porque, malgré lui, me está leyendo: va por ti soberbio ejemplar)
Lo expresó Cioran con una de sus reflexiones iluminadoras: “se pueden perdonar todos los crímenes, excepto el de ser padre”. Sus antepasados ignoraban que serían llamados criminales por un descendiente y fueron cayendo, ignorantes, en el crimen imperdonable, del cual se vale la naturaleza para perpetuar una especie que, según supo después, está formada por criminales al cincuenta por ciento.
Él, Cioran, recuerda vagamente la adusta figura de su padre, aquel ser extraño, amante de una exactitud casi kantiana, que, al irrumpir metódicamente en el mundo entrañable que fue tejiendo con su madre, dejaba en suspenso la compartida alegría natural, la cual se cortaba como la leche con el formiento cada vez que irrumpía el intruso indeseado.
Había que hacer sitio al forastero que, sin embargo, sabía imponer con su presencia sentimientos de sumisión no querida pero que la costumbre iba haciendo cada vez más llevadera. Menos mal. Desde lo rechazable asumido llegó a darse cuenta de que las apariciones de su padre en escena podían oscilar entre lo invivible a secas y el surgimiento de tensiones previas a un golpe de la venganza ciega, irrefrenable, aunque catártica y liberadora. Nunca se sintió con las agallas necesarias para dar el paso decisivo: su dubitable acción descansaba sobre bases harto movedizas y soterradas en las que sólo tenuemente podía distinguir el miedo al dominador y el paulatino despertar de sus propias apetencias de dominio.
Años más tarde comprendió que, al fin y al cabo, su padre no pudo actuar más que como lo hizo. El amor entrañable que durante sus largos siglos de infancia y de adolescencia sintió por su madre fue desentrañándose a medida que alcanzaba la plenitud y se hizo cada vez más consciente de ser depositario de una herencia sagrada: formaba parte, ahora lo veía con claridad, de ese cincuenta por ciento de la humanidad cuya misión es enseñorearse y dominar sobre el resto. Hizo un acto de introspección semiinconsciente respondiendo a las órdenes que, pregrabadas, tenía en los microcircuitos de sus genes, de los genes que marcan la conducta propia de su dinastía, y vio que estaba ya maduro para añadir un eslabón más a la imponderable cadena de los únicos crímenes que no se perdonan.
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