Pero Miguelturra ha crecido. Mucho. Todos los huertecillos y solares que la rodeaban, fueron recalificados e inmediatamente adquiridos por los constructores. Y mucha gente del pueblo, personas del común, con boina congénita, se vieron –de la noche a la mañana– enriquecidos. Y el presidente de la Cooperativa, que es hombre de mundo, viajado, echado para adelante y con más pálpitos que conocimiento, se preguntó, redivivo y rural Lenin, la gran cuestión: ¿Qué hacer?. Y rápidamente tuvo la respuesta: abrir una sección de crédito. ¿Para qué? Pues muy sencillo. Tan sencillo que, ¡coñe!, no sé cómo no se me ocurrió a mí mismo: coger dinero para expandirse. Para crecer. Para soñar. Y dar el siete por ciento anual a tirios y troyanos. Bastante negro, claro, pero ¡el siete por ciento, macho! Y empezó el baile. El Santander le puso la infraestructura bancaria. Pero nada más que para la gestión informática de las cuentas. Sin embargo, allí estaban los cartelones de propaganda. Como si el querido Botín estuviese detrás de todo. ¡Quiá! Él, sólo él. Hasta un restaurante llegaron a abrir en Viena (sí: en Viena, Austria) con los fondos de la Cooperativa. ¡Quién te ha visto, y quién te ve! Elaboraban una gama de vinos correctos, con más diseño de etiqueta que realidad interior, pero de buen precio. Y aceite de lujo. Pero sobre todo, cada año, un siete por ciento que te crió. Más o menos ajeno a vaivenes fiscales, además. Claro: los nuevos ricos allí que fueron en manada. Y hasta gente de la capital. Médicos, algún abogado, gentes del negocio… Lo mejor de cada casa. Incluso de los pueblos cercanos.
Y llegó la crisis. Por mejor decirlo, la crisis se masticaba, se olía, se barruntaba desde hace año y medio, aunque nadie hizo nada. Nadie movió un dedo. El siete por ciento, como si fuese la solución que Holmes se inyectaba con la hipodérmica en las tardes de tedio y amargura, era un buen pegamento para mantener las bocas cerradas. Pero, ay, algunos empezaron a retirar el capital. Y ahí se acabó todo. El Santander advirtió de los problemas, quizá con Madoff detrás de la oreja. Vinieron entonces las letras pelota, los pagarés nada dudosos (al igual que las dos izas que entraban al baile del casino con el señorito cuando el portero le afeó la conducta por acompañarse de dos señoras de dudosa reputación, a lo que el señorito contestó: De dudosa reputación son las que están dentro; estas dos, son dos putas. Eso es indudable.) y otras obras poco maestras de lo que se llama contabilidad creativa. Ahora, han solicitado “concurso de acreedores”, que es –como saben todos ustedes– la forma moderna de llamar a la quiebra de toda la vida.
No lo siento por los ansiosos del siete por ciento, claro. A esos, que les den. Como a los dos o tres listos que lo organizaron todo y que, en cuestión de días, es posible que hagan un pequeño viaje a las cercanías de Manzanares. Una vez pasado el polígamo industrial, cogerán hacia Tomelloso y, seis o siete kilómetros después, a la derecha, verán un cartel que reza: HERRERA DE LA MANCHA, así, en mayestáticas mayúsculas. Bueno: eso, siempre que el furgón de la Benemérita se lo permita a través de sus mínimos ventanillos. Pero sí lo siento por los viticultores que aún no han cobrado la uva de la última campaña. Y por los olivareros que, aunque sea poco, algo tendrán que ingresar a cuenta de las aceitunas. Y por el enólogo de la bodega, que está en la calle. En fin: por todos los que, por tener sus terrenos lejos del pueblo, no cataron el pastel de las recalificaciones y ahí siguen. Peleando. Y, seguro estoy, descojonándose más o menos en secreto a costa de los pardillos. Aunque cobren, si es que cobran, muy tarde la uva.
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