SOBRE BAKUNIN, en "El derrumbe de la República", de Pío Moa:
Pero tampoco le faltan contradicciones al antiautoritarismo de Bakunin. Dado que sus ideas liberadoras no acababan de convencer a los desheredados, para empujarlos a la acción propugnó casi obsesivamente las sociedades secretas, gobernadas con obediencia ciega y rígida jerarquía. En países de libertades como los eurooccidentales -de cuya tolerancia y garantías hacían amplio uso los revolucionarios-, una sociedad secreta no podía tener otro fin que el de manipular a las masas. Y a eso aspiraba, en efecto, el profeta anarquista, para lo cual fundó una "Alianza de la Democracia Social", con vocación de orientar a la Internacional desde las sombras. Por supuesto, Marx la torpedeó, interpretándola, según comunicó a su amigo Engels, como un intento del ruso de convertirse en "dictador de los trabajadores europeos. Que ande con cuidado si no quiere verse excomulgado oficialmente". Aun pensó el ácrata formar círculos más secretos, que manejasen a los anteriores.
También suscitaba irritación y desprecio en Marx la, en su opinión, estólida y caprichosa teorización anarquista. Ya de joven había atacado a utópicos como W. Weitling: "Excitar a la gente sin firmes ni bien fundadas razones sería simplemente engañarla. Despertar fantásticas esperanzas (…) equivalía al vano y deshonesto juego de la prédica, que suponía, de un lado, al profeta inspirado y del otro a asnos boquiabiertos" (2).
No apreciaba el papel concedido por Bakunin a la ética, equiparada por éste con la economía en cuanto a relevancia social. El pensamiento del ruso descansaba en el supuesto de una natural bondad humana. Sólo el estado y la teología -afirmaba- creían al hombre esencialmente perverso; él opinaba que eran precisamente la religión y la autoridad quienes lo pervertían. De ahí su radical ateísmo y antiestatismo, y la fe en que la abolición de la religión y el estado ("ni Dios ni amo") aportaría una sociedad feliz y "natural". Para Marx, concepciones tales no permitían explicar ni entender la historia, sino sólo juzgarla -como un cúmulo de horrores causados por el mal estatal y religioso- a partir de un moralismo abstracto, intemporal y en el fondo vacuo. Sin contar el absurdo de suponer al hombre bueno por naturaleza y capaz, al mismo tiempo, de crear y perpetuar males tan absolutos como la religión y el estado.
El judeo-alemán trabajó, desde luego, por explicar la historia, cuyo sentido encontró en la lucha de clases. Una clase explotaba a otras y las dominaba por medio de un aparato estatal, hasta que la dinámica de la contienda clasista y el cambio económico originaban un sistema de explotación nuevo. Así, el sistema esclavista había dado paso al feudal, y éste al burgués. La explotación y la opresión propias de esas sociedades no constituían un problema moral, sino económico: dependían del desarrollo de las fuerzas productivas. De modo que si Espartaco, por ejemplo, hubiese vencido a las legiones romanas, no habría podido establecer una sociedad sin explotación, por mucho que lo deseara, sino que habría reproducido inevitablemente la esclavitud. Esa triste necesidad solo desaparecía con el sistema capitalista, productor de un desarrollo material gigantesco, el cual hacía posible, por primera vez en la historia, una sociedad de abundancia generalizada, sin clases ni explotación. Para acceder a ese paraíso, el obstáculo era la propia burguesía, encastillada en sus privilegios y que al tiempo que multiplicaba la riqueza esterilizaba sus efectos al provocar, por la dinámica de la explotación, la depauperación de los obreros, los estragos de las crisis, la ruina de la pequeña propiedad, etc.
El esquema de Marx poseía, desde luego, más nervio teórico que las declamaciones bakuninistas. En él poco pintaba la moral, concebida como un subproducto de la sociedad de clases. Cada sistema construía su propia moralidad, al igual que sus instituciones, normas de derecho e ideas políticas, destinadas todas a desaparecer con el sistema económico que las sustentaba. El moralismo ácrata, con sus pretensiones de universalidad, no podía representar otra cosa que una versión banalizada de la moral cristiana, o una idealización de los anhelos pequeñoburgueses. Los marxistas solían tipificar al anarquismo como expresión de la furia desesperada del pequeño propietario arruinado y proletarizado por el gran capital.
Lo mismo valía para la religión. Los marxistas proclamaban el "ateísmo militante", pero no en el mismo plano que los ácratas, los cuales se definían "en política, anarquistas, en economía, colectivistas, en religión, ateos". Eso, para Marx, no pasaba de confusionismo y estulticia. Igual que el papel otorgado por los bakuninianos a la personalidad individual: la frase "el hombre lo es todo", exhibiría el "individualismo pequeñoburgués" (en los marxistas el "todo" son las masas, y el partido). Ello no impedía a Bakunin propugnar un tipo de revolucionario capaz de renunciar al interés, sentimiento o propiedad personales, y hasta a un nombre propio.
Otro rasgo ácrata ha sido la afición a las frases sugestivas, de ingenio en general verbalista: "Paz a los hombres y guerra a las instituciones", "la anarquía es la más alta expresión del orden", la rabelesiana "prohibido prohibir"*, la procedente del surrealismo "sed realistas, pedid lo imposible"; la descriptiva "nuestros sueños son vuestras pesadillas". Etc.
*Pude presenciar un curioso incidente en una celebración anarquista del 1 de mayo, hacia 1979 o 1980, en el barrio madrileño de Tetuán. Un grupo de mujeres llevaba una pancarta en que proclamaba la militancia de las "putas, lesbianas" y similares. Un obrero mayor, enfadado, les ordenó retirar la pancarta. En esto se le acercaron otros más jóvenes e, invocando el prohibido prohibir, le afearon su actitud, que, dijeron, no era anarquista. El otro, acobardado o desconcertado, se retiró murmurando "pues entonces que vengan aquí los fascistas. No podemos prohibirles nada"
Sobre la práctica y contradicciones de Bakunin arroja luz su asociación con Necháief, un joven revolucionario ruso, mitómano que inventaba historias para glorificarse u obtener dinero, y por quien el patriarca libertario llegó a sentir ciega admiración, hasta que rompió con él por motivos en parte pecuniarios. Durante su asociación escribieron Los principios de la revolución y el Catecismo revolucionario en los que explicaban: "El revolucionario (…) sólo considera moral aquello que contribuya al triunfo de la revolución (…) Los sentimientos acomodaticios y enervantes de la familia, la amistad, el amor, la gratitud, del honor incluso, deben ser ahogados en su pecho por la fría pasión por la causa revolucionaria (…) Su único pensamiento debe ser (…) la destrucción despiadada"*.
*Bakunin, por lo demás, no era de los que predican con el ejemplo. Dando enorme trascendencia a la abolición de los derechos de herencia, peleó desesperadamente por la suya… y la de otros. Al morir el intelectual filosocialista y eslavófilo Alexandr Herzen, Bakunin y Necháief presionaron desconsideradamente a la hija de aquél, Natalia, incitándola a adherirse a su sociedad y jurar obediencia total al "Comité revolucionario". Como ella vacilaba, Necháief, furioso, comenzó a insultarla llamándola "señorita pazguata", mientras Bakunin le repetía, para calmarlo: "¡Quieto ahí, cachorro de tigre!". Ambos revolucionarios querían, justamente, la herencia de Herzen, que finalmente escapó a sus manos. A los sesenta años, Bakunin tenía la salud quebrantada: "Después de haber entregado toda mi vida a la lucha, empiezo a estar cansado de ella (…) Que otros más jóvenes prosigan la labor (…) En lo sucesivo no turbaré el reposo de nadie, y pido que se me deje en paz". Intentó nacionalizarse suizo, pero Marx, inoportuno, le lanzó ataques que le ponían en evidencia ante la autoridad helvética. El ruso le contraatacó "en el triple concepto de comunista, alemán y judío", acusándole de obrar "como agente de policía, delator y calumniador". Las relaciones con sus camaradas también se enturbiaron, por lo que buscó la tranquilidad "lejos de sórdidas intrigas y de asquerosos intrigantes". "Con gran desilusión -escribió a Eliseo Reclús- he descubierto (…) que en la masa no prende la idea revolucionaria, y que en ella no anida ni la esperanza ni el valor. Y donde no existen esas condiciones, por más que uno se esfuerce es imposible conseguir resultados" (3)
"No podemos admitir más actividades que las que tienen por objetivo el exterminio (…) La revolución santifica todos los medios, por violentos que sean". El terrorismo obedece a esas concepciones, reflejadas en España, por ejemplo, en Ferrer Guardia, predicador de una revuelta "ferozmente sangrienta". Había lógica en tales propósitos, pues la destrucción de las instituciones y sus gentes alumbraría el triunfo de la esencial bondad humana, objetivo sublime, justificador de actos tachados de crímenes por las normas convencionales. La pasión por la destrucción, aseguraba Bakunin, es también una pasión creadora. Necháief asesinó en Rusia a un camarada, por sospechar que podría convertirse en confidente policial, y esa fue su principal hazaña revolucionaria, no muy brillante pero coherente con su credo*.
Un rasgo siempre presente en el anarquismo, ha sido el bandidaje. Bakunin retrató al bandolero como revolucionario "genuino", "indómito", "apolítico", capaz de actuar "sin frases bonitas, sin retórica". Otro pensador libertario, M. Stirner, propugnó la pura expresión de la voluntad y el deseo individual, sin inhibición ni reparos en el uso de la violencia, y sin concesiones a la retórica del "pueblo". Las masas le merecían desprecio, por su carácter gregario; los pocos individuos capaces de rebelarse y hacer su voluntad debían asociarse en "sindicatos de egoístas", y practicar el crimen como una virtud. También fue popular Nietzsche, por su negación de la moral cristiana. Una revista libertaria de Barcelona El productor literario, sermoneaba a principios del siglo XX: "¡Robar y matar para vivir es hermoso, grande como la misma vida! Robar… Matar…". También tenía ello su racionalidad a partir de otro pensador de esta doctrina, Proudhon, para quien "la propiedad es un robo". El bandolero entonces, se limitaba a reexpropiar a los ladrones burgueses (4).
*El asesinato del estudiante no preocupó a Bakunin. Al romper, más tarde, con Necháief, éste le hurtó cartas y documentos comprometedores, a fin de chantajearle y desacreditarle en caso necesario. Sin embargo, Bakunin guardó un buen recuerdo de su turbulento discípulo, porque "sus intenciones fueron siempre buenas". Según algunos testimonios, Lenin apreciaba en Necháief su talento como organizador y conspirador, y quizá se inspiró en él, en alguna medida, para su partido de revolucionarios profesionales (5)
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