Ese hombre era Bobby Fischer, quien se proclamó campeón del mundo de ajedrez el 31 de agosto de 1972 en Reykiavik tras vencer al campeón mundial, el soviético Boris Spasski, por 12,5 a 8,5.
Pero Fischer no era sólo el mejor jugador del mundo de ajedrez, era además un símbolo de la Guerra Fría, un misil de largo alcance del que disponían los norteamericanos capaz de hacer añicos el deporte nacional de un país de más de 250 millones de habitantes y de demostrar la “superioridad intelectual” de los Estados Unidos sobre los soviéticos.
No voy a hacerme pesado con datos que son fáciles de encontrar en cualquier parte y que se publicaron con profusión con motivo de su muerte, aunque sí me gustaría destacar algunas cuestiones interesantes.
El gobierno de la Unión Soviética puso a disposición de Boris Spassky (en esos momentos campeón del mundo), a todos los analistas y grandes maestros soviéticos para preparar minuciosamente el duelo. Bobby Fischer no contó con nadie, sólo consigo mismo.
La primera partida empezó con varios días de retraso porque Fischer llegó a Reykiavik, sede de la final, diez días más tarde de lo previsto. Antes había exigido una lista de peticiones interminable que incluía que el premio para el ganador pasara de los 125.000 dólares estipulados a 160.000, un porcentaje de los derechos de televisión (tema que entonces estaba en mantillas), regalos por valor de 50.000 dólares, el escenario de la final y un sinfín de exigencias que se solucionaron finalmente con una oportuna bajada de pantalones de la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE), la cual tuvo que hacer la vista gorda varias veces y pasar por alto muchas de sus extravagancias. Con todo, al final, hizo falta la intervención directa de Henry Kissinger para convencer a Fischer, y también, justo es reconocerlo, la infinita paciencia de un Boris Spassky que quería jugar por el título en contra del criterio de la Federación Soviética, que había solicitado la descalificación de Fischer. A la postre, al pobre Spassky la derrota le convirtió en un apestado para el Kremlin.
Fischer perdió la primera partida, según él, porque las cámaras de televisión lo descentraron (recordemos que fue el propio Fischer quien había solicitado un porcentaje de ganancias de los derechos televisivos). En la segunda partida, las cámaras se escondieron entre unas cortinas al final del pabellón pero el norteamericano se dio cuenta de que había una cámara fija oculta cerca de la mesa y abandonó airado el recinto. Con 2 a 0 a favor de Spassky y las locuras de Fischer la final parecía que se decantaba claramente a favor del soviético. No fue así. El norteamericano remontó y derrotó al jugador de Leningrado con contundencia. Fue un golpe durísimo para la URSS y un éxito sin precedentes para los Estados Unidos. El primero en llamarle para felicitarlo fue el presidente Nixon, con quien dicen que Fischer tenía línea directa.
En 1975 los soviéticos tenían preparado el antídoto para Fischer: Anatoli Karpov, un jugador excepcional que se proclamaría campeón del mundo por incomparecencia de Fischer y que reinó durante 10 años, cuando Garri Kasparov le arrebató el título. Fischer no quiso enfrentarse a Karpov en Manila por desavenencias con la FIDE, que esta vez no pudo aceptar sus exigencias y que le desposeyó del título, a pesar de que Ferdinand Marcos ofrecía una bolsa de cinco millones de dólares.
A Fischer pronto le detectaron una conducta psicótica que se combinaba con un talento descomunal para jugar al ajedrez. Al final la locura ganó la partida a la genialidad. Después de esa final Fischer entró en una espiral disparatada cuyo relato haría esta entrada interminable pero de la que merece la pena extraer algunas perlas.
Hijo de madre judía y sospechosa de comunista, se convirtió en un anticomunista furibundo para pasar luego a ser un antisemita convencido que llegó a negar el Holocausto. Violó el embargo a la ex Yugoslavia cuando en 1992 salió de su ostracismo y reeditó su duelo ante Spassky, para ganar el enfrentamiento y una bolsa de 1,9 millones de dólares. Más tarde tuvo la ocurrencia de aplaudir los atentados a las Torres Gemelas en una radio filipina al grito de "¡Me cago en Estados Unidos! ¡Muerte a los Estados Unidos!".
En 2004 fue detenido en el aeropuerto de Narita, en Tokio, por no llevar los papeles en regla. Sobre él había una orden de busca y captura de los Estados Unidos desde su famoso viaje a Serbia. Después de un año detenido en Japón, pudo viajar a Islandia donde se le concedió asilo político. Falleció en Reykiavik el 17 de enero de 2008 prácticamente en la indigencia. Como mencionan todos los obituarios, Fischer murió a los 64 años, el mismo número de escaques que tiene un tablero de ajedrez.
Mi amigo Néstor Vélez Betancourt, campeón de ajedrez de Cuba en 1980 y analista de partidas, al que sus excesos y su falta de disciplina han privado que llegara más lejos en este deporte, siempre me ha contado que Fischer era un jugador excepcional, un genio indiscutible, un mito, una leyenda y lo que haga falta, pero que el mejor jugador de todos los tiempos es Garry Kasparov.
Poquísimas veces se da el caso en el mundo del deporte de que se puedan enfrentar los considerados dos mejores de todos los tiempos. La locura de uno y el fuerte carácter del otro lo hicieron imposible.
Un dato para finalizar. Dicen que Einstein era un superdotado con un cociente intelectual de 160. El C.I. de Fischer era nada menos que de 187 y el de Kasparov de 190. Que nunca se enfrentaran Kasparov y Fischer no tiene perdón.
Etiquetas: Barley
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