Josefa, que sería fea y enferma pero era también muy cristiana, no quería vivir en pecado y aspiraba a santificar su pecaminosa relación con Romualdo casándose con él, pero Romualdo le decía una y otra vez que ya había pedido los papeles que no tenía y sin los que no le era posible matrimoniar. Pasaba el tiempo y los papeles no llegaban. Romualdo, que consiguió un trabajo en la Azucarera, ya era uno más entre tantos forasteros que se habían quedado a vivir en Los Nardos. Sólo le faltaba tener un mote y pronto lo tuvo. En la fábrica dieron en llamarle Laberinto, tal vez porque su vida era eso, un intringulado laberinto: no se sabía de donde venía, ni qué había hecho hasta entonces, ni cómo se apellidaba, ni qué edad tenía.
Un buen día Laberinto enfermó de una enfermedad sin remedio y murió en su choza ante la perplejidad de Josefa. Como la choza estaba en el término de un municipio cuya capital distaba varias leguas, al otro lado del río Grande, el cadáver de Laberinto estuvo insepulto varios días por falta de papeles y de recursos para enterrarlo en el cementerio que le pertenecía. La vida de Laberinto respondió a su mote hasta después de muerto.
Por fin salió el pobre féretro de la choza con los malolientes restos de Laberinto y, a bordo de un carro hacia el lejano cementerio que le correspondía, pasó el río en la barca de maromas para ser enterrado en la zona destinada a los pobres de solemnidad. Josefa volvió a Los Nardos donde le esperaba la choza, el heredado mote de Laberinta y la más atroz de las miserias, adobada con un tracoma ya en fase muy avanzada. Laberinta se ganó la poca vida que tenía recogiendo aceitunas después del vareo, robando limones de la finca de Las Motillas que lindaba con su choza y limosneando por Los Nardos cuando no tenía otra cosa.
El tracoma la dejó casi ciega y algunos vecinos piadosos solicitaron que le dieran los cupones. Vendiendo cupones Laberinta mejoró a ojos vista. Seguía siendo como un espantajo y mirando sin mirar, como al bies, pero se vistió con algo más de decencia y se mandó hacer una casita de ladrillo donde antes había estado la mísera choza que hiciera su difunto. La Laberinta mejoró tanto que hasta tuvo pretendientes entre los infaltables andarríos que todos los años llegaban a la zafra de Los Nardos. Debió amistar con más de uno y uno de ellos la dejó preñada sin querer. Laberinta quedó también, además de preñada, desolada. Algo tenía que hacer pero no sabía qué. Veía que un futuro negro se abría ante ella: temía, y con razón, que le quitaran los cupones si se descubría el desliz y que con ello volviera de nuevo a la miseria. Una noche de angustia se decidió. Con un pincho de atizar el fuego abrió sus entrañas y echó fuera al intruso, a aquel que, sin llamarlo, amenazaba su recién conquistado bienestar. Saltó la tapia del limonar de su vecino el señor Conde y enterró el andrajo de sus entrañas a los pies del limonero más próximo, el que derramaba sus ramas por encima de la tapia, como ofreciendo con generosidad cristiana sus frutos a los más necesitados. Pasó varios días sin salir de casa y a punto estuvo de perder no los cupones, como temía, sino la vida misma, pero milagrosamente consiguió sobrevivir gracias a la ayuda de las vecinas. Cuando mejoró, Laberinta seguía siendo igual de fea, pero pudo seguir vendiendo los cupones que le daban todos los días la suerte de vivir con cierta dignidad.
En lo sucesivo, Laberinta aprendió a tomar precauciones en sus escarceos amorosos con los andarríos, por los que, en verdad, sentía una inclinación atávica tan fuerte que no era a controlar. Dicen que murió de vieja y que fue muy querida por el vecindario, al que en varias ocasiones vendió cupones premiados.
(Este texto, acompañado de una carta anónima, lo recibí poco después de que el NJ publicara la entrada “Los limones de la Laberinta” (ver NJ del 27 de octubre de 2009). La carta no da explicaciones. ¿Querrá decir mi corresponsal que aquella entrada es pura fiction y que existió una faction? Tal vez, pero quién puede saber lo que realmente quiso decir.)
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