Destaca en Lynchburg, como en todo el Sur de Virginia, su belleza natural, con esos bosques inacabables que estando yo allí empezaban a verdear un año más. La casa de mis amigos se construyó en 1836 y habrá sufrido desde entonces unas cuantas reconstrucciones. Ellos mismos la han remozado últimamente. Aunque situada en el centro de la ciudad, a unos dos minutos en automóvil del puro downtown, la casa tiene un backyard que da al bosque. De éste emana la naturaleza salvaje en todo su esplendor: ciervos, marmotas, pavos salvajes, a más de un sinfín de pájaros, son visitantes frecuentes o permanentes del backyard de mis amigos. El bosque adulto de arces y otros árboles, con un sotobosque escaso, se extiende desde allí por las orillas de una ribera difícilmente urbanizable y se funde con las grandes masas arbóreas que cubren como un mosaico natural todo el estado de Virginia y no quedan lejos. Una muestra de lo que digo está en la primera foto que ilustra estas páginas y que yo mismo tomé a un bucólico grupo de ciervas con sus crías, a poco más de cincuenta metros del mencionado backyard.
En la calle donde está la casa de mis amigos, el paisaje ciudadano, bellísimo, es un entrecruzamiento de lo urbano con lo natural y lo religioso, como muestra la segunda foto que también he tomado; en todo Lynchburg y su comarca la urbanización ajardinada se entrecruza con cañadas boscosas, de manera que no hay límites definidos entre la ciudad y el campo.
Debo decir que esta situación me ha sorprendido. No hay parangón en España, ni siquiera en Europa, salvo quizá en el caso de Holanda y en lo que se refiere solo a la avifauna. No solo en Lynchburg, sino en muchas otras partes de Norteamérica, lo natural y lo urbano se mezclan íntimamente, sin conflicto ni confusión, salvo en las metrópolis gigantescas que también existen, y aún así uno puede encontrarse espacios naturales vírgenes en las mismas puertas de aquéllas, como en el caso del Palisades Park, enclave silvestre situado a las puertas de Manhattan.
Durante mis días en Lynchburg he correteado por allí, y en uno de los centros comerciales de la dispersa área ciudadana he encontrado una inmensa librería de Barnes&Noble, a la que yo, ratón de bibliotecas, he tomado como uno de mis puntos de referencia. Allí he comprado, entre otros, un libro de John Burroughs titulado “Signs and seasons”. Burroughs fue un naturalista aficionado y escritor influyente que vivió (1831-1923) en esa interesante transición entre los S. XIX y XX. Aunque nació y se crió en el campo, trabajó durante cerca de treinta años como funcionario del Tesoro en Washington. Cumplidos los cincuenta experimentó una suerte de conversión y se retiró a una granja, desde la que además de contemplar, en un sentido casi místico, la naturaleza, escribió una docena de libros que influyeron mucho en la consolidación del movimiento conservacionista norteamericano, en su caso con una intervención decisiva en la creación de la Audubon Society. Burroughs no solo escribía muy bien, sino que era amigo de gente importante, como Walt Whitman, Teodoro Roosevelt, Henry Ford o Thomas Edison, cualidades éstas que lo hicieron ser leído y asimilado por muchos.
En sus libros alaba con entusiasmo lo natural, la vida en el campo, y critica esa idea de la ciudad como máximo exponente de la civilización. Para Burroughs, el progreso de lo civilizado debe ir más allá de lo estrictamente ciudadano y ser capaz de integrarlo con lo natural. Así pues ese progreso debe llevar, simultáneamente, a una humanización de la naturaleza y una naturalización de lo humano. Es decir, satisfacer la vieja nostalgia bíblica del mundo como Jardín del Edén, redimiéndonos definitiva¬mente del pecado de Adán.
Esto lo escribo yo ahora, después de haber leído sobre sus ideas. Pero lo que me llamó en principio la atención de su libro y desató las reflexiones que hago aquí, puede resumirse en la siguiente frase de la p. 139 de mi edición: "I have thought that a good test of civilization, perhaps one of the best, is country life. Where country life is safe and enjoyable, where many of the conveniences and appliances of the town are joined to the large freedom and large benefits of the country, a high state of civilization prevails. Is there any proper country life in Spain, in Mexico, in the South American states?" Que podría traducirse así: “Se me ocurre que un buen test de civilización, quizá el mejor, es el estado de la vida rural. Allí donde la vida en el campo es segura y agradable, donde las ventajas y comodidades de la vida ciudadana se combinan con las libertades y beneficios del campo, prevalece un estado avanzado de civilización. ¿Acaso hay una vida rural adecuada en España, Méjico o los estados sudamericanos?”
En esta frase revela Burroughs su antihispanismo, propio de una época en la que a los jóvenes EEUU le estorbaba lo que quedaba de poder imperial español, que aunque en los hechos era poco en lo cultural seguía siendo potente. Diablos, tengo que reconocerme tocado, como en un jueguecito de barcos, desagradablemente sorprendido porque esa España nuestra de las grandes catedrales y las bellísimas ciudades antiguas se queda para Burroughs en una simple etapa de transición entre lo salvaje y lo verdaderamente cultivado. Desde este punto de vista, la frase me molesta. Pero pensándolo más despacio he tenido que reconocer que tiene mucha miga y quizá una parte importante de razón.
Porque vamos a ver:
1).- Aunque es cierto que desde la Revolución Industrial llevamos viviendo siglo y medio de catetismo progresista, que premia como avanzado lo ciudadano y convierte el resto del mundo en un basurero, el conflicto entre lo natural y la urbano ha estado presente en la historia desde siempre. Un ejemplo ilustre de la rendición de un cortesano a lo rural es el “Menosprecio de Corte y Alabanza de Aldea” de nuestro Antonio de Guevara, en los lejanos 1530. Burroughs apunta más adelante en su texto otras consideraciones históricas. Así, la revolución neolítica, de agricultores y regantes, es ya ciudadana, o sea corte, pero el campo de los ganaderos nómadas, los primeros que fueron capaces de domesticar a los animales, que es ya aldea, no deja de guerrear contra aquéllos, y esta guerra les da a unos y otros vigor evolutivo. Desde los inicios de lo civilizado hay una dialéctica permanente entre la corte y la aldea, que peleando la una contra la otra se van estimulando mutuamente. Sin ir más lejos, los bárbaros hebreos, enfrentados a los sofisticados egipcios, engendrarán el monoteísmo occidental, fuente inagotable de energía ciudadana. Los bárbaros germanos terminan venciendo al sofisticado imperio romano de Occidente y lo meten en una edad media oscura, necesaria para que eclosione después el brillante Renacimiento, una eclosión que también depende de que gracias a los bárbaros guerreros árabes llega por el sur a Europa toda la antigua riqueza cultural griega, que en nuestra España cristaliza en una civilización tan refinada como la andalusí. En el mundo hispanomarroquí, ha habido siempre una contraposición entre el Bled Majzen, que es la corte de los sultanes y califas, y el Bled Siba, la aldea montañosa o desértica de los bereberes. El Siba vigoriza al Majzen cada vez que éste decae, como muestran primero los almorávides, luego los almohades y después toda una sucesión de dinastías marroquíes. Podrían ponerse muchísimos más ejemplos, pero no dispongo de espacio ni tiempo. Baste para terminar una referencia al proceso de vigorización demográfica que la vieja Europa está experimentando ahora, traído por los inmigrantes desde toda la mitad meridional de los azimutes.
2).- Donde, en el curso de los enfrentamientos anteriores, lo rural o aldeano ha estado en manifiesta inferioridad de condiciones, los resultados han sido muy distintos. En vez de vigorización, ha habido extinción de la parte más débil. Es el caso del continente americano, donde colisionan tras el Descubrimiento una cultura europea ya muy aguerrida y tecnificada con otra indígena cogida totalmente por sorpresa y muy atrasada. Aquí lo autóctono se ve sometido a un proceso de desaparición, o casi. No tanto en Sudamérica, donde los espacios son inmensos y al indígena lo protege muchas veces el alejamiento, aunque la invasión de africanos esclavos, más fuertes que los indios, llena el mundo rural americano de aldeanos nuevos. Pero sí, algunos siglos más tarde, en Norteamérica, donde los indios de praderas y desiertos son prácticamente exterminados, en un proceso que para la cultura norteamericana contemporánea, la de las películas del Far West, tiene mucho de epopeya, porque supone sustituir al indio culturalmente irrecuperable por el colono que puede establecer nexos culturales sólidos entre campo y ciudad. También en la Argentina del general Roca, que nacionaliza la Patagonia, tierra de nadie, a costa de un exterminio que termina integrando a los supervivientes de aquellos indios bravos en la cultura gaucha, una variante rural de la española de las ciudades.
3).- El caso es que todos estos enfrentamientos y colisiones siguen rabiosamente vivos, formando como siempre el entramado básico de la historia. Hoy nos encontramos ante una situación del mayor interés, la de la crisis de los ecosistemas globales, decisiva en cuanto a definir la trayectoria futura de este nuestro planeta. En lo que se refiere a cómo hacerlo, estoy de acuerdo con los planteamientos básicos de Burroughs: la única solución para un final feliz de este mundo nuestro tan atormentado desde hace varios siglos, es una integración suave, justa e inteligente, entre la corte y la aldea, es decir: entre lo agrícola y lo silvestre, lo ciudadano y lo rural, lo contaminante y lo depurador, lo humano y lo animal y vegetal, lo rico y lo pobre, el océano y la tierra, lo septentrional y lo meridional, lo occidental y lo oriental, etc. En definitiva, una vez que nuestro mundo se nos ha quedado pequeño, una vez que desde nuestros satélites y nuestra ciencia somos capaces de verle descaradamente todos sus culos, de lo que se trata es de convertirlo definitivamente en un jardín, pero no constreñido por la geometría como un jardín francés, sino sutilmente silvestre como uno inglés, en el que todos los que palpitemos allí, con hojas, plumas, pezuñas o neocortezas, tengamos cabida digna y futuro asegurado. Vamos, hablando en plata, de lo que se trata es de conseguir la culminación de este mundo nuestro en el mítico jardín del Edén. ¿Nos dejarán hacerlo todos esos talibanes fundamentalistas que andan sueltos, algunos de los cuales creen en Dios y otros rotundamente no, o proclamarán, haciéndonos callar, que esta aspiración nuestra es, además de una tontería, un pecado imperdonable de soberbia?
P.S.: Durante mi estancia en Lynchburg he podido comprar mi primer lector de libros electrónicos, el Sony PRS-505, difícil de encontrar en España. Hasta ahora mi experiencia es muy positiva. Ligero de peso y tamaño, trabajando con luz natural reflejada, que no cansa, me permite leer, además de libros electrónicos editados ad hoc, toda clase de documentos en .pdf y otros formatos. Creo que en pocos años este tipo de lectores habrá ganado mucho mercado. También que, como tantos otros inventos ligados a Internet, será revolucionario, en cuanto a que cambiará nuestra forma de leer y hasta de escribir libros.
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