Había amanecido varias horas atrás, pero aún el fresco se dejaba sentir en la piel. Me dirigí hacia el ciruelo dispuesto a coger algunas de aquellas ciruelas frailes, de carne prieta y sabor almibarado. La dueña las desperdiciaba pues las contaba cuando aún colgaban del árbol y luego cuando yacían en el suelo, como si la cosecha consistiera en esa contabilidad estéril y que se agotaba en saber que nadie le robaba ninguna. Como no ocurría así, a tardes alternas se acercaba por la casa y le protestaba a mi madre por el robo intolerable de sus ciruelas. Mi madre solía escucharla con paciencia y luego le preguntaba por su hija y por sus gatos, una manada de cimarrones negriblancos y pintos que no cesaban de reproducirse. Cuando volví a casa llevaba en el capazo una docena larga de ciruelas, alargadas, y verdosas entreveradas de brillos dorados. Las dejé en la alberca para que se refrescaran y poder comérnoslas al mediodía. Después, habiéndome calzado las deportivas, bajé al pueblo a por los churros. El camino de tierra desembocaba en otro de asfalto casi al llegar a la plaza, y desde allí solo había que ir cuesta abajo por un par de callejuelas escoltadas por macetas de geranios y olores de bodega y por el más que perceptible olor de la fritanga de la churrería. Allí compraba los tejeringos todas las mañanas, saludaba al churrero que me preguntaba por mi padre y se quejaba del tiempo que hacía desde que se vieron la última vez, casi casi cuando se fue mi padre a estudiar a Granada, y la mala suerte de que no habían logrado verse ni en el bar ni en la plaza. Por el camino, vi que María ya preparaba el cubo con la cal para darle una manita a la fachada y redondearla un poco más con una nueva capa.
De vuelta a casa, aún estaban dormidos, y desayuné a solas, con la cría de gato que había decidido quedarse a vivir con nosotros paseando por entre mis piernas y maullando lastimera. Después de desayunar había ya poco que hacer. El calor comenzaba a apretar y la naturaleza se detenía hasta el atardecer. Ni un gorjeo, ni las gallinas picoteando por el porche, ni los perros ladrando y jugueteando. Era un silencio inmóvil el de esas mañanas, solo quebrado por la música que salía de transistor a pilas que me llevaba al fondo de la huerta. Sentía pasar el tiempo mientras el calor resecaba mi piel. Mantenía una respiración pausada y suave, de descanso y atención. Cerraba los ojos y trataba de identificar todos los olores que me llegaban, las flores de los limoneros, de los limeros, de los mandarinos, el olor de las ciruelas, y el de la buganvilla del muro lindero con los vecinos. Quietud expectante y relajada, desmentida en lo alto por el vuelo obsesivo y circular de unos buitres. Ya alguien había despeñado por la barranca alguna recua enferma o vieja, quizás incluso muerta, ya los buitres se asomaban desde su distancia a la calva abierta por la Naturaleza entre el alcornocal y los olivares.
Cuando ya en la radio habían anunciado el ángelus y el sol en su mediodía se lanzaba de plano contra la blancura añil de las paredes, contra los caminos desiertos a esa hora, contra las láminas tensas y elásticas de las piscinas, me acerqué por el sendero terroso y me di un chapuzón en el agua helada y continua de la alberca, acaso solo deseando el frío que contraía los músculos y granulaba la piel renegrida. Desde una de las esquinas, la que siempre estaba soleada, veía el chorro incesante del manantial que se lanzaba contra el fondo de la alberca, detenido súbitamente por la superficie, y escuchaba el desagüe que se iba perdiendo en un regato cada vez más mínimo en el fondo de la huerta. A lo lejos, el murmullo de personas y las risas de los niños de El Zumacal, a veces tan cerca y otras tan lejos. Algunas mulas cruzaban indolentes la finca; en los serones de esparto, algunos aperos, las cáscaras de las almendras e incluso una cría de perra perdiguera. La temporada de la perdiz no andaba lejos, y los cachorros debían de aprender el rastreo y señalamiento de las aves.
En esos años sonaban canciones como ésta o ésta, o ésta otra.
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