Era un despacho fundamentalmente mercantil, especializado en procedimientos concursales, así que no dejó de sorprender que el nuevo cliente fuera un partido político marxista.
Lógicamente, se preguntó el por qué, habiendo como había tanto abogado laboralista con conciencia de clase. La respuesta fue simple: entendían que no era una cuestión ideológica, sino puramente legal.
Era una respuesta simple y, según pude comprobar más adelante, también falsa: la verdad era que se conocían todos muy bien y no se fiaban los unos de los otros.
Sea como fuere, después de que los primeros espadas hicieron las presentaciones de rigor y establecieron los contactos oportunos, el asunto pasó a manos de los operarios de a pie.
La cosa tampoco tenía mucho misterio, el partido se estaba disgregando, la falta de poder ahuyentaba a los militantes ávidos de medrar, y finalmente había llegado la escisión. El problema era lo que llamaban estructura federal. Concebido como una federación de partidos, se daba el caso de que en cada federación había distintas mayorías y la consecuencia era que en un sitio gobernaban unos y en otro gobernaban los contrarios.
En mi tierra, mandaban los escindidos, y los que seguían afines a Madrid, por así decirlo, habían sido defenestrados, pero estaban dispuestos a dar mucha guerra. Esgrimían los Estatutos del partido y argumentaban que el Congreso que los había descabalgado era ilegal.
Frente a ellos, los nuevos mandamases hablaban de federación, de autonomía, de no sé cuantos conceptos que en definitiva se resumían en que no tenían por qué obedecer las directrices de la casa central.
El secretario general era un tipo afable, que venía siempre acompañado de otro, el secretario del secretario, decía, provisto de un gran maletín negro que yo suponía que guardaba los más preciados secretos de la vetusta organización, algún fetiche de los viejos tiempos, el antifaz que usaba Lenin para conciliar el sueño o alguna cosa por el estilo.
Con aquel maletín en ristre, el secretario seguía obediente al secretario general, siempre unos pasos detrás, haciendo a la vez de guardaespaldas, ojo avizor a los mil posibles enemigos. Todo esto eran deducciones mías, porque sólo una vez le oí pronunciar palabra.
Era la primera cita judicial: una declaración, supongo. El caso es que allí estábamos, en la principal arteria de la ciudad, el secretario general y yo, camino del juzgado, y unos pasos más atrás, el secretario del secretario, siempre vigilante.
De repente me encontré hablando solo: miré a mi alrededor y no encontré al secretario general. Era una calle concurrida, es cierto, pero no conseguía entender en qué momento había desaparecido aquel hombre. Entonces el secretario del secretario puso su mano en mi hombro y dijo gravemente: lo han secuestrado.
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Yo, como Bremaneur, también quiero hacer una entrada; en mi caso, una sola. Tengo un soneto para ella, que conste. Serían aquí mis últimos versos -verdaderos- y, además, autobiográficos. Y no vendrían mal, creo, por darle a esto un poco de variedad y, con la variedad, de aire; que adolece de enfisemismo manifiesto.