Nunca he oído una mejor descripción de la actual ofensiva de la memoria histórica: fabricarse un pasado “de todo confort” que te redima tanto de penurias antiguas como de incómodos usos de la razón actuales. Y dotarse de una imagen idealizada que te blinde ante cualquier análisis histórico. De ésos que se publicaban en los últimos años del franquismo y primeros de la Transición (época ahora oficial del “olvido pactado”), fuesen de hispanistas británicos o de historiadores españoles. Así que el primer y nada paradójico cadáver de esta operación de memoria es la historia. Como campaña política la memoria histórica es épica tanto por su tono legendario como por su campo de batalla: se desarrolla en todos los frentes, los tres poderes del estado, la televisión (Cuéntame, Amar en tiempos revueltos) y la prensa. Es ambiciosa y eficaz porque trabaja con el tiempo personal, induciendo un recuerdo idealizado en quienes no lo tenían y ofreciendo a los pobres de espíritu una doble riqueza, nostalgia de heroísmo e integración en un Pueblo que se resarce del olvido, todo ello sin el coste de la razón. Se explica en cuentos de hadas, que son de nadas pero que ofrecen al supuesto huérfano de la historia la satisfacción de un santoral compartido y la seguridad del calendario zaragozano.
Los principales destinatarios de la memoria histórica son, lógicamente, los jóvenes, a quienes se ofrece una libreta de recuerdos a plazo fijo, cuyos cupones irán cortando puntualmente los gestores políticos de memorias colectivas en cada convocatoria electoral. Quizás sea éste el principal motivo de la maniobra de la memoria histórica: permanecer en el poder activando en el elector los resortes más íntimos e irracionales –y, por tanto, seguros- del voto: los simbólicos y sentimentales mediante el antagonismo de imágenes y valores. Que tenga que elegir entre un miliciano impecable y un falangista invasor, entre el prestigio del perdedor y la violencia del vencedor. Y que se le ofrezcan mitos y leyendas como garantía (por ser incontrastables) de reparación personal de pasados corrientes, rutinarios, de ésos que no se pueden contar sabedor uno de su condición ordinaria. Cuando al hombre común se le ofrece una máscara, el refugio que proporciona la fama colectiva y el confort de integrarse en una leyenda vencedora, instalada en la cultura y hecha institución, da su voto gratis y por varias legislaturas, puesto que el tiempo es la principal oferta de la memoria histórica.
Nada mejor que una memoria única como garantía de un pensamiento único. “Piel ritual sobre la piel verdadera, la máscara consagra al héroe”, dice Laura Restrepo en el reportaje de acertado título Vámonos al diablo. El poder de la máscara. Pero máscara significa bufón en árabe. Y en Méjico no hay mayor deshonra para el luchador, para el héroe popular de la lucha libre, que ser desenmascarado en el combate. La cuestión es que nuestro Superbarrio, el paladín local de la memoria histórica, no tiene contrincante que lo desenmascare.
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Unas molestas purgaciones me impiden alternar en sociedad como quisiera, así que no podré responder a sus cuitas, caso de haberlas. Además, el gobierno –tan pródigo en gasto social con sus clientes- no se ocupa de estas enfermedades de vergüenza, bajo excusa de machismo, por lo que me aplico unos emplastos de paciencia y salfumán a partes iguales, de incierta eficacia. Si hay algún galeno por la sala, que se pronuncie.
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