(ROBERTO FONTANARROSA- 19 de diciembre de 1971)
Mi primer recuerdo de una final de la Copa de Europa es la que jugó el Madrid contra el Liverpool a principios de los ochenta. No creo que tenga imágenes concretas del partido, pero gracias a un truco de la memoria diría que me acuerdo con claridad del gol del Liverpool y de la ligera sensación de alegría que había en casa por la derrota del Madrid. De esa época también tengo vagos recuerdos, aunque más fiables, de una final que le ganó el Aston Villa al Bayern de Rumenigge y de la que le ganó el Hamburgo a la Juve de Dino Zoff.
No fue hasta lo de Heysel que tengo imágenes precisas. Cuando encendí la tele para ver el partido parecía que aún estaban en los prolegómenos. Algo raro pasaba porque el partido ya debía haber empezado. Aunque las informaciones eran algo confusas, se hablaba de que decenas de italianos habían muerto asfixiados. Debo reconocer que, a pesar de lo que había pasado, pude ver el partido con cierto interés y que me alegré de la victoria de la Juve. En esa época yo ya era idiota. Creo que murieron treinta y ocho italianos. Se cuenta que al día siguiente, en Turín, apareció una pintada de los hinchas del Torino que decía Liverpool 38- Juve 1.
Tras la catástrofe de Heysel, vino la humillación de Sevilla (para los que no sepan lo que pasó: en 1986, el Barça perdió la final de la Copa de Europa contra el imbatible Steaua de Bucarest, en Sevilla, con el estadio lleno de barcelonistas, incapaz de marcar un puto gol tras 120 minutos y la tanda de penaltis, en que fallamos los cuatro que tiramos), mi primer gran trauma futbolístico. Luego he tenido muchos más.
De los años posteriores a Sevilla lo mejor fue el asombroso gol de Madjer de tacón contra el Bayern. Los días siguientes a esta final, en el patio del cole todos nos dedicábamos a emular, sin éxito, el gol del argelino; eso sí, conseguimos que los partidos del patio se convirtieran en una performance surrealista. Y de ahí pasamos al estupendo Milan de Sacchi, y al regocijo que me causaron los pertinaces e infructuosos intentos del Madrid de la Quinta.
Hasta que llegó la final de 92. Ese día (20 de mayo de 1992), del que recuerdo todos los detalles (acabé mis exámenes de COU, ensayamos con el grupo para el concierto que daríamos en la fiesta de fin de curso, etc), vi el partido con mi padre, que sospecho que no iba con el Barça. Después de lo de Sevilla, y tal y como estaba discurriendo la cosa, lo único que quería era evitar la tanda de penaltis. Incluso prefería que marcara la Sampdoria antes que sufrir la agonía penaltística otra vez. La historia es conocida: en el minuto 108 de partido falta a favor del Barça; tocó Stoichkov, paró Bakero y chutó Koeman para marcar y darnos, por fin, nuestra primera Copa de Europa. Es difícil encontrar la analogía correcta de un momento así. En este asunto estoy totalmente de acuerdo con el gran Nick Hornby: “el símil sexual se entiende bastante bien, pero no acaba de encajar. Un orgasmo, por muy obviamente placentero que sea, es algo familiar, que se puede incluso repetir y que es previsible, al menos en el caso de un hombre. Ninguno de los momentos que la gente suele describir como los mejores momentos de sus vidas son en modo alguno análogos. Dar a luz debe de ser algo extraordinariamente conmovedor, pero carece del elemento de sorpresa, que es crucial, y además es algo de dura demasiado. Ver cumplida una ambición personal –un ascenso, un premio, lo que sea– no entraña ese factor muy de última hora (…). Puede que ganar un premio enorme en la lotería, pero es que ganar una fortuna es algo que afecta a una parte de la psique radicalmente distinta, y carece del éxtasis comunitario que se tiene en el fútbol. Hay que llegar a la conclusión de que no hay literalmente nada que lo describa. He agotado todas las opciones disponibles. No recuerdo ninguna otra cosa que haya podido codiciar durante veinte años, ¿hay algo que se puede codiciar razonablemente durante tantísimo tiempo?...”
Yo llevaba quince años codiciando eso. Es evidente que no fue el momento más importante de mi vida, pero no encuentro ninguna otra situación que me haya dado un placer tan concreto e intenso, que me haya hecho tan feliz.
Los cuatro goles que nos enchufó el Milan de Capello, dos años después, aniquilaron al Dream Team y fueron el inicio de una larga temporada para el Barça sin oler nada en Europa. Hay que reconocer que en esos años el trofeo se devaluó bastante pues, además de que para participar en él ya no era necesario ser campeón de Liga, ganaron el título equipos horribles como el Borussia de Dortmud o el Madrid de Karembeau, el tipo con más suerte del mundo: un auténtico paquete que ha ganado la Copa de Europa, la Eurocopa y el Mundial, jugando de titular en todas las finales. Eso sin contar que está casado con una top model. He de reconocer que cuando el Madrid ganó la Séptima, con el gol de Mijatovic en clarísimo fuera de juego, me quedé atónito. Después de regodearme ante los infinitos batacazos europeos del Madrid, llegué a pensar que los merengues no volverían a ganar la Copa de Europa. Me equivocaba.
Pues sí, el Madrid ganó tres trofeos en esa época, de la que también debo recordar una siniestra final entre el Milan y la Juve (que acabó 0-0 y se resolvió por penaltis) y la sensacional remontada del Liverpool ante el Milan, perdiendo 3-0 en el descanso. Nosotros estábamos sufriendo la negra etapa del Barça de Gaspart.
De ahí pasamos a la final de París (2006), en que le ganamos al Arsenal gracias a un gol de Belletti. La emoción no fue la misma que en el 92, pero estuvo francamente bien. Habían pasado ya catorce años por lo que no se puede decir que los barcelonistas estuviésemos acostumbrados a ganar la Copa de Europa.
En fin, mañana jugaremos nuestra sexta final. Como siempre, seré incapaz de disfrutar del partido, a no ser que vayamos ganando cuatro a cero en el minuto quince, lo que no parece muy probable. Eso sí, yo con el 2-6 ya he amortizado la temporada.
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