Como Felipe González entre otras figuras de la llamada izquierda española, estuve afiliado al Frente de Juventudes. Sin mi previa autorización, años más tarde, quedé inscrito en aquel bodrio que se llamó el Movimiento Nacional. En la Universidad estuve afiliado al SEU pues que, como se sabe, era obligadamente obligatorio. Fui incluso secretario del SEU de mi Facultad, la de Políticas y Económicas, entonces en el desvencijado casón de San Bernardo, junto a otros compañeros que luego han descollado más que un servidor, unos en la izquierda y otros en la derecha, como debe ser. En la Facultad que me tocó vivir había falangistas del Régimen, falangistas de Hedilla, franquistas a prueba de bomba, monárquicos tradicionalistas y borbónicos, liberales, anarquistas y comunistas de las diferentes familias. Nunca me consideré cuando entonces de izquierdas pero mi pensamiento estaba impregnado de ciertos tintes marxistas que hoy creo que eran más bien marxianos para entendernos. Ingresé en la Universidad con profundas convicciones antifranquistas y con planteamientos decididamente democráticos, republicanos y europeístas, muy próximos al modelo que años más tarde consagraría nuestra vigente Constitución. Pero no nos adelantemos.
Mi activismo hunde sus raíces en el aburrimiento que me invadió después de una larga temporada en Brasil, un país en el que profesional y personalmente viví experiencias que condicionaron mi futuro. Cuando regresé a España sentí que volvía a Europa a pesar de que años antes, cuando volvía de Europa, sentía que volvía a un país tercermundista. Estaba entonces yo desorientado tanto profesional como personalmente. ¿Qué podía hacer para salir del impasse? La respuesta la encontré cuando leí que faltaba un mes para la admisión de candidatos a las elecciones municipales que Arias Navarro, sí, el que lloró dando la gran noticia que tantos esperábamos, a la sazón alcalde del municipio de Madrid, había convocado para mediados de aquel año (1971). Sin pensarlo dos veces me dije: ¿pero es posible que haya tan poco interés por la cosa pública a estas alturas de la película? Me presento, pues, me dije. Y llamé al Ayuntamiento para saber qué había que hacer para presentar una candidatura a concejal por lo que se llamaba el Tercio de Cabezas de Familia. La respuesta que me dieron apuntaba a un procedimiento tan fácil que me animé a poner en marcha mi plan ese mismo día. Pero lo cierto es que no resultó tan fácil sino bastante complicado y hasta harto engorroso. Aun así logré cumplír los requisitos y recibí mi credencial de manos del alcalde en un acto solemne celebrado en la Casa de la Villa. No necesito explicar que en las elecciones no saqué más que un puñado de votos, los pocos que conseguí con mi proclama electoral, publicada gratuitamente en todos los medios, y en la que me limité a hacer una meditada y prudente confesión de convicciones democráticas.
En el acto de entrega de credenciales conocí al candidato que apoyaba una Asociación de Vecinos de mi distrito electoral y, al comprobar que al menos él era un candidato con los apoyos de los que yo carecía, me puse a su entera disposición con el fin de luchar contra el candidato oficial, falangista y presidente de un club de fútbol madrileño y castizo. Fue así como inicié mi activismo político en lo que entonces se llamó el movimiento ciudadano. La asociación que apoyaba a nuestro cxandidato estaba llena de gente del Movimiento Nacional, claro, pero que eran muy críticos con la inmobiliaria que había construido el barrio dormitorio en el que yo vivía con mi familia, a la que inculpaba de su precario equipamiento cívico (falta de colegios, de ambulatorio, etc.) Inmediatamente fui cooptado como vocal de la junta directiva, y pronto me signifiqué con mi participación hasta el extremo de que poco después fui propuesto para presidirla, y elegido por unanimidad, cosa que resultaba explicable más por el agotamiento de los más antiguos que por mis escasos méritos y mi nula experiencia. Me mantuve cuatro años como presidente de aquella asociación de vecinos y logré cambiar desde dentro sus monocordes obsesiones contra la inmobiliaria dándole una orientación marcadamente pedagógica en el sentido de tratar de convertir la vida asociativa en una escuela de prácticas democráticas. Pronto se expandió por el barrio que la asociación había dejado de ser un muermo franquista y de pronto todos los militantes de los partidos, obviamente clandestinos, que en el barrio había decidieron asociarse previa consigna de sus jefes de célula. La vida de la asociación se animó inmediatamente hasta límites insospechados. Las propuestas de lucha ciudadana se multiplicaron y al calor de ella se fueron perfilando los nuevos grupos de socios entre los que se encontraban los vecinos que eran militantes del PCE, del PCEi, de la ORT y de los llamados Cristianos de Base, un grupo con vagas orientaciones marxistas. Para resumir diré tan sólo que la asociación pasó de la modorra de años a la agitación de la militancia solapada contra el Régimen. Sin serlo, fui considerado casi como un militante subterráneo del PCEi y como tal fui combatido con saña por los demás grupos, sobre todo por el PCE. El momento álgido de mi presidencia aconteció cuando se puso en marcha la Comisión Mixta de Enseñanza. El nombre tenía intrigado al Ayuntamiento porque tenía aires de oficiosa. Se creó a propuesta mía y se llamó mixta porque en ella participaba la asociación de amas de casa. Su cometido no era otro que reivindicar colegios estatales y gratuitos, frase que pronto fue elevada a la categoría de eslogan de lucha. En el fragor de la lucha se decidió que había que exigir (sic) una entrevista con el ministro de educación, entonces Cruz Martínez Esteruelas. La primera fecha elegida hubo que posponerla porque, mire usted por donde, coincidió con la del atentado con bomba de la calle del Correo. El procedimiento para “exigir” la entrevista al ministro consistía en escribir un informe sobre las carencias de “colegios públicos y gratuitos del barrio” y con él en manos del presidente, es decir, en las mías, tratar de reunirse sorpresivamente en el hall del ministerio, en la calle de Alcalá, el mayor número posible de vecinos del barrio para, desde allí, exigir con hechos consumados que nos recibiera el ministro. Como llegué con cierta antelación, me dispuse a registrar el informe mientras llegaban los demás. En el Registro me dijeron que, dado que el informe estaba dirigido nominalmente a Cruz Martínez, no al ministro, debía ser presentado en su registro personal, en la primera planta. Allí me presenté y allí me pidieron que esperara en la gran sala de reuniones cercana, nada menos que en la Sala Goya, dotada de una mesa espectacularmente larga y adornada con excelentes pinturas al óleo. Entré en ella y me dispuse a esperar pensando que me llamarían enseguida para meter el informe por registro. Viendo que tardaban en llamarme me puse a dar vueltas alrededor de la gran mesa. Pero el tiempo fue pasando y no me llamaban. No sabía ya qué hacer, si seguir esperando o volver al hall de la planta baja. Imaginaba que ya habrían llegado los demás vecinos y que estarían preocupados por no saber dónde podía estar el presidente con el informe. De pronto se abrió una puerta de la sala y entró el subsecretario en persona, que no era otro que el hoy famoso progre Federico Mayor Zaragoza, y me invitó a pasar al despacho contiguo, en el que fui recibido por el mismísimo ministro, el mismo a quien queríamos forzarle, y exigirle, que nos concediera una entrevista. Enrique Villoría, uno de los concejales elegido en las mismas elecciones municipales a las que yo me presenté años atrás, entonces destacado por el Ayuntamiento de Madrid en el Ministerio de Educación, fue llamado por el ministro para que estuviera presente en la entrevista habida cuenta de que, como digo, tenía que ver con los centros escolares que no había en el barrio. La entrevista se desarrolló en un ambiente de amabilidad y cortesía realmente inesperado. El ministro recogió el informe que yo le entregué y escuchó con atención las reivindicaciones de la Comisión Mixta de Enseñanza que yo le fui desgranando. Al final, y como colofón y muestra de indudable sagacidad política y reflejos de estratega, el ministro pidió a Enrique Villoria de inmediato llamara un coche oficial para que le enseñara los solares que yo decía que había en el barrio y que eran aptos para construir “los colegios públicos y gratuitos” que necesitaba y la Comisión Mixta de Enseñanza exigía.
Cuando bajamos Villoria y yo para coger el coche el hall del ministerio estaba totalmente ocupado por mis compañeros y vecinos, los cuales estaban en un visible estado de máxima efervescencia cercana al cabreo. Traté de explicarles con precipitación y torpeza qué es lo que había pasado pero en sus rostros asomaba una ira mal disimulada porque sin duda creían que lo ocurrido era una mala jugada mía, incluso una traición a la lucha.
La visita al barrio se llevó a cabo como estaba previsto y como muestra la foto que ilustra el texto. El representante del ministro tomó nota de las sugerencias que le hicimos tanto yo como los amotinados del hall que se desplazaron al barrio y que nos rodearon en cada uno de los solares visitados. Los vecinos más politizados ya daban claras muestras, así lo pensé, de que más que la construcción de colegios públicos y gratuitos lo que realmente querían, aquí y ahora, era mi cabeza.
Y a fe que acerté. A partir de ese día se montaron numerosas reuniones en el barrio a las que asistió una enorme cantidad de vecinos encorajinados contra mi actuación. Todo se había perdido, sostenían algunos. Otros, los más agresivos, me acusaron de que yo lo tenía todo preparado y que con mi conducta había echado por tierra el éxito que podía haber conseguido la lucha vecinal. Me situaron en el centro de una amplia habitación y los que me acusaban se sentaron en círculo junto a las paredes, como en los velatorios de pueblo o como en las sesiones de la Inquisición. Las acusaciones, todas ellas gratuitas porque sólo se basaban en sospechas y apariencias, me llovieron sin compasión desde todos los puntos de la sala, hasta el extremo de que incluso a mí me sonaban a excusas las explicaciones que yo iba dando sobre lo que realmente había acontecido antes de la entrevista y en la entrevista con el ministro. Me sentí moralmente acosado hasta límites inexplicables e insoportables. Podía haberme marchado a casa sin más explicaciones, nadie ni nada me obligaba a soportar el juicio, y haber dejado sin bocado que llevarse a la boca a aquellos que me acusaban y acosaban de algo contra lo que sólo podía valer mi palabra ya que era imposible aportar pruebas. No me fui, y aguanté el chaparrón como pude, pero es obvio que el mal estaba hecho: después de aquella inflexible inquisición a la que fui sometido sin compasión yo no podía volver a creer en la izquierda. Sin embargo aun no lo sabía.
La lectura de “Comunismo y estado”, de Santiago Carrillo, me llevó poco después a tomar la decisión de afiliarme al PCE, justo el grupo al que pertenecía los más duros inquisidores que me habían acusado sin piedad meses antes. El mismo que poco después del affaire en el Ministerio había emprendido toda clase de pactos y componendas para que yo dejara de ser el presidente de la asociación, objetivo que consiguieron aunque fallaron en conseguir que el nuevo presidente fuera el responsable de la célula del PCE del barrio. Por ello tuvieron que aceptar a regañadientes que el cargo fuera ocupado por una mujer miembro de Cristianos de Base.
La vida de la célula comunista del barrio era un insoportable avispero de disidencias y luchas intestinas. Mis pretensiones, tomar partido para ser más fuerte contra los enemigos de mis convicciones políticas, quedaron frustradas con mi militancia. Después de todo, me dije, mi única salida es volver a la postura que abandoné cuando opté por la entrar en el PCE, la de ser un francotirador solitario. Y así sigo, situación que fui reforzando durante el “reinado” de Felipe González, a quien voté en varias ocasiones por falta de candidatos más de mi agrado. Después llegó, como me temía, José María Aznar, a quien tanto había despreciado por su actividad de acoso y derribo de González desde la oposición. Sorprendentemente, aquel presidente del bigote inmóvil que tan poco me gustaba consiguió gobernar en mi opinión con tino y obtener éxitos indudables. La izquierda, tanto la eco-comunista como la socialista, andaba hecha unos zorros durante aquellos años, hasta el punto de que nadie daba un chavo por ella. De pronto, cuando Aznar estaba a punto de cumplir su insólita e increíble promesa de limitar su mandato a dos legislaturas, tuvo lugar la masacre del 11-M en los trenes de cercanías de Madrid. El gobierno se aferró demasiado a la tesis de que había sido ETA mientras que la oposición, que parecía tener más datos que el propio Ministerio del Interior, apostaba por la tesis del terrorismo islámico. Cada partido optó por la tesis que más le podía favorecer. La oposición de izquierdas decidió que el gobierno Aznar era culpable sin excusas del atentado ya que este no era otra cosa que la penalización merecida por su apoyo a la invasión angloamericana de Irak. Así las cosas, llegó el día de reflexión y las calles de Madrid y de otras ciudades de España se llenaron de energúmenos izquierdosos y antisistema que acusaron a Aznar de asesino. Sabían que Aznar sería defenestrado y que Z sería P. El respeto a las reglas de juego era lo de menos. Para mí, esas algaradas de la izquierda fueron la riada que desbordó mi resistencia y las condené sin paliativos.
¿Soy hoy menos de izquierdas que cuando milité en un partido de “izquierdas”? Cada cual es muy suyo de pensar lo que quiera, pero yo les digo a quienes lo duden que antes de militar en el PCE, militando en el PCE y después de militar en el PCE defendí y sigo defendiendo lo mismo, con absoluta y plena convicción: la libertad y la democracia.
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