ESQUILO, La Orestiada
“Orestes (…) se preguntaba quiénes serían aquellos a los que había de dar muerte terrible. (…) Semanas enteras pasaban sin que se acordarse de sus nombres”
A.CUNQUEIRO, Un hombre que se parecía a Orestes
… por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos…-
Amén, respondieron a coro las mujeres.
Terminado que hubo el último responso, la rezadora se recogió estudiadamente en sí misma con una profesionalidad que debió adquirir en muchos velatorios como aquél. Se notaba que estaba ella satisfecha de su impecable actuación. Parecía dueña de ese punto difícil de alcanzar en el que es posible oírse sin que lo parezca.
El gineceo se desperezó del cansancio acumulado por las muchas horas pasadas en el velatorio. Algunas mujeres iniciaron esa descompostura que suele dar el saber que se ha llegado al final de un acto encorsetado. La capilla ardiente de Egisto estaba instalada en su taberna. Frente al mostrador, que él durante tantos años regentara sin la menor queja, sin dar muestras de cansancio, estaba el androceo, formado por los más asiduos de sus parroquianos, y, en la zona más penumbrosa de la taberna, a la izquierda según se entra, el gineceo, presidido por Clitemnestra, colocada, según la costumbre inimaginablemente incumplible del lugar, junto a la cabecera del difunto. Las débiles bujías eléctricas, que la funeraria había instalado en los dobles brazos de un metálico y desdorado crucifijo mortuorio, daban a sus níveos cabellos un resplandor amarilláceo que remarcaba con trazos de excesiva dureza un rostro cansado, de mirada ausente.
El cadáver de Egisto lucía envuelto en un sudario blanco, que daba a la cara un cierto aire de macabra máscara personera. Aquél cadáver no recordaba en absoluto a Egisto. Tenía la boca subsumida por los estertores de la muerte, las fosas nasales taponadas por sendas tirundas de algodón y los ojos discretamente entreabiertos, como si quisiera espiar los movimientos y las expresiones de los velantes. Sólo el ralo bigotillo encanecido que se adivinaba sobre el labio superior me recordó fugazmente la imagen complaciente, en extremo bondadosa, que Egisto tenía durante los últimos años de su vida. Con mi llegada llegaron también las únicas flores que, al ser colocadas sobre el cadáver rompieron la restallante blancura del sudario. Al hacer mi entrada en lo que hasta ayer fue la taberna de Egisto, se dirigieron hacia mí escudriñantes, amparadas en el anonimato de la penumbra del gineceo, numerosas miradas, ávidas de curiosidad, expresivas de un irresistible deseo de satisfacerla cuanto antes. A mí, muerto Egisto, nadie me conocía en Argos de la Mancha. Tampoco esperaba nadie mi llegada. Noté que, desde al androceo, ningún hombre se atrevía a mirar hacia mí, hacia la dirección por donde entraba la luz, pero pude advertir cómo algunos salieron discretamente a la calle con el pueblerino propósito de indagar cuanto antes mi identidad y las razones que pudieran arrojar alguna explicación sobre mi extraña y no anunciada presencia en el velatorio de Egisto.
Con el desparpajo de un actor que se sabe admirado, me dirigí hacia el lugar que ocupaba la enlutada Clitemnestra. Sin dejar que se levantara de su asiento me incliné para besarla familiarmente en ambas mejillas al tiempo que murmuraba mi pésame. Ella respondió maquinalmente a mi saludo sin entretenerse a averiguar si me conocía. Al verla junto a mí pude comprobar cuánto había envejecido, en efecto, pero también que aún seguía conservando restos visibles de aquél armazón de hembra fuerte que tanto le habían envidiado las mujeres y tanto había atraído y aterrorizado a los hombres que tiempos atrás la habían deseado. En su mirada, inexpresiva sólo en apariencia, leí que por su mente estaba pasando, implacable, la película de su vida, de esa vida suya de la que tanto ella se enorgullecía, y por la cual se consideraba la piedra angular de su casa, el prototipo de la mujer que, desesperada, tiene que asumir, sin desearlo, después de enviudar de su primer marido, Agamenón, el postrero papel de esposa, ahora por mera formalidad, y también aunque parezca una paradoja, por un desmedido amor a sus tres hijos, afrontando así la infinita amargura de saber que ellos nunca llegarían a comprender el profundo, el verdadero sentido de su aceptación de Egisto como segundo marido antes que sus continuas visitas y largas estancias en la taberna dieran pábulo a las lenguas anabolenas de quienes ya murmuraban soto voce que la viuda Clitemnestra se entendía pecaminosamente con el joven Egisto.
Clitemnestra siguió sentada, hieráticamente, en su silla de rotas eneas. De las dos zonas del velatorio empezaron a levantarse los asistentes con evidentes señales de impaciencia en espera de que, acabado un acto, tuviera su pronto principio el siguiente. Alguien avisó de que ya estaba llegando el cura que debía rezar el responso canónico antes de que el cuerpo de Egisto abandonara el velatorio. Cuatro o cinco hombres se dispusieron a colocar el féretro frente a la puerta de entrada de la taberna, justamente en el centro del lugar que ocupó hasta entonces el androceo. Las mujeres, deshecho el gineceo, se arremolinaron, rezongantes y bisbiseando las últimas jaculatorias por el alma del difunto, en uno de los flancos. Ifigenia se apresuró a dar compañía a su madre. Electra ya estaba en la calle, esperando que se pusiera, por fin, en marcha la comitiva fúnebre. En ningún momento trataron de fingir, hipócritamente, que con la desaparición de Egisto desaparecía para siempre la sombra antaño odiada que su madre aceptó sin el consentimiento de ellas, una sombra que fue el obstáculo que durante tantos años las tuvo apartadas.
El cura dio precipitadamente comienzo a una burocratizada y cansina salmodia con un gesto que no supe averiguar si era de fastidio o de simple aburrimiento. En cualquier caso terminó pronto el buen hombre y dio media vuelta sin más protocolos al tiempo que esbozaba un inelegante gesto como queriendo indicar al acompañamiento que le siguieran hasta el templo donde se diría la protocolaria misa de corpore insepulto.
En el mostrador de la taberna estaba la tapa del ataúb. Al cogerla alguien para cerrarlo observé que por la parte interior iba provista de una lámina de vidrio en la que estaba escrito con tiza y en grandes caracteres el número dos. Cuando cerraron el ataúd el guarismo debí quedar justo frente a la frente del cadáver de Egisto. Tengo la certeza de que sólo yo advertí este simbólico detalle, insignificante para cualquiera que no fuera yo. Imposible saber, además, quién y con qué oculta intención lo había escrito pero no es descartable la hipótesis más inocente: que por motivos de mero orden lo hubieran puesto en el taller donde se construyera y que nadie repara en él antes de expedirlo a su destino. Con intención o sin ella, por puro azar o completamente al margen de él, lo cierto es que el cadáver de Egisto iba a ser enterrado bajo la sombra un tanto cabalística de un guarismo que sin duda simbolizaba el verdarero lugar que siempre ocupó en la vida y en el corazón de Clietmenestra, la mujer a la que tanto amó.
Al regresar al pueblo de Argos de la Mancha, Orestes, envejecido y humillado por el incumplimiento sistemático de su pregonada venganza por la muerte de su padre, entró en la primera taberna que encontró abierta para adormecer su fracaso en el alcohol. Electra ocultó su ya inelegante figura tras el portón carcomido de su casa. Sólo Ifigenia volvió con su madre. Minutos después entraba yo de nuevo en la desolada taberna de Egisto. Las sillas del velatorio estaban desordenadas todavía. El crucifijo se veía inútil y absurdo encima del mostrador. Clitemnestra estaba en sus dependencias privadas acompañada por las vecinas de más confianza. Su voz, desprovista de flecos plañideros, se oía con fuerza impropia de su edad. Se jactaba sin disimulo del digno entierro que había dispensado a Egisto, en el que no faltó ni la rezadora de los grandes velatorios. El entierro de Egisto, aquél gañán del que ella, decía, había hecho casi un señorito.
(Escrito por Desdeluego)
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