Me permito darles la lata de nuevo con Italia, si bien tengo la excusa de la petición expresa de un amigo. Pero no voy a ser tan cínico de decir que lo hago a disgusto. ¿Qué quieren?, me dejé una vida a medias por allí y, como todo lo que me atrapa, se me quedó para siempre. Sepan disculparme, o tómenlo como profilaxis social, como un favor anónimo o como lo que quieran, pero no se lo tomen a mal, que no lo hago para amargarles el día.
Siempre me ha parecido interesante qué poso deja en las vidas concretas lo que se relata como hechos históricos. En el fondo, cómo los actos de cada uno de nosotros inciden en el devenir conjunto y cómo éste nos vuelve a condicionar. Detrás de cada batalla y de cada régimen se agolpan millones de vidas. En unas nada dejan los sucesos públicos y en otras lo dejan todo, hasta convertirse en el propio núcleo de sus pasos por el mundo. Una guerra es un tiempo de esperanza para muchos, que se les amarga con el sufrimiento a que no se destinaban, incluso con una muerte que los descabalga para siempre. En otros, con esperanza o resignación al principio, se resume en decepción, odio, venganza, descreimiento o añoranza que justifican toda una vida, huérfana de sí mismos y cedida a la bajeza o a la redención. Incluso, por emulación, hay quienes justifican y encarrilan su apego a vivir en sucesos y actos ajenos, e incluso inexistentes, tramposamente robados al pasado. Tal es la fuente de la melancolía, que es el odio revestido de amor, la necesidad de someter la realidad al sueño del paraíso perdido que nunca existió, por incapacidad de asumir la realidad que sí existe, violenta y toscamente existe.
Il Gattopardo, la novela de Tomasi di Lampedusa, relata el tiempo de la unificación italiana en Sicilia. Desde el desembarco de Garibaldi en Marsala hasta el tiempo de la Italia ya totalmente unificada. El Príncipe de Salina entiende la necesidad de adaptarse, con pena ve su mundo desvanecerse y ser asaltado por los comerciantes liberales, concentrados en el personaje de Sedàra. Éste es un ser tosco, arribista, ajeno a todo el sentido de transmisión de la herencia histórica del tiempo borbónico, de la Sicilia eterna, que se conservaba en la repetición del sistema clasista y socialmente cerrado del Antiguo Régimen. El Príncipe es demasiado viejo ya, demasiado siciliano para poder reemerger en el nuevo mundo que se prepara, donde Sicilia dejará de ser tierra de dioses para ser una parte libre en un estado libre. Precisamente lo que desprecia, lo que considera incompatible con la esencia siciliana, y así se lo dice delicada y apasionadamente a Chevalley, el enviado piamontés que lo quiere unir a la causa del nuevo estado. Nada son los títulos civiles del nuevo estado comparados con los nobiliarios, recios y pegados a la carne y a la tierra, del mundo que se desvanece.
Sin embargo, Tancredi, el noble arruinado, sobrino del Príncipe, sí puede acceder al nuevo tiempo. Abraza la revolución garibaldina y en ella medra. Se despoja de la nobleza que le aseguraba los privilegios y accede al falso liberalismo que le procura cuanto antes tenía, arrancado a la entraña del pueblo bajo por fuerza de la costumbre y la historia, y ahora mediante el engaño votado y el vestido ciudadano. Cambiar todo para que nada cambie, esa frase magistral que explica tanto la historia contemporánea.
El juego de las dos mujeres jóvenes de la novela representa la esencia de los que decidieron vivir en un velatorio por el tiempo antiguo y quienes encontraron en el nuevo la vida placentera, la que colma el ansia de una juventud imbécil e imperecedera, ajenos a la profundidad del tiempo que viven pero siendo sus protagonistas. Concetta, la hija del príncipe, es apocada, torpe, de sentimientos profundos y reprimidos, ama intensamente y con conciencia y siente el mundo en que nació como la eternidad que debe dar trabazón a su vida. Comprende, entiende lo que sucede, pero no puede acceder al nuevo tiempo: es demasiado fea y recatada para que la ambición de Tancredi la quiera y demasiado profunda para traicionar su misma esencia y dejarse violar por la frivolidad que se le antoja cuanto ha de llegar. Angela, la hija de Sedàra, nada ha visto del mundo antiguo más que la miseria de la familia materna y el arribismo del padre comerciante, que hace de un gañán un potentado que navega entre el respeto despectivo de la nobleza a la que asalta. Mira el mundo inconscientemente, a través de unos ojos magníficos, y nada tiene que entender ni forzar, que su belleza le basta para, sin saberlo, poder asaltar los cielos antiguos. Unirse a Tancredi es colarse de rondón en la vanguardia del tiempo, hacer cabalgar su propia vida acompasada con la melodía que retumba, como para Tancredi Angela es juntar el deseo mundano con la parentela nueva que le garantizará ser un noble del tiempo por llegar.
Acaba la novela con una conversación entre Concetta y Angela, en la escalinata de entrada a la villa del Príncipe de Salina. Éste ya murió, en Nápoles, hace mucho, como Tancredi también, como todos los demás que vivieron la muda de la vida antigua a la nueva. Angela relata su fortuna en la vida por haber revoloteado de rama en rama junto a un hombre tan sagaz, hermoso y lleno de éxito como Tancredi, sin en realidad apercibirse de haber sido ejecutora de los actos del cambio, una de sus protagonistas. Para ella la ruptura no ha sucedido, siquiera sabe que ha existido. Concetta, soltera, ha vivido siempre en la villa, en nada ha participado, pero ha visto y comprendido todo. Ha asumido la conciencia de haber muerto con el mundo que la aherrojó y que muerta ha vivido, para dejar registro de lo sucedido. Sólo al final, Bendicò, el perro del Príncipe, muerto y disecado hace años, es arrojado a la basura.
Sicilia es la piedra de toque de la unidad italiana. Por ella empezó el asalto al Reino de Nápoles, ella representaba, más que ninguna otra parte de Italia, la Italia no italiana, la borbónica, la tierra salvaje ajena a civilizaciones modernas. Políticamente, era además una región llena de privilegios en su propio reino, fuera por su nula contribución al mantenimiento del estado como por la exención de participación militar de sus súbditos, que tenían además derecho a que el reino mantuviera tropas permanentemente en el territorio para su defensa. Pero más que otra cuestión, el cambio en Sicilia representaba más que en cualquier otra parte el valor revolucionario de las ideas ilustradas, donde la ley acabara con usos viciosos que condenaban a sus pobladores al subdesarrollo económico y político, junto con el deseo de la burguesía ilustrada del norte por hacer de ella parte de su mercado, territorio a explotar y puerto de comercio en el Mediterráneo.
La estrategia de los Saboya fue infame y perfecta. Mediante el acuerdo secreto de Plombières, se aseguraron el apoyo de Napoleón III en caso de ataque de Austria a sus fronteras del reino de Cerdeña. Antes, Cavour ideó la participación de los piamonteses en la guerra de Crimea, con el único objetivo de tomar relevancia internacional en Europa. Austria, que poseía el Véneto y la Lombardía, temía los arranques liberales de los Saboya, que pasaban evidentemente por la unificación italiana, ya concebida por muchos como Mazzini y explorada en las revueltas de 1848. Los piamonteses, valiéndose del apoyo secreto francés, a cambio del cual, cuando colmaran sus deseos cederían la Saboya y Niza a Francia, tentaron a los austriacos y les provocaron acumulando una enorme cantidad de tropas en la frontera lombarda. Aquellos, entre temiendo el ataque piamontés y considerando la ocasión óptima para invadir todo el norte de Italia, atacaron. Una guerra brutal y sanguinaria, con las batallas de Magenta y Solferino, dejaron Lombardía del lado piamontés. Anexionados los ducados de Parma, Mantua y Toscana, quedaba sólo el reino de Nápoles por ser asaltado. El Véneto y los estados pontificios podían esperar. En todos estos territorios, abundantemente influenciados por las ideas francesas, la idea de la unidad era la mejor acogida entre las clases ilustradas y comerciales, sin que tampoco los antiguos nobles presentaran excesiva oposición. Sólo la Iglesia se mostraba abiertamente hostil en todos ellos.
La unidad no se concebía sólo como unidad territorial en un único estado. Para ello les habría bastado con propuestas tan peregrinas como la de una Confederación Italiana cuya presidencia ostentase el Papa, pero conservando cada estado sus leyes y costumbres. La idea ilustrada de la unidad suponía unidad territorial, civil, política y económica. Sin tales condiciones, la unidad les parecía a los liberales evidentemente una bagatela sin sentido. Sin embargo, liberales y demócratas, accedieron gustosos a que la unidad se sancionase en 1861 mediante un plebiscito fraudulento. Se completó en 1870, traicionando a los franceses, entonces muy ocupados en ser invadidos por la Alemania de Bismarck, asaltando Roma. Quedó para la Primera Guerra Mundial la toma del Véneto a los austriacos, terminando por ser la Italia actual.
La cuestión cultural y lingüística estaba clara, porque se concibió como herramienta civil, no como sustancia étnica o tribal. De hecho, lo piamonteses, que hablaban y utilizaban primordialmente el francés y una versión dialectal afrancesada de un italiano paupérrimo en las clases populares de la zona del Po –hacia los Alpes se hablaba sólo francés-, decidieron tomar el italiano como la lengua civil del nuevo estado. Pero no existía un italiano único, sino que en el que todos se reconocían era en el literario, que tenía mayor difusión en la Toscana. En Lombardía se hablaba bastante español, bastante francés y algo de alemán, dependiendo de las zonas. En el Véneto, se hablaba –y aún se habla- una variante dialectal del español y mucho alemán. En Trieste se hablaba casi exclusivamente alemán. De cualquier modo, en todas las regiones había un sustrato de lengua italiana, pero tan distintas entre sí que no habría sido posible armonizarlas en una sola. La decisión de tomar el italiano clásico como herramienta política produjo el efecto de una rapidísima expansión del mismo entre las capas ilustradas y burguesas, incluso las clases populares, más afines a los liberales que a los reaccionarios, se italianizaron mucho, incluso antes de la unificación. Fue precisamente el canal por el que se hizo verdad la necesidad de Mazzini: crear los italianos tras haber creado Italia. Es un buen ejemplo, creo, de lo que podríamos denominar un nacionalismo moderno –civil y político- frente a los nacionalismos preilustrados –étnicos, tribales o intrahistóricos-.
Volviendo a Sicilia, ésta siguió un tránsito parecido a las demás regiones de Italia, si bien perviviendo en ella muchos usos sociales y políticos borbónicos, como en Nápoles. De tal asunto habla el Gattopardo, de quienes en Sicilia asumieron el modo nuevo en su propia vida frente a los que no supieron, no quisieron o no pudieron hacerlo. Es una novela magnífica, de las mejores que haya leído nunca, de las que leeré mil veces.
Pero hace poco le encontré la trampa. El Gattopardo vampiriza una novela anterior, muy anterior. Tomasi di Lampedusa provenía de una familia siciliana noble, era un profesor de literatura y un hombre refinado y culto. Salvo algunos periodos, siempre vivió en Sicilia. Cuando escribe su novela, son ya los años cincuenta del siglo XX, y las consecuencias de la unidad italiana son evidentes en las personas y en la tierra. Quienes vivieron esa transformación del mundo son sus abuelos, que lo han contado todo, mientras perviven en los usos de la gente común las tradiciones borbónicas. Lampedusa tiene cuanto necesita para escribir su diagnóstico de la vida de sus antepasados entreverados en las revueltas de la unificación, hacer épica de lo sucedido y caracterizar a quienes se arremolinan en su escrito magistralmente, cada uno portador de su entronque particular con la realidad colectiva que a todos convulsionó, fuera para vivir o para morir vivos. La obra de Lampedusa es pura literatura, si bien cercana al mundo que conoce, pero su valor testimonial está en saber extraer la misma esencia de lo que sucedió, intrincando las vidas unitarias con la vida histórica. Pero no relata su propio tiempo, el mundo que realmente conoce, sino aquél en que se ancla su melancolía: el paraíso perdido de Sicilia, soberbiamente relatado y expuesto, pero sólo es su sueño.
Quien sí relata su propio tiempo, que es el del Gattopardo, es Federico de Roberto. Nació en Catania, vivió en Nápoles un tiempo de niño, su madre era siciliana, de Catania, y su padre napolitano, oficial del ejército de Fernando II de Borbón, rey de Nápoles. El padre luchó en las batallas perdidas por los napolitanos contra los piamonteses y debió por fuerza asumir el nuevo estado. De Roberto escribió varias novelas y tuvo un cierto éxito, pero su obra quedó perdida en la segunda fila de la literatura italiana. Para más desgracia, perteneciente a la corriente del verismo, su obra fue denostada como costumbrista por los intelectuales más pujantes de la Italia del siglo XX. El omnipotente Benedetto Croce, en sus cuadernos de La Critica, lo denigró de mil maneras. La razón residía en que sus escritos se leían como una mera descripción, hasta incluso una exaltación, de la vida tradicional, como si se regodeara en el casticismo. Creo que fue un error descomunal de Croce. En eso anduvo de acuerdo con el fascismo, que también denostó a los escritores veristas, por no representar al nuevo hombre de la nueva Italia. Sin embargo, no hay nada de casticismo o de regodeo en el costumbrismo en su novela principal: I Viceré (Los Virreyes). Bien al contrario, es una fina disección de los cambios que operaron los sicilianos en sus propias vidas para poder cambiar de modo sin cambiar de posición: cambiarlo todo para que nada cambie.
En realidad, sólo Leonardo Sciascia, hará unos veinte años, fue capaz de reivindicar a de Roberto como un gran escritor, lleno de finura, y considerar I Viceré como una pieza fundamental de la literatura italiana. En realidad, la novela tiene la misma estructura que el Gattopardo, y todos los sucesos y personajes gattopardescos aparecen en su antecesora. Aquí se trata de la familia Uzeda di Francalanza, de origen español, descendiente de los virreyes de Sicilia. Los hechos y los modos de proceder de cada uno aparecen con mucha precisión, mucho mayor que en Lampedusa; la forma de mudar de cada uno o su modo de enrocarse en el pasado está ligado a actos concretos expuestos con minucia. Por el afán documental puede parecer que, en efecto, se trata de escenas costumbristas sin más intención. Pero no. Como no les voy a destrozar la lectura de la novela –escrita en un italiano muy españolizado, el que se hablaba en Sicilia-, para que juzguen, en su último párrafo, el sobrino arribista, antiguo noble devenido liberal victorioso, le espeta a la tía borbónica, que le echa en cara su mudamiento por conveniencia:
“Yo haría realmente divertirse a Su Excelencia escribiéndole toda la crónica contemporánea al estilo de los autores antiguos. Su Excelencia se daría cuenta inmediatamente de que su juicio no es preciso. No, nuestra raza no ha degenerado: es la misma de siempre.”
Pero, habiendo voluntariamente cargado las tintas, Il Gattopardo no es un plagio de I Viceré, ni mucho menos. Son dos visiones de un mismo tiempo, reconociéndose en ambas lo mismo, sin que una y otra hagan más que dejarnos, a través de Lampedusa o de de Roberto, un acta desnuda del mundo real. Por ello son grandes ambos, por ser capaces de explicar lo que existe, lo que es, y no pretender, como ahora tanto sucede, inventar una fantasía propia -ajena a toda referencia concreta- que imponer a los demás, prostituyendo el registro de la realidad colectiva y sustituyéndolo por una visión enana de almas miserables, las que no ven más que su propio paraíso hediondo y se dejan de lado el de la realidad. El paraíso violento y tosco de la realidad, tan fascinante.
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