Quiero que compre una bella tierra, que allí reciba brillantemente al cuerpo diplomático y a los extranjeros sobresalientes, que se desee ser recibido por usted allí, y que tal cosa sea una recompensa para los embajadores de los soberanos, de lo que estaré yo contento.”
Con estas palabras Napoleón Bonaparte, ya primer Cónsul de la República Francesa, instaba a su ministro de Asuntos Exteriores, Charles-Maurice de Talleyrand, a comprar el castillo de Valençay, en la región del Berry, en el centro de Francia. Era 1803. Algo caro para sus posibilidades, el futuro dueño de Europa ayudó al que le sirvió siempre y acabaría por traicionarlo a comprar aquellas tierras con su palacio. Una construcción que fuera castillo feudal, rehecha y ampliada al estilo renacentista y con múltiples retoques posteriores, fue lugar preferente de retiro –estratégico o de reposo- y de meditación para Talleyrand.
Embarcado Napoleón en la aventura española, llegado el momento de situar a su hermano José en el trono de la tierra reaccionaria, obligó aquél a Talleyrand, ya sólo chambelán de la corte, a hospedar a la familia real traidora, traicionada y depuesta:
“El Príncipe de Asturias, el infante Don Alfonso, su tío, el infante Don Carlos, su hermano, parten desde aquí y llegarán el martes a Valençay. […] Deseo que los príncipes sean recibidos sin estridencia aparente pero con honestidad y con interés, y que haga todo lo posible por divertirlos.”
De mala gana, Talleyrand asumió el encargo y hospedó a los Borbones de España en su castillo. Tal cual se le dijo, los recibió sin alharacas pero dignamente y proveyó lo necesario para su divertimento, mientras la policía se hacía cuenta de su vigilancia. Era esfuerzo innecesario, porque nunca tuvieron intención de escapar. La vida que les placía era aquélla, holgada, estúpida y ajena al ejercicio real del poder. En España hubieran querido otro tanto, pero un pueblo hosco y encrespado a cada paso les impedía dedicarse al solaz de vacas pastantes bien vestidas. En Valençay eran tratados como reyes y príncipes, formalmente mantenían sus títulos y podían desprenderse de la molestia de gobernar.
Catherine Grand, la mujer de Talleyrand, tuvo que ocuparse de aposentar a los españoles, de organizar su vida y de serles de compañía, mientras Talleyrand iba y venía para seguir cumpliendo como chambelán de Napoleón en París. El pianista Dussek hubo de incorporar a su repertorio fandangos y boleros, dejando bastante de lado aires más refinados, que hacían poca gracia a la caterva ibérica. Algunos platos de cocina se vulgarizaron y se incorporó la caza recia a la dieta. Juegos de bolos de madera, partidas de caza brutales y otros entretenimientos más o menos gañanes se añadieron a la vida del palacio. Talleyrand hervía al ver la laya bajuna de la realeza española, su querencia por la brutalidad, su asco y su desprecio hacia el refinamiento y su desapego hacia todo aprendizaje. Algo que se previó durara no más de dos meses acabó por ser una estancia de casi seis años.
Tanto Talleyrand como Napoleón deseaban asaltar España e incorporarla al Imperio. El segundo tenía una razón de más que el primero. Sentado sobre el trono de un Borbón, consideraba que le correspondían los demás tronos de la familia tanto como temía que, de no ser así, los todavía en ejercicio hubieran de retomárselo para restituirlo a la familia legítima. Nápoles ya había sido asaltado, pero España, todavía grande y bastante poderosa, se le escapaba. Desde la paz de Basilea era aliada fiel y sumisa, tanto que sus mejores ejércitos estaban dispersos por Europa bajo mando francés. La complicación era evidente porque se debía asaltar a un aliado. En el fondo era cosa sencilla porque estaba totalmente a merced política y militar de la Francia consular. El desprecio de Napoleón por los pueblos y las personas no era tan estúpido como para no valorar acertadamente el poder de la opinión pública. Barruntaba con acierto que tomar a las bravas y sin más el poder sobre un pueblo que había demostrado ser bravío y levantisco, tanto como servil e indolente, era una maniobra arriesgada. A los españoles se los puede humillar y condenar a la indignidad todos los días si se los encarrila por la liturgia que recuerda que en su sumisión al señor reside su esperanza de mudar las tornas y cambiar cuello por pie, abusar. Nadie más refractario a la libertad y a la dignidad que un español. Por tanto, no era fácil la tarea, porque suponer que los españoles aceptarían de buen grado la ocupación a cambio de implantar las nuevas ideas que los encarrilarían sobre la libertad y el progreso era un contrasentido. En Talleyrand pesaban dos recuerdos de la historia de España como prueba: la revuelta de Cataluña de 1640 y el motín de Esquilache. Parecía imposible, pero España era el único pueblo de Europa que se había levantado sistemáticamente contra sus propios intereses, en defensa del atraso, de la indignidad y de la injusticia. Pervivía en los españoles el orgullo de hidalguía con harapos y de semejante despropósito había que valerse para tomarlos bajo la capa imperial.
La situación francesa en Europa era casi perfecta y sólo le faltaba aminorar la beligerancia inglesa para que todo anduviera en orden. Pero, aliada con Portugal, Inglaterra seguía causando problemas, sobre todo al comercio con América. A pesar de que España estaba del lado francés, Inglaterra confiaba en que, de cualquier modo, España seguía siendo territorio libre y salvaguarda territorial de Portugal.
Con todos los ingredientes anteriores, Talleyrand comenzó a planear el modo de asaltar España, desechando la simple toma del país aprovechando su indefensión militar y su sumisión a Francia. Como primera medida planeó invadir Cataluña. Por un lado, recordando lo sucedido en 1640, sabía que los gobernantes catalanes estarían dispuestos a traicionar a su rey sin problema alguno si en ello llevaban provecho. Tanto más al Borbón, que era el contrario al que desearon. Pero también con la reserva de que si el Borbón les era de más provecho, Francia sería la traicionada de igual modo. Pero ocupar militarmente Cataluña tenía la ventaja de poderse hacer rápidamente, de poderse retirar sin riesgo, de poder exhibir ante Inglaterra una presa que les hiciera pensar que España –junto con su Imperio- podría caer fácilmente, dejando Portugal a merced de Francia y también, caso de proseguir la conquista de España entera, tener ya una cabeza de puente y sometido precisamente el territorio que Talleyrand juzgaba, junto con Navarra y el País Vasco, el más reaccionario y antiliberal de toda España. Suponer que se podía invadir Cataluña por la fuerza con todo un pueblo refractario a las ideas ilustradas ya en armas, con la cruz en vanguardia, se le antojaba un baño de sangre y un gasto desmedido. No en vano, en la Guerra de la Convención en 1795, los republicanos franceses forzaron la paz invadiendo estos tres territorios, precisamente por saberlos el reducto más fiel a la reacción contrarrevolucionaria. De cualquier modo, la historia posterior demostraría que Talleyrand tenía toda la razón.
Al mismo tiempo que se preparaban los planes militares, se jugaba la partida política y personal en dos frentes simultáneos, adulando tanto a Godoy como al príncipe Fernando por separado. El único que andaba en ambas jugadas era Talleyrand. Por un lado, sin aparecer expresamente, a través de Izquierdo –mandado de Godoy- negociaba el acuerdo secreto de Fontainebleau, que condenaba a Portugal y daba al propio Príncipe de la Paz un territorio de la nueva conquista. Por otro, a través de Escoiquiz, se encargaba de advertir al príncipe Fernando de las maniobras de Godoy, haciéndole creer estar de su lado y proponiéndole, a través de Beauharnais, embajador francés en Madrid, el matrimonio con una francesa de la familia imperial, hija de Lucien Bonaparte. Evidentemente, se encargaba de que cada parte supiese lo que hacía la contraria adornando las comunicaciones con secretismo. Godoy, tan ambicioso como el príncipe Fernando pero mucho menos imbécil, estaba en disposición de aceptar cualquier cosa con tal de acercarse a un trono. Y ya que el español habría de tardar más, sin dejar de mirarlo de rondón, se conformaba por el momento con un pedazo de Portugal. Fernando, no oliéndose en absoluto la jugada, lejos de mejorar su posición, se cavaba la tumba ante sus propios padres, porque Godoy aprovechó perfectamente para plantar públicamente las evidencias de que el príncipe se vendía a Napoleón a espaldas de Carlos IV, y así provocar la reacción violenta en su contra, especialmente de su madre, que llegó a solicitar su muerte.
Era magistral este señor de Talleyrand. Si la situación acababa con la simple invasión de España, él había sido su instigador y estratega a la sombra de Napoleón, pero sin ser él el que ordenaba la guerra. Si la guerra se desechaba y acababa por vencer la estrategia del príncipe Fernando, él mismo había sido el instigador también, con el concurso de Beauharnais. Si Godoy era el vencedor, a través de Izquierdo tenía el aval de haber pergeñado el asunto. Y en ninguno de los tres casos era él directamente el contacto, sino sólo un fiel consejero de todas las estrategias. En realidad, echó a andar las tres a un tiempo, quedando siempre fuera pero sabiendo de todas, para poderse apuntar siempre a la que tomara más aire.
Como era su costumbre, Talleyrand hacía casar perfectamente sus intereses con los de Francia. Valiéndose de los contactos con Izquierdo, consiguió comprar fondos en oro español, para revenderlos en Holanda y montar una trama de intereses que acabarían por legarle, sin pagarlo, un palacio en París que fuera la embajada de España. También parece que durante la propia guerra participó en el negocio de aprovisionamiento de franceses, españoles e ingleses a un tiempo.
Toda esta estrategia acabó cuando en el motín de Aranjuez Godoy fue al cabo detenido, la familia real plantada en Francia bajo su hospedaje y España y Portugal invadidos, empezando por Cataluña. El 2 de mayo de 1808 empezaría la guerra, ni querida ni desechada, tomada como simple consecuencia de las necesidades históricas de Francia. Talleyrand niega en sus memorias haber tenido parte en la decisión de invadir España, pero relata perfectamente todo el entresijo previo, tanto que es imposible que de tanto consejo y maniobra no fuera su principal instigador, como de tantas otras guerras, paces o alianzas napoleónicas. Sólo la caterva hispana fue capaz de derrotar a Napoleón. Lo glorioso de un pueblo que se alzó contra el invasor despótico y cruel se alimentaba del rechazo a lo único que de bueno le podía traer. Tras casi seis años, volvieron las cadenas a España, que los españoles gustosos se pusieron bien amarradas para no soltarlas hasta más allá de hoy mismo.
Y mientras la guerra sucedía, en Valençay el Duque de San Carlos se amaba con Catherine Grand, los varones reales esperaban tranquilos y entretenidos, plenos de desidia y brutalidad, la vuelta al trono de la mano de quien fuera y las infantas y damas de la corte dejaban para siempre bordadas en las tapicerías flores de España.
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