Como modelo económico es un mercado singular porque aúna competencia perfecta, mercado cerrado e intercambio de dos medios de pago, el oro y la sal, las principales monedas de las regiones del Sáhara, Sahel, África negra y península arábiga (aquí con las especias y, en declive, el incienso) en aquella época. Competencia perfecta porque los factores externos de la confianza entre ambas comunidades, sancionada por la tradición de ese comercio, y su dependencia de esos productos para sobrevivir, actúan como garantes mayores que la información y la transparencia en nuestros mercados modernos. No es un simple trueque de bienes de consumo o suntuarios. El tipo de cambio entre la sal y el oro se fija con independencia de otra costumbre que también vincula a ambas tribus, sin impedirles comerciar: los tuaregs realizan incursiones periódicas en el Alto Níger para procurarse esclavos negros... entre los vendedores del oro. El pacto tácito -“hombres que nunca enseñan nada a nadie y con nadie hablan”- de convivencia no necesita de ningún regulador externo (aún no existe la diferencia entre lo público y lo privado que inician Estado y ciudadano) y comprende costumbres aparentemente contrarias como el comercio y la esclavitud.
2. Un precursor de nuestro actual mercado financiero: Onitsha, una pequeña ciudad de Nigeria que albergaba el mercado más grande de África hasta los recientes años 80. No se basa en la división del trabajo, imagen, marca o especialización en producto o servicio tal y como la conocemos en Occidente, sino en la común dedicación de todos al comercio con cambios inmediatos de función de cada uno según la demanda. Y cuando ésta no se manifiesta, cual fantasma, la oferta la crea, en versión rudimentaria de la Ley de Say. Cuando Kapuscinski visita la población el mercado languidece por falta de dinero. Sastres, lavanderas, cocineras, puestos de fruta y hasta su conocido Onitsha Market Literature, con sus respectivos clientes, no cierran transacción alguna. Entonces la imaginación suple al dinero e integra la competencia como cualquier otro suministro, Surge un producto espontáneo cuya demanda será inmediata porque incita la necesidad: el acceso a la ciudad se hace por una carretera estrecha que provoca grandes embotellamientos; los camiones que transportan las mercancías avanzan muy lentamente en medio de la multitud y sin visibilidad. Apresuradamente, unos comerciantes vivales (“emprendedores”) han cavado un gran agujero al comienzo de la calle en el cual se precipitan toda suerte de vehículos. Inmediatamente aparecen múltiples servicios de rescate: de las mercancías apiladas en la caja, de los conductores y del mismo vehículo. También, de restauración: surgen hoteles espontáneos bajo un cartel improvisado en un trozo de cartón en lo que hasta hace un momento eran tiendas precarias. Y puestos de comida y bebida para que repongan fuerzas los esforzados rescatadores de incautos.
Este modelo es lo más parecido al libre mercado, esa falacia de la teoría económica. Trampa, engaño, ruina y reparación son la cadena de valor de la competencia, los productos que ofrece este mercado básico con la misma diligencia y eficacia que el mercado financiero del mundo global en su actual crisis.
3. La Caja de Ahorros de Navarra pasa del Monte de Piedad a la Obra Social y de ésta a la solidaridad democrática en una generación. Del empeño de la medalla, que mantenía a su autor pobre pero único, a la medalla del empeño del necesitado, que mantiene al pequeño mecenas rico pero informe. Un viaje circular de la caridad a la solidaridad con beneficios para el donante. Es el mismo socavón del mercado nigeriano pero con diseño consolador para conciencias solitarias. El nuevo producto no deja de ser un viejo mecanismo de fidelización de clientes: los impositores votan proyectos solidarios y, muy importante para el balance final, cooperativos, a cambio de sentirse partícipes de decisiones que mejoran el mundo, el suyo en primer lugar. La crónica del invento de la Caja de Ahorros dice que “el público quiere menos cultura y más solidaridad”. Pero el público, nunca mejor dicho porque de espectadores se trata, construye el mismo fetiche con una exposición de moda que con un proyecto solidario o de cooperación al desarrollo: dejar de ser público y sentirse actor de la función. No son solidaridad ni buena conciencia los productos que vende con éxito la Caja sino la (re)integración en la comunidad y el sentimiento de igualdad que necesitan sus clientes para dejar de ser seres anónimos y solitarios. Los actuales impositores eran antes familiares y vecinos entre sí, con una identidad reconocida mutuamente, y ahora son una masa informe que quiere rentabilizar los intereses de sus depósitos en forma de participación y personalidad, no de ideales y valores, como suele confundirse. Como modelo de mercado éste es el más eficiente, si se mide en costes y beneficios para ambas partes, Caja y cliente.
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