Una pequeña isla, a primera vista, es un buen lugar para estar a salvo de guerras y preocupaciones. Una hermosa isla griega, aún más. A primera vista. Lo cierto es, sin embargo, que los mares griegos, desde los tiempos de Homero, han visto sangrientas batallas y grandes masacres.
Pero sí, uno tiende a pensar que eso pasó hace dos mil años, y que en nuestros tiempos una isla pequeña en el Mediterráneo es un sitio idóneo para pasar desapercibido.
La isla de Leros reúne las tres características: pequeña, hermosa, griega. Uno ve las fotografías y parece un lugar paradisíaco.
Pertenece al Dodecaneso, con otro buen número de islas, islitas e islotes. La más importante, Rodas. Pertenecieron al imperio turco hasta principios del siglo veinte, en que pasaron, para desgracia de sus habitantes judíos, a manos italianas. En la SGM los alemanes se hicieron con Leros en el otoño del 43, tras derrotar a los británicos. Las demás islas griegas corrieron la misma suerte.
Fíjense que en 1943 el ejército alemán acumulaba derrota tras derrota, Hitler emitió su última alocución radiofónica por esas mismas fechas, pero sin embargo tuvieron el empeño de desembarcar en unas pequeñas islas, muy lejanas del frente continental.
Esta obstinación nazi alcanza su expresión más clara en todo lo relativo al Holocausto, palabra griega también.
La guerra estaba perdida, pero el nazismo seguía diseñando y ejecutando la “solución final”. En los lugares más recónditos de Europa censaban, agrupaban, evacuaban y finalmente exterminaban, con una dedicación y una eficacia que parecería sensato utilizar donde militarmente les hubiera sido de mayor provecho.
Los judíos griegos, especialmente la colonia de Salónica, habían sido ya deportados en el 43. Pero faltaban los de las islas y en 1944 la tranquilidad de esas personas dejó paso al horror. Algún concienzudo funcionario nazi diseñó un transporte que debía llevar a los judíos helenos desde el Pireo hasta Budapest, pasando por Salónica, Skopje y Belgrado, perfectamente enlazadas por ferrocarril. El fundamento económico del viaje estaba en aprovecharlo para enlazar con la deportación de los judíos de Hungría, demasiado demorada para el gusto de los hitlerianos.
La mayoría salieron de Rodas y Cos. Casi dos mil, la inmensa mayoría sefardíes, fueron metidos en unas infectas barcazas que los condujeron a Atenas. Algunos de los nombres delatan su ascendencia española.
Pero, como queda dicho, la burocracia nazi era eficaz. De camino al Pireo, los barcos, o uno de ellos al menos, paró en Leros. La causa era simple: en Leros, apenas cincuenta kilómetros cuadrados, había un judío. El único judío de Leros, cuyo nombre no he podido encontrar, pudo ser así llevado hasta Auschwitz.
Una pequeña y hermosa isla, que después de acabada la guerra no pudo resistirse a un destino de tragedia griega. En los años cincuenta fue utilizada como lugar de exilio forzoso, de Gulag para los comunistas griegos, y con posterioridad a la caída de los coroneles pasó nuevamente a las primeras páginas por la existencia de un sanatorio psiquiátrico cuyas condiciones fueron equiparadas a las de los campos de exterminio.
Así se cierra, por el momento, una historia de infamia que demuestra que ni el lugar más apartado puede escapar de la barbarie de nuestra especie.
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