Se toman dos artesas de tal forma que casen la una con la otra y se introduce tumbado al que se desea castigar; entonces se trae la otra y se coloca de tal manera que la cabeza, las manos y los pies queden fuera y el resto del cuerpo quede cubierto; le dan de comer al condenado y, si no quiere, se le obliga aguijoneándole los ojos. Una vez que ha comido, vierten sobre su boca para que lo beba una mezcla de leche y miel y luego lo derraman sobre su cara: siempre teniendo sus ojos mirando hacia el sol, toda su cara queda cubierta por una multitud de moscas que se le acercan. El hombre hace dentro de la artesa sus necesidades, como pasa en el caso de hombres que han comido y bebido, y las lombrices y gusanos proliferan atraídos por la corrupción y la podredumbre de sus excrementos, de tal forma que al introducirse en el cuerpo del condenado, lo destruyen.
Por lo que cuentan de un tal Mitrídates, parece que dentro de la artesa se pueden vivir unos diecisiete días. Y es que, por lo que traslucen los relatos de la época, la muerte se veía como una manera bastante simple de despachar a un hombre, no se consideraba justa recompensa ¡Ah, la vara de la justicia ¿qué demonios mide?! A Artasiras, otro desgraciado súbdito de la época, 'le sobrevino esa acostumbrada desgracia que acarrea la necedad'', vamos, que enfadó mucho al rey. Receta: diez días de tortura, después se le sacan los ojos y se le vierte bronce fundido por los oídos hasta que muera. Suplicios y torturas quizás se hayan refinado a través de los tiempos, aunque algunos de ellos se mantengan, gracias a dios, en su simplicidad originaria. No sé si el de la artesa, por ejemplo, dio pie al suplicio o tortura del agua que le aplicaron a la marquesa de la ilustración, y debió chillar como una fiera, antes de que la ejecutaran. La señora marquesa de Brinvillier-La-Motte que se había puesto ciega de envenenar personas, por cosa reglamentario, hubo de pasar por esta tortura que consistía en hacer beber agua en una postura tal que así, lo que debe de hacer mucho daño.
Estas cosas tan salvajes unidas a la justicia deben venir del odio y de la ira ¿de dónde si no? Claro que antaño a quien robaba un perro le cortaban las orejas y le marcaban con un hierro candente. ¿es que querían tanto a los animales?. En todas estos castigos se muestra también la arbitrariedad, el capricho del hombre para con el castigo elegido. Y esta arbitrariedad perdura aún, como apuntaba Ferlosio ¿por qué diez, veinte, treinta o cincuenta?¿es que las penas tiene alguna relación con el crimen? Aquí me temo que quizás nos dejamos empujar por la inercia de la tradición, que como decía Mosterín el otro día 'no justifica nada'.
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