribles…” (Cataluña y el humorismo o una cuestión de incompatibilidad, 6 de agosto de 1917).
Camba tampoco se corta con los vascos (“yo he creído en el vascuence hasta que lo he oído hablar”) ni con los gallegos (“el gallego se va deshaciendo en el castellano, y ésta es su obra: la de enriquecer el idioma común con buena cantidad de expresiones pintorescas y de giros nuevos”). Bien, a veces se pasa, pero su análisis de los nacionalismos es impecable:
Como se ve, los españoles seguimos siendo una panda de vagos, los catalanes, unos insufribles llorones, y Camba, un articulista portentoso.
Acabo y les dejo con un párrafo tremendo:
“Ya se sabe que no son los electores quienes eligen a los candidatos, sino los candidatos quienes eligen a los electores. Después de todo, acaso deba ser así, puesto que no son los electores quienes necesitan a los candidatos, sino al contrario: los candidatos necesitan a los electores para ser diputados” (El sufragio universal, 23 de mayo de 1907).
Etiquetas: Desierto Polaco
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Un filósofo puede soltar una patochado y para defenderla montar todo un sistema filosófico.