El negacionismo, al fin entre sus pares
Querido J:
Pasé una tarde muy emocionante, el último sábado. En la Librería Europa habían convocado una conferencia de David Irving. Tenía ganas de conocerle y la cita me había cogido leyendo ¿Por qué creemos en cosas raras?, el libro de Michael Shermer que Alba acaba de publicar, y donde hay un completo retrato del personaje. Así que llegué a la calle Séneca, y unos policías me cerraron el paso
- La calle está cerrada por seguridad.
- Ya. Voy a la conferencia.
- ¿Qué conferencia?
Me pareció que el policía levantaba la ceja con un punto de altivez y que se hacía el tonto con excesivo realismo.
- A la conferencia -le contesté, tan secamente como en las novelas.
- Caporal… ¿Pasan?
Y abrió el paso. La librería estaba tomada. Y eso que no habían llegado los fotógrafos, arrinconados en la calle hasta que entrara Irving. Pagué cinco euros y me condujeron a un cobertizo trasero, donde se pronunciaría la conferencia. Me tranquilizó que para llegar a él hubiese que atravesar un patio al aire libre, y eché una ojeada a los distintos caminos de evacuación. No me senté, aunque había sitio: me gusta estar preparado. Cuando Irving y los fotógrafos se acomodaron hubo que luchar sin descanso por el lebensraum. La salita: porque no cabían más de 50 personas. Había mucho chiquito nazi y sobre todo mucho policía disfrazado de chiquito nazi. Se me puso al lado un honrado funcionario judicial. Pobre hombre, en sábado por la tarde.
- Me ha enviado el juez.
- ¿A ver qué dicen?
- Sí, más bien a levantar acta de que están grabando lo que dicen.
En efecto. Entre la multitud de cámaras destacaba la de la Policía. Hasta que no se instaló y empezó a filmar no habló nadie. El primero en hacerlo fue un Varela, catalanísimo, quiero decir racialmente catalanísimo. Yo diría que de la Terra Ferma. No dijo más que estupideces, pero para eso estábamos allí. Ahora bien, voy a detenerme en las estupideces. Sobresalían las vinculadas con los judíos y la crisis económica. Es decir, el presente histórico. Varela vino a decir que los judíos nos habían llevado (de nuevo: antes fue en los 30) a la ruina. Una estupidez, ya digo. Y con el peligro habitual: nos han llevado a la ruina en tanto que judíos. Pero eché un vistazo a la sala tomada, a la calle tomada… ¿Todo esto porque un catalán diga lo que está en el ambiente, cada día, en los diarios, en los foros internáuticos, especialmente después de lo de Madoff, al que nadie llama sinvergüenza porque basta llamarle judío, esto es, digo, lo que está en el ambiente, la especie, el conocido reptil, de que la banca judía nos arruina? Hombre, hombre, qué dilapidación.
Se calló Varela y empezó a hablar Irving. Mientras tanto su ayudante, una hosca y fría rubia, guapa y sobre todo sana, disponía sus libros en la mesa. Irving tiene una simpática apariencia de boxeador irlandés. Nada más empezar desgranó todos los asuntos de los que no podía hablar, Auschwitz y las cámaras de gas, entre muchos otros. En realidad demasiado había hecho con estar aquí. Según el libro de Shermer, Irving tiene prohibida la entrada en Alemania, Austria, Canadá, Italia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, y esto era a finales del siglo XX por lo que es probable que la lista haya aumentado. Con la enunciación de todo aquello que por orden judicial debía obviar el conferenciante y paladeado ya el ambiente, el objetivo estaba más que cumplido y me largué no sin dejar con un poco de lástima a mi secretario judicial, a merced de la insolencia de algunos fotógrafos y sus prepotentes cañones que amenazaban con sacarle un ojo a cada movimiento.
De vuelta a casa pensaba lo que ahora pienso: el acoso a Irving es un asunto ridículo. Y grotesco y lesivo que se le indiquen bajo apremio judicial cuáles son los asuntos de los que no puede hablar. Desde luego no creo que se pueda mentir impunemente. Y creo también que la misión principal de los jueces es intervenir en los conflictos sobre la verdad. Y que deben intervenir frente a Irving y el negacionismo y frente a cualquier otra petición fundamentada en la ofensa que causa una mentira. Pero la sentencia no debe ser el silencio. Los libros de Irving no deben prohibirse: simplemente deben llevar obligatoriamente incluidas las sentencias que dictaminan su falsedad. Sus conferencias no deben acotarse: sólo que alguien debe explicar obligatoriamente en cualquier sala donde Irving hable esas mismas decisiones judiciales. Lo sé, los preservativos son muy engorrosos: pero evitan muchos males mayores. En cuanto a la verdad no es cierto que se defienda sola. Montaigne nos enseñó que a diferencia de la verdad la mentira tiene mil caras: una clara superioridad numérica que hay que contrarrestar.
Los jueces deben intervenir, además, porque libros como el de Shermer no se recitan de carrerilla en los colegios. En los colegios se pierde la vida entre himnos y oraciones. Se trata de un clásico y hermoso catecismo para nuestra improbable patria. La primera edición se publicó en 1997 y hasta ahora no había sido traducida al español. Ya sé que casi nada, salvo las ruedecillas de humo de Auster, se traduce al español; pero en esa suerte de cánon de las ausencias la obra de Shermer, que es hoy una de las grandes figuras del escepticismo aunque ayer fue creyente, estaba en el primer lugar. Sí, de acuerdo: no hay traducciones de Elizabeth Loftus, de Susan Blackmore o de Patricia Churchland, y es muy grave; pero lo de Shermer es previo. Un catón: un libro indispensable para estudiantes, políticos, periodistas y pedagogos, que enseña a reconocer la verdad y a ejercerla.
El ensayo contiene la más sucinta y convincente refutación del negacionismo que haya leído jamás. Se centra, como es pertinente, en el argumento fundamental, que es la negación de las órdenes exterminadoras. Los negacionistas menos delirantes asumen que murieron centenares de miles de judíos, entre otras razones, porque les resulta difícil dar cuenta de su actual lugar de residencia; pero sostienen que murieron, sobre todo, a causa del hacinamiento y que las cámaras de gas servían para desinfectarlos aunque no de la manera traumática a que alude la propaganda judía. Shermer relata con gran parsimonia las pruebas (aportadas por los propios nazis desde Eichmann hasta Göring) de que el exterminio existió y fue consecuencia de las órdenes dadas por los jefes nazis. Cualquier argumento negacionista, sea de Irving, Cole o Weber, se deshace ante la prosa escalonada de nuestro escéptico. Sin embargo, y respecto a la verdad y su florecimiento, ni siquiera esto es lo más importante del libro. Lo realmente devastador es el tratamiento pragmático que recibe la negación del Holocausto. El mayor acierto de Shermer respecto a este asunto no ha sido, probablemente, el dedicarle un estudio completo al negacionismo, que lo ha hecho y se llama Denying History: Who Says the Holocaust Never Happened and Why Do They Say It? [Negando la Historia: quién dice que el Holocausto nunca sucedió y por qué lo dice?], sino el incrustar un capítulo de 100 páginas sobre el asunto en un libro dedicado a las pseudociencias. Creo comprender las razones por las que el combate contra el negacionismo adquiere un carácter político y sentimental. Y deben seguir activas. Pero, a mi juicio, nada más eficaz que la estrategia de Shermer. El negacionismo en franco diálogo con sus pares: la videncia, la ufología, el creacionismo, las brujas y la imposición de manos.
Y la Librería Europa, como una garita donde echan el tarot.
Sigue con salud.
A.
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