Así que vuelvo a Experiencia y releo cómo Amis cuenta la historia: cómo su hijo pequeño le pasaba el teléfono, “papá, es para ti, es el Chacal”, cómo finalmente Barnes le envió una carta de ruptura que finalizaba con una expresión inglesa de siete letras, tres de las cuales son efes.
Pero no deja de ser puro chismorreo, así que cojo Dietario Voluble, de Vilá-Matas, en busca de algo más estrictamente literario. Lo abro al azar, pero como siempre el tipo está hablando de casualidades, de coincidencias. Habla del pánico a la primera frase. Es otra coincidencia, porque también he pensado escribir sobre primeras frases.
Habla de El extranjero: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”. Habla de Los detectives salvajes: “He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral.”
¿Todo el mundo quiere captar al lector desde la primera frase?, ¿no se puede esperar, qué sé yo, a la segunda?
Fernando Marías recuerda una escena de Wilder. Matthau pide a Lemmon que adelante la noticia, que ponga en el primer párrafo lo que ha puesto en el segundo. ¿Y qué pongo entonces en el segundo, pregunta sorprendido Jack?, a lo que Walter concluye: “El segundo párrafo no lo lee nadie”.
No sé qué pensar. Hay primeras frases, como “Llamadme Ismael”, que han pasado a la historia, probablemente, porque la obra triunfó. Habrá otras, excelentes, que sólo leyó la familia del autor. Por otra parte, la mayoría de los escritores preguntados confiesa que la primera frase del libro no fue la que primero escribió, así que todo es mentira.
Hay listas, claro: las cien mejores primeras frases, ya saben.
¿Cuáles son sus favoritas?:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento...”
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.”
“Las familias felices son todas parecidas.”
“En un lugar de La Mancha…”
Hay para todos los gustos. Si se trata de jugar y de principios de novelas, que además nunca terminan, ninguno mejor que el de Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, que comienza precisamente así: “Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero”.
El tema no me acaba de convencer, salgo a dar un paseo.
A última hora de la tarde, encuentro en una librería la última obra de Julian Barnes, Nada que temer. No es una novela: Barnes habla de la muerte, de su familia y de la religión, dice la contraportada.
Me lo tomo como una coincidencia, ni siquiera sabía que la había escrito. Por lo que puedo hojear, habla de la muerte de su padre, de la muerte de su madre. En la red compruebo que la publicó a principios de 2008, aunque aquí ha salido ahora. Su mujer, Pat Kavanagh, la ex-agente de Amis, murió en octubre de ese año. Un tumor fulminante, al parecer. Barnes escribía sobre la muerte sin saber que su mujer iba a enfermar y morir ese mismo año. Otra extraña casualidad.
Leo su comienzo y creo que se merece un hueco: “No creo en Dios, pero le echo de menos”.
Bueno, hay que terminar y mojarse, así que lo hago con dos de mis comienzos favoritos.
“Jamás me he dado tanta importancia como para sentir la tentación de contar a otros la historia de mi vida.” El mundo de ayer. Stefan Zweig.
“¿Qué hago yo aquí, preocupado por esta tontería?”. Lecciones de ilusión. Pablo d’ Ors.
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"El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en el mundo que jamás le daría por el culo". Sed de Champán, de Montero Glez. No recuerdo si empieza exactamente con esta frase, pero habría sido un buen comienzo.