Como encargado del departamento de evaluación económica de las inversiones en mejoras camineras de Bolivia tuve que realizar cuatro grandes viajes por el interior del país a fin de enjuiciar el potencial agrícola de los territorios que se proyectaban comunicar entre sí y con La Paz. La ya aludida carencia de caminos transitables aconsejó hacer el viaje a Cobija por vía aérea.
Hubo pues que contratar una aeronave y se contactó con el ejército del aire de la República. El capitán Mendoza puso a disposición del equipo de consultores, el economista que escribe y el ingeniero agrónomo jubilado que era mi contraparte, un pequeño monomotor con capacidad para tres pasajeros. Salimos de El Alto una mañana soleada de la época seca y en poco menos de dos horas salvamos la distancia de unos de setecientos kilómetros hasta Cobija.
Durante los dos días de la estancia en la capital fronteriza giramos visitas de inspección en el territorio colindante, todo cubierto de un espeso bosque tropical difícilmente transitable por la estrechez de las sendas y por los frecuentes curichis (zonas pantanosas) que hacían no ya penoso el tránsito sino al borde de lo imposible. En una ocasión, sin darnos cuenta, nos adentramos en Brasil, estado del Acre, un territorio que, como ya he dicho, perdió Bolivia en la guerra del mismo nombre y pasó a ser parte de la República Federativa do Brasil. Con ayuda del agrónomo llegué a la conclusión de que la riqueza básica de las futuras explotaciones potenciales radicaba en la extracción selectiva de madera y en su segunda transformación, no solo la primera, para evitar la típica dependencia de las exportaciones de materia prima sin elaborar. Realizada la inspección y anotadas las observaciones nos dispusimos a regresar a La Paz.
Ya en vuelo, el piloto, un joven teniente de poco más de veinte años, nos comunicó que tenía que hacer escala en Rurrenabaque, una pequeña aldea cercana al río Beni, porque el combustible que llevaba en los depósitos no alcanzaba para el vuelo directo hasta El Alto. Ante tan contundente razón el ingeniero y yo dimos nuestro asentimiento. Siendo así estaba claro que había que repostar porque quedarse sin combustible en pleno vuelo era una aventura desaconsejable. Cuando ya estábamos relativamente cerca del aeropuerto de Rurrrenabaque, el piloto entró en contacto con la torre de control desde la que se aceptó el aterrizaje pero bajo la advertencia de que el aeropuerto estaba cerrado para el despegue por tiempo indefinido a causa del mal tiempo. Sin duda la noticia significaba un contratiempo imprevisible pero la falta de combustible obligaba a aceptarla como mal menor.
Tomamos tierra en aquel precario aeropuerto de tierra batida y a renglón seguido pedimos una movilidad (nombre que los bolivianos dan a un vehículo de transporte) para trasladarnos a la aldea de Rurrenabaque a fin de concertar los obligados servicios de hospitalidad ya que no teníamos más remedio que pernoctar allí contra todo pronóstico. Nos alojamos en una rústica edificación toda de madera de caoba y nos dieron de comer en un modesto chiringuito junto al río. El menú estaba compuesto por camote (batata) y filetes de surubí (tiburón de agua dulce) a la plancha que recomiendo a quien alguna vez los avatares de la vida o su capricho viajero lo lleve por estos perdidos y fascinantes rincones amazónicos.
Del piloto no supimos más durante el resto del día. Desapareció alegando extrañas y misteriosas razones.
El resto del día lo empleamos mi contraparte, (el citado agrónomo de origen centroeuropeo pero de nacionalidad boliviana, furibundamente anti hispánico y taimado traidor de compañeros de trabajo cuya historia no viene al caso) y yo lo dedicamos a vagabundear por aquella aldea toda hecha de maderas nobles a las que nadie daba el valor que yo les daba, hasta que llegó la noche y la aprovechamos para descansar cuando lo permitían los despiadados mosquitos que nos atacaron sin el menor sentido de la hospitalidad.
Cuando el día se dignó amanecer con su piar de los pintados pajarillos del lugar nos levantamos algo maltrechos por una noche toledana pasada a las orillas de un río que no era el Tajo y después de las abluciones y un parco desayuno subimos de nuevo a la movilidad camino del aeropuerto porque los dioses habían hecho posible que quedara expedito para despegar.
Yo pensaba que, durante el tiempo que había estado aparcado nuestro avioncito, el piloto teniente se había ocupado de repostar todo el combustible que le faltaba para llegar a El Alto. Pero cual no sería mi sorpresa cuando se lo pregunté y me contestó que no, que aun no, pero que ahorita mismo quedaría resuelto el problema. Habló con un empleado del modesto edificio terminal y al rato vinieron el piloto y el empleado, el piloto con una escalera de mano y el empleado con una regadera de las que usan las mujeres para regar las macetas del balcón. Pusieron la escalera apontocada sobre una de las alas de nuestra aeronave, quitaron un tapón a rosca como los que tienen los coches y allí mismo vertieron el combustible que tenía la regadera, me imagino que no más de diez litros.
Listo, dijo feliz el teniente. Ya podemos salir para La Paz.
El agrónomo jubilado y yo nos miramos sin dar crédito a lo que habíamos visto y oído pero ninguno hicimos comentarios, para qué. Nos acomodamos en la aeronave como habíamos venido, el agrónomo en un asiento tras el piloto y yo en el lugar del copiloto.
La aeronave se dirigió al lugar destinado a los despegues y, después de una ligera carrerilla, aquel ligero cascarón aéreo se remontó en el aire, vimos bajo nuestros pies la humilde aldea donde habíamos pernoctado y el río serpenteante que la bordea y poco después solo algodonosas nubes a nuestros pies que impedían ver la hermosa tierra boliviana.
En menos de una hora de vuelo estábamos sobrevolando los elevados picos invisibles de los Andes, muchos con más de 4.000 metros y algunos con más de 5.000. El piloto mostraba tener una gran seguridad en los altímetros del panel de mando. Solo comentó que tenía que subir a más de 6.000 metros para evitar la colisión con los picos más altos. Poco después, la torre de control de El Alto permitió el aterrizaje, el cual que se llevó a cabo, felizmente sin contratiempos.
Ya en el edificio terminal, el capitán Mendoza mandó al piloto teniente cuadrarse y le preguntó cómo se había arriesgado a sobrevolar los Andes con tiempo tan nublado y sin visión directa de la tierra. El teniente respondió con toda la serenidad que da la ignorancia: Volé a “puro aparato” mi capitán. A lo que este le espetó: Pues queda usted arrestado el próximo fin de semana, para que no olvide nunca que con este avión no se puede volar a “puro aparato”.
Este diálogo tuvo lugar en presencia de los dos crédulos pasajeros, el agrónomo y yo, que en ese momento supieron que estaban vivos porque no tenían su sino entre los erguidos picachos de la cordillera andina.
Con el tiempo nos enteremos de la verdadera razón que llevó al piloto a hacer escala en Rurrenabaque: realizar una visita de amor a una de las muchas novias que tenía por los abundantes aeropuertos del país. Una visita de amor que pudo costarnos la vida pues ya se sabe la extraña relación que hay entre amor y muerte.
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¿Adrede? ¡Qué bien toca los cojones!