J. Quintana. Macarra y visionario.
La principal diferencia entre los politeísmos paganos y el monoteísmo de las tres religiones del Libro no es, como podría parecer a un extraterrestre o un ateo, una simple cuestión de cantidad; es un asunto de desigualdad -y, por lo tanto, cualitativo. Cuando hay un solo dios con las características de Ese, no caben las ideas de aceptar o elegir, sino sólo la sumisión. El creciente dominio censual y territorial del dios bíblico, en régimen de semimonopolio (aproximadamente cuatro mil millones de creyentes, y subiendo) está provocando un efecto colateral que pasa desapercibido ante otros intríngulis teológicos de mayor relevancia salvífica, a qué negarlo, pero menos trascendencia narrativa. Hablo nada menos que de la desaparición de un clásico de nuestro ingenio: el engaño a un dios para conseguir comida, armas, mujeres, visados diplomáticos al más allá o, qué coño, para pasar un buen rato riéndose con los amigos y contándolo alrededor de la hoguera, frente al televisor o en los chats: no os podéis imaginar la que le armó el otro día a Ganesha un amigo de mi cuñao.
Con los dioses de los distintos panteones siempre se pudo competir; los humanos los engañaban con frecuencia y no siempre tenían que pagar un precio. De hecho, no hay una sola religión politeísta que no albergue relatos en los que algún humano tangue a algún dios: en las religiones de origen yoruba, tanto africanas como en sus distintos desarrollos americanos, cualquier brujo o iniciado puede tener con cierta facilidad un orishá a su servicio, correspondiendo a postulantes, peticionarios, discípulos y creyentes comunes el abono de las tasas; el maíz centroamericano fue robado a los dioses en multitud de relatos mayas y mexicas (existe toda una categoría divina, que se puede encontrar en los cinco continentes, que tiene que ver con los alimentos obtenidos a través de la destrucción de dioses llamados dema; generalmente se trata de cereales y tubérculos, es decir: se vincula el nacimiento de la agricultura a la colaboración -forzosa las más de las veces- de alguna divinidad); los dioses del tipo trickster -'tramposo'-, por lo general encarnados en animales totémicos como cuervos, osos, zorros, &c., son habituales burladores en los relatos norteamericanos, pero también resultan muchas veces forzados a ayudar en sus tareas semidivinas al héroe cultural de guardia. Los ejemplos son infinitos; la Odisea, un catálogo.
Imagino que esa característica universal de los dioses, la de ser susceptibles a la derrota y el escarnio, proviene esencialmente de su multiplicidad: si hay varios, aparecerá la jerarquía; si hay un orden de prelación, alguno ha de ser superior a otros y, por lo tanto, algunos han de ser inferiores; si hay dioses inferiores y, como aprendemos cada día en este blog, hombres más listos que otros, no es ridículo suponer que, al menos, el hombre más astuto pueda engañar siquiera una vez al dios más tonto. Ya está armada.
Pero en todos los saraos hay un aguafiestas. Cuando llegó el dios de Abraham, se acabó la juerga. Al Dios no se le puede embromar.
No faltan los intentos veterotestamentarios, pero todos son vanos. Fracasaron Adán y Eva en su tentativa de cargarle el mochuelo a la serpiente, el propio Abraham con el regateo de justos en Sodoma, Jonás intentando escaquearse del marrón de Nínive,... ¡qué victorias parciales para nuestros colores no hubieran sacado de ahí egipcios, aztecas, griegos, chinos, indios, babilonios! Pero en el Antiguo Testamento no hay modo ni de empatar: el Padre -creador increado, omnipotente, omnisciente- es cualquier cosa menos un deus otiosus que delegue los asuntos mundanos en manos de operarios poco cualificados, y no deja sitio alguno al triunfo del ingenio ni en el espacio ni en el tiempo; pues, por si lo habíamos olvidado al enumerar sus notas más destacadas, también es omnipresente y eterno, e incluso, blasfemando de toda otra creencia, anterior al mismo caos. Y así no hay manera.
Que el final de los engaños es irreversible lo consagra el Nuevo Testamento. Gracias a la aparición del Hijo, su idea corporativa del consejo de ministros (pienso que ahí cargó la mano en su naturaleza humana), la feliz imaginación del Espíritu Santo y la colaboración del clero en su incansable papel de multiplicar inutilmente las entidades con ángeles y arcángeles, dominaciones y potestades, serafines y tronos, la Santísima Trinidad y la Comunión de los Santos, hay una aparente ruptura con el monoteísmo sin fisuras hebreo, y el paganismo se recupera alegremente con Noches de San Juan, Natividades y otras fiestas qtypicas. Pero todo es una fachada, y ninguno de esos personajes es realmente un dios del que robar dones, un dios a quien despojar del fuego creador, del mágico salvoconducto o siquiera de unas cuantas patatas.
El último en intentarlo más o menos seriamente fue Satán, tentando a Cristo en vano. Si no me equivoco, en el envite lo perdió todo: de él nunca más se supo en las Escrituras, pues cuantos diablos aparecen posteriormente mencionados en ellas son meros subalternos que no resisten ni dos guantazos del Hijo; su imagen se resintió y, a pesar del indudable encanto icónico de los cuernos y el rabo, siempre se lo representa en sus mejores años, tentando a algún viejo profeta, o bien recluido en los infiernos haciendo de fogonero; su descrédito ha ido creciendo con el calendario: el paso de los siglos y la aparición ventajista de supervillanos en los medios de comunicación ha provocado que hoy en día ya ni los creyentes en la güija se lo tomen en serio. Y, por si fuera poco, Satán ni siquiera era humano. (En contra de mi criterio, un buen amigo defiende con elocuencia los méritos de Barrabás como el ganador postrero de un mano a mano con un dios, y destaca además la ausencia de subterfugios, disfraces y otros trucos clásicos del género. Mi opinión es que su participación en el evento fue absolutamente pasiva, que el tipo se encontró con la victoria sin haber siquiera planteado una estrategia, y que no era eso.)
Ni aun nos cabe el consuelo de comparar la oración de las religiones abrahámicas con la magia sincrética o los conjuros animistas. Mientras la trama mágica pretende obtener del dios invocado su absoluta obediencia -bien al oficiante, bien al que paga la cuenta-, a veces ligando a la deidad tan solo durante la resolución de un conflicto concreto, pero en no pocas ocasiones con la finalidad de obtener un paladín 24/7 que vele por su adorador-propietario sin reposo, la oración no es más que un procedimiento de ruegos y preguntas sin capacidad vinculante. Librar de su encierro a un djinn vale, como todos sabemos, por tres deseos; los sacrificios humanos avalan las próximas cosechas; pero el rezo ininterrumpido del rosario no garantiza un mal colín. Cesen, pues, sus giros las camándulas madridistas: este Dios no se deja engañar.
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