Ciertamente es craso error confundir valor y precio, y de tal confusión muchos problemas se acarrean. El precio es la tasa del intercambio por algo concreto, mientras que el valor puede ser mucho más subjetivo. No es que el precio no sea subjetivo, pero es lo que objetivamente supone de coste la adquisición de algo. Así suele resultar que, sobre todo para lo no estrictamente necesario, lo que se entiende de mucho valor también adquiere mucho precio. ¿Es cuantificable el goce? Una entrada de cine para una película magnífica tiene el mismo precio que para un horror que nos abrase los ojos y la mente para el resto de nuestros días. ¿Y entonces? Pues nada creo que se pueda convenir para acomodar precio y valor, salvo la subjetividad del deseo de algo, de su admiración, de su necesidad o de su reconocimiento. ¿Cuánto valen “Las Meninas”? Un lienzo viejo de unos 16 metros cuadrados de superficie, con no más de tres milímetros de espesor de pintura, sin contar el marco, no debe valer más allá de unos cien euros. ¿Quién no compraría tal maravilla por tan poco precio? Y no parece posible que se vaya a vender nunca por tan poco. Sinceramente, no podría decidir fórmula alguna que nos ligase valor y precio.
Imagino que en tal confusión de ideas andaba un ministro cuando, preguntado acerca de lo desmesurado del precio pagado por una obra tildada de artística, al modo de un Gran Capitán pillado en mal paso, atinó a decir escurriendo el bulto que no hay que confundir valor y precio.
¿Qué hacer? ¿Tiene el Talleyrand del siglo XXI razón? ¿O la tiene el malvado inquiriente que pretendía insinuar que demasiado precio era aquello para tan poco valor? Creo que el valor de algo artístico necesita el poso de una cierta permanencia y juzgar a toro recién pasado si el valor justifica el precio es arriesgado, por no decir rematadamente imbécil. Por mi parte, no he visto el producto del precio pagado y, aunque lo hubiera visto, tampoco me atrevería a opinar acerca de lo atinado del precio. Obviemos el siempre espinoso asunto de que el precio se pagó con dinero público, porque, ya se sabe, ese dinero no es de nadie. Eso sí, las palabras de la lumbrera de la diplomacia mundial tendían a descalificar al preguntón haciéndole ver que su mezquindad lo arrastraba al error de considerar que se puede reparar en el gasto cuando hablamos de arte. ¿Qué digo yo de arte? ¡De Arte!
Para salir de dudas, me puse a mirar entre los libros que tengo –por los que pagué un precio que me pareció acomodado a su valor- a ver si encontraba solución entre casos históricos. Y agarré el primero que me cayó entre los diez dedos que tratara del asunto, para contarlo aquí y poder concluir algo razonable: las obras que se sucedieron en una iglesia entre finales del siglo XV y principios del XVI.
La iglesia perteneció durante siglos a una de las familias que más cardenales aportó a la Iglesia Católica, llegando uno de sus miembros a Papa, nada menos. Era una basílica paleocristiana, sobre la que acabó levantándose una iglesia tardogótica y luego claramente renacentista. Es una de las iglesias más importantes del mundo católico y de la ciudad de Roma. El libro con que topé cuenta los avatares de las obras, de las paradas y recomienzos, de las luchas entre los distintos miembros de la familia, de sus tropezones con el Papa de turno a cuenta de las propias obras. El caso es que, ¡sapristi!, aparecen referencias concretas al encargo que la familia hace al constructor –con medidas y cantidades precisas- y, ¡más sórdido aún!, la relación de pagos efectuados por cada una de las partidas ejecutadas. ¡Por Dios, qué gente más zafia! Y no sólo, sino que el Papa, que en parte tenía que sufragar las obras, añade que alguna cosa se ha de descontar, porque mucho le parece la cantidad que quiere cobrar el contratista. El contratista brama y se queja, porque primero ejecuta a sus expensas y luego cobra sólo a tajo terminado. La familia tampoco está dispuesta a pagar cualquier cantidad pues, si bien las rentas de cada uno de sus miembros no son bajas, otra parte del coste se sufraga con donaciones y hasta con impuestos. Y claro, tienen que rendir cuentas ante los que contribuyen, como no quieren tampoco pagar de más de su propia faltriquera. En cualquier caso, con el contratista refunfuñando por la paga, la obra se acabó y hoy se visita tanto como entonces. Ya no tanto para orar, sino más bien para pecar, pero tanto da una cosa que otra, que se ora por pecar más y mejor y si no se peca tampoco de mucho vale orar.
Podría pensarse que, claro, eran dineros privados y de gente poderosa, agarrada y expoliadora del pobre contratista. Sí, pudiera ser, pero tal cosa no quitaba para que controlaran hasta el último escudo que pagaban. Pero tampoco es así, porque la misma iglesia, ya en manos del nuevo Estado Italiano –si bien no Roma entera por entonces-, tiene que verse de nuevo en obras, pero esta vez con dinero público. ¡Vaya, de nuevo escatiman y regatean y hacen cuentas pormenorizadas de qué se hace y a cuánto! Nada, no hay caso. Los contratantes siguen sin darse cuenta de que para el Arte no hay que tener en cuenta el precio. Y así, una detrás de otra, cuantas grandes obras de arte se han ejecutado a lo largo de la historia.
Retomando lo que en principio me trajo, resulta que el ministro no tiene razón, sino que el Arte, como el arte, tienen precio y bien tasado. Precisamente, lo que siempre quisieron los encargantes de las obras maestras fue obtener mucho valor por poco precio, y controlaron siempre cuánto debían gastar para cuánto iban a recibir. ¡Qué gentuza! Menos mal que ahora se enciende una luz para que, por fin, se haga Arte para el pueblo sin escatimar en el sucio dinero.
Etiquetas: Dragut
«El más antiguo ‹Más antiguo 401 – 465 de 465