Elogio de la responsabilidad
Con ese espléndido título, el pasado domingo publicó en el diario El País un mediocre artículo el ideólogo oficial del PP y de Mariano Rajoy, el diputado José María Lassalle.
La intención era buena: denunciar el riesgo de que la crisis económica y la crisis social que llega conduzcan a una reedición de los errores de los años treinta del siglo pasado que llevaron al auge de los totalitarismos. Sin embargo, el diagnóstico de aquel proceso es simplista, insuficiente y erróneo.
Un problema habitual con Lassalle es la superficialidad y el caso de su pensamiento, que trata de disimular con abundancia de citas, no siempre bien traídas. No cabe confundir el pensamiento con la erudición, porque el primero exige digerir las citas y Lassalle tiende al empacho y a la empanada.
Por de pronto, el primer totalitarismo no fue el nacionalsocialista, sino el comunista, del que el primero es una escisión o herejía. Aunque el crash del 29 coadyuvó sobremanera a la conquista del poder por Hitler, no fue la única causa.
1.- Con carácter previo, se puso en marcha la mayor ideología legitimadora del odio, el marxismo, y su derivación estratégica, el marxismo-leninismo.
2.- Una de las causas del ascenso totalitario fue la degradación de los intelectuales por el relativismo y el abandono de la ley natural: de la existencia de derechos personales previos al Estado. El nazismo triunfó en las universidades estatalizadas antes que en la sociedad.
3.- El ascenso del nazismo se debió a los errores del Tratado de Versalles, como resaltó Keynes en su libro ‘La paz cartaginesa’, que propició un clima revanchista en Alemania.
4.- También al sistema proporcional que destruyó a la República de Weimar, al imposibilitar la configuración de gobiernos estables y concedió la llave de la gobernabilidad a las minorías, por ese cauce creció el SNAP:
a) Hitler accedió al poder financiado por una parte del empresariado alemán
b) Por las maniobras de Scheilecher y Von Papen, por el centroderecha alemán.
5.- También la Constitución de Weimar contemplaba una discrecional capacidad del presidente para gobernar por decreto, que fue utilizada de manera perversa por Hitler.
Pero todas esas causas no hubieran catalizado en el triunfo del totalitarismo, sin la dinámica objetiva y perversa del intervencionismo. En ese sentido, la tesis más acertada me parece la de Friedrich Hayek en ‘Camino de servidumbre’. Se acostumbró a las poblaciones a esperar todo del Estado y el Estado terminó vistiendo de uniforme a las poblaciones. Fueron los mayores estatistas, los más radicales, los beneficiados.
Con pleno acierto, Karl Popper en su libro ‘La sociedad abierta y sus enemigos’ indica que “indudablemente, el más grave peligro del intervencionismo –especialmente cualquier intervención directa- es el de conducir al aumento del poder estatal y de la burocracia. La mayoría de los intervencionistas hacen caso omiso de ello o cierran los ojos ante la evidencia, lo cual agrava aún más ésta peligro”. De modo que, concluye Popper, “es importante frenarlo a tiempo pues constituye una seria amenaza para la democracia”.
El intervencionismo destruye la democracia y conduce al totalitarismo.
Y la cuestión es que son los gobiernos occidentales los que con este desenfreno intervencionista, sin límite moral ni económico alguno, están destruyendo la democracia –pagamos impuestos para que el Gobierno proteja nuestra sociedad, no para que se incaute de ella- y llevando a las sociedades al totalitarismo.
En ese sentido, puede llevar algo de razón Lassalle cuando apunta que los enemigos de las sociedades abiertas no van a vestir “con botas de caña ni correajes”, aunque también, pues con tales trazas se presenta, por ejemplo, Hugo Chávez.
Pero Lassalle pasa de su insustancial frivolidad habitual a la estricta manipulación de ideólogo orgánico cuando, en funciones de presunto vigía de Occidente, avisa de que los nuevos totalitarios tratarán de “rentabilizar el malestar social canalizándolo hacia alguien: el Gobierno, la oposición, la clase política, los partidos, las instituciones, los medios de comunicación o, por qué no decirlo también, los inmigrantes”. Desde luego, los inmigrantes ninguna culpa tienen, pero el Gobierno y la oposición no han de quedar inmunes a la crítica, como pretende Lassalle, en funciones de ideólogo ya de toda la casta parasitaria, pues en eso ha devenido nuestra clase política.
Es esa casta, que ha votado por práctica unanimidad, robar a los pobres para dárselo a los ricos, en esos planes de supuesto rescate de los bancos, que son un desfonde en el intervencionismo y una apuesta por el totalitarismo.
Ha de ser la sociedad civil, las clases medias, organizándose y pasando de la resistencia a la rebelión, las que impidan –por responsabilidad, por instinto de supervivencia- el gravísimo riesgo totalitario a la que les pretenden conducir sus enfangadas castas parasitarias.
Hitler, como Mussolini, como Lenin, como Stalin, no eran otra cosa que políticos profesionales. Ese biotipo que Paul Johnson ha calificado de la peste del siglo XX y que son –Lassalle mediante- también la plaga insostenible del XXI.
Enrique de Diego
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