La Vanguardia 21MAR09 – Gregorio Morán: Larra es mucho… (I)
Cuando hace un par de años apareció Asombro y búsqueda de Rafael Barrett, un crítico escribió en El Heraldo aragonés una especie de reproche que merece la pena traer a colación de Larra. Escribía el sin par crítico, de nombre Félix Romeo -me temo que debo contar a partir de ahora otro enemigo racial, de raza, hasta mi tumba-, que los descubrimientos a lo Juan Goytisolo, como el que me atribuía respecto a Rafael Barrett, le movían a desconfianza y le parecían poco creíbles. El asunto es de fuste, sin necesidad de entrar en la importante aportación que hizo Goytisolo acercando a un escritor como el sevillano Blanco White, y menos aún lo que yo pueda haber intentado respecto a Barrett, con escaso éxito.
Ahora les ha dado, tanto a los radicales reconvertidos como a los modelnos -variante tardía de la posmodernidad española-, por considerar no sólo que somos un país normal; lo cual podría ser hasta aceptable, haciendo un considerable esfuerzo. Ahora bien, añadir que además siempre lo hemos sido, por ahí no paso. Aquí, admites que lo de la leyenda negra no fue más que una gran campaña de las potencias emergentes, e inmediatamente te cuelan que además fuimos maravillosos, incluso los mejores. Y para no irnos por los cerros de Úbeda, que podríamos y buenas ganas tenemos, mantengámonos en el ámbito de la literatura.
Somos el único país que pasadas tres décadas de esa variante tortuosa y grisácea del fascismo que fueron los años del cólera, seguimos utilizando canónicamente denominaciones heredadas de él. Como la de generación del 98, confusa invención de Azorín durante su periodo de plumilla de don Antonio Maura, recuperada por Laín Entralgo en sus años fascistas (1944), e introducida por él en los planes de estudio del periodo de Ruiz Jiménez como ministro de Educación. De tal modo que ningún catedrático de literatura -de universidad o de instituto- podía negarse a aceptarla si quería alcanzar dicha categoría. Y en la cucaña de las oposiciones, hasta el día de hoy, no sé de ningún profesor aspirante que osara desmontar tal artilugio analítico, que imposibilita entender de una manera cabal obras tan dispares como la de los supuestos noventayochistas Unamuno, Machado, Valle-Inclán y ¡Ganivet!, que se suicidó antes del 98.
Algo similar sucede con la tan citada generación del 27. Otra invención, en este caso del listo y desvergonzado Dámaso Alonso, que ante la imposibilidad de denominarla en 1948, tal como era obligado, generación de la República, se agarró a un homenaje donde lo más importante fue la fiesta, con borrachera incluida, que organizaron en Sevilla con ocasión del tricentenario de la muerte de Góngora, y en el que ni estaban todos ni tenía otra significación que la frivolidad de unos muchachos brillantes, a los que Unamuno y otros resistentes frente a la dictadura de Primo de Rivera llegaron a denominar prostitutas. Su auténtica envergadura de estudiosos y poetas la darán en los años republicanos; tanto los que se harían franquistas, como Leopoldo Panero y Gerardo Diego, como los que se fueron al exilio, la mayoría, o los que se quedaron acojonados, como don Vicente Aleixandre. La denuncia de la grosera manipulación, no sólo semántica sino analítica, que hizo en España y con gran brillantez Ricardo Gullón, se debió a la particularidad de que no era catedrático de literatura ni aspiraba a serlo.
Dicho esto sin entrar por lo menudo, vamos a Larra. El descubrimiento del Larra que hoy conocemos; el primer gran prosista de la literatura periodística, el crítico implacable, el devastador de los tópicos sobre los que se movió, y aún se mueve, la sociedad española, ese, es un descubrimiento del siglo XX. La mezcla de odio y desprecio que acumuló Larra en su siglo produce estupor a cualquier lector de hoy. Odio por su arrogancia, por su orgullo, por su audacia también al ensayar todos los géneros -sin mucho acierto, todo hay que decirlo. Odio, sobre todo, porque se hizo obligado leerle. Larra en el siglo XIX, en su época, es leído muy especialmente por sus enemigos. Y aquí viene el desprecio. Cuando escriban de él los tratadistas que marcan el canon -Mesonero, Cánovas o Menéndez Pelayo-, todos estimarán sus artículos como de costumbres.
Larra será hasta el siglo XX un costumbrista. La primera biografía de Larra habrá de esperar casi ochenta años después de su muerte y se editará en Sevilla, sin pena ni gloria, escrita por el gran periodista que fue Manuel Chaves Rey, padre del muy justamente recuperado ahora, también a los sesenta años de su muerte en el exilio londinense, Manuel Chaves Nogales. Y lo que son las cosas, será de nuevo ese gran lector y viscoso personaje que fue Azorín, en su época ácrata, quien rescate a Larra. Y los anarquistas modernistas de las revistas de la época. Y Jacinto Benavente, entonces un agudo radical, que dedicará a Larra un texto precioso por su perspicacia y su valentía en el aniversario de su nacimiento, en marzo de 1909, exactamente esa misma fecha que -otros cien años después- nos incita a algunos a volver a Larra. Y Ramón Gómez de la Serna, que animará a Carmen de Burgos, Colombine, a escribir una preciosa biografía del suicida, llena de pálpito, de vida y de datos novedosos.
Nacer en 1809 dentro de una familia afrancesada, aprender las primeras letras en la Francia posrevolucionaria, volver a la España de Fernando VII, vivir el trienio revolucionario y luego la pelea liberal. Eso, ya de por sí, constituye una rara singularidad. Pero además viajó. París y Londres. Y se casó y tuvo dos hijos; al tercero no lo quiso reconocer porque afirmaba que no era suyo. Se separó y se ligó con la esposa de un colega, la Armijo, una mujer de cierto tronío que desentonaba con un Larra literalmente horrible y tan bajito que aseguran se acercaba al enanismo. En uno de los libros más ridículos que he leído en mi vida, Francisco Umbral, aquel truhán de la literatura, definió a Larra como la Anatomía de un dandy (Madrid, 1965); él mismo confesó que apenas si lo había leído y que necesitaba dinero. Larra es a un dandy, lo que Umbral a la literatura. Se meterá en política y a fondo, y frente a lo que la gente tiende a creer, lo hace con los moderados, frente a los radicales de Mendizábal, tan corruptos unos como otros, e incluso consigue el acta de diputado ¡por Ávila! Pero el sistema se viene abajo y su historia parlamentaria se reduce a siete días. Fue diputado una semana.
Y todo eso, amar, vivir, pelear, escribir, publicar, lo hace todo en 27 años. ¡Qué manía con ponerle 28! Le faltaba un mes y pico para cumplirlos cuando se pegó un tiro en la sien, el 13 de febrero de 1837. La obra de Larra se reduce a unos pocos años, y el meollo de su pensamiento y de su prosa podríamos decir que se concentra entre el verano de 1836 y el día antes de que Dolores Armijo le diga que se vaya con viento fresco, pero que le devuelva sus cartas, que será el final. Esos meses son de una productividad y de una creatividad prodigiosa. Luego es verdad que su muerte le convertirá en símbolo; más por su suicidio que por su obra. Va a ser el primer suicida español notorio al que se entierre en sagrado. Una batalla que ganará la sociedad a la Iglesia.
Todo esto y mucho más, podrían ustedes leerlo en el mejor libro que conozco sobre Larra. Lo escribió el profesor José Luis Varela con el título de Larra y España y se publicó en 1983 (Espasa Calpe). He llamado a mi librero para preguntarle si aún estaba disponible y me ha informado de que lleva descatalogado desde hace ya muchos años. ¡Qué mejor homenaje español a su periodista más brillante en el bicentenario de su nacimiento! Y luego dicen que somos normales. En la revista Leer, que dedica varios artículos a Larra, recuerda Víctor Márquez Reviriego aquel apunte de Antonio Machado: "Anécdotas aparte, Larra se mató cuando hubo perdido toda esperanza de encontrar la España que buscaba".
Me he levantado en medio de la noche. He perdido el sueño y esperaba encontrarlo aquí.
Pero no hay nadie.
¿Qué hago?