Lo primero que sorprende en estos vinos, en los dos, es el color. La convivencia de tonos violetas y cereza es llamativa tratándose de tintos con un año de barrica. Son vinos que, por su brillante paleta, transmiten juventud, frescura, uva, campo en primavera. Al llevártelos a la nariz, empiezas a entender el porqué de esta curiosa particularidad cromática: una carga alcohólica potente y, amigos míos, la garnacha fina. Una uva como no hay otra. Con una sorprendente capacidad para potenciar los antocianos de otros varietales con los que se mezcla aquí (Cabernet Sauvignon y, sobre todo, Cariñena) y resistir la madera sin apenas cambios de tono. No es, claro está, que el vino haya pasado por la barrica pero la barrica no haya pasado por él, como se predica de algunos universitarios cafres que, sí, han pasado por la Universidad… pero la Universidad no ha pasado por ellos (o, en moderno, “ha pasado de ellos”). La barrica ha pasado, en efecto, por el vino como lo prueba su boca suave, llena de taninos maduros (los que da la buena, madura madera, en cambio de los rasposos y juveniles taninos verdes propios de las pepitas de la uva), su sabor larguísimo y su persistente lágrima glicérica. Pero no estorba. No resalta. Se adivina en vez de mostrarse. Es una madera erótica, no pornográfica. De ahí la buena puntuación de Parker, siempre atento a rechazar vinos aquejados de maderitis, patología –según él– muy común en los crianzas españoles. Cuando has dado el primer trago, es conveniente parar y respirar por la nariz. Esperar un poco. No hacer nada. Porque, en seguida, el vino vuelve. Empieza arriba de la garganta, asciende hasta parecer que quisiera colarse en la boca por la puerta trasera y acaba aposentándose, cómodamente, en la nariz. Viene de dentro hacia fuera. Y si inspiras fuerte, te responde con una nueva vaharada. Y aparece la pizarra. El esquisto. La tierra. Lo material. Casi como en medio de un rastrojo antes de una tormenta de verano. Este recuerdo térreo, común en vinos borgoñones y de la parte más alta del valle de Napa, no es propio de viñas cultivadas en zonas llanas y fuertemente calizas. Necesita silicio. Y, probablemente, magnesio. Cómo se transfiere semejante sensación a tu nariz y tu boca, es un misterio. Por eso, los vinos que lo consiguen son misteriosos. Como los Galena de los que, hoy, doy noticia.
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