Bueno, ahora ilústrense un poco; tú no, fede, con tus neuronas tan hechas cisco podrías entenderlo al revés:
(En Años de hierro)
(1939) Los vencedores temían brotes de resistencia. Los exiliados disponían de recursos económicos y extensas simpatías entre las izquierdas europeas, y ante la creciente tensión franco-alemana, París podía sentir la tentación de reorganizarlos en milicias para volver a España por la fuerza. Miles de exiliados estaban dispuestos a ello. Por las sierras y campos de España, grupos de huidos practicaban un bandidaje de subsistencia, capaz de transformarse en verdaderas guerrillas bajo un liderazgo serio. Debía esperarse que los sindicatos y partidos izquierdistas y separatistas, tan nutridos hasta hacía poco tiempo, volviesen a la acción. Asimismo la masonería, con sus redes ocultas, podía ejercer un papel subversivo de enlace, aparte de una tenaz propaganda internacional antifranquista. Estas aprensiones, aunque llegaran a veces a paranoias, tenían una clara base racional, y de ahí, en parte, la violenta vigilancia del régimen.
Un informe de un confidente del SIPM (Servicio de Información y Policía Militar) destacado en Marsella daba cuenta, a finales de julio, de los cambiantes estados de ánimo entre los exiliados: al principio la mayoría daba por hecho que el franquismo duraría muchos años, y trataban de embarcar para América, pero “las gentes que opinaban así hace dos meses sostienen hoy criterio radicalmente opuesto (…) El optimismo más desenfrenado ha sucedido al pesimismo (…) González Peña, Lamoneda, Gabriel Morcón, Companys, Osorio Tafall, Riquelme, José Luis Fuentes, Alzugaray, reiteran todos los días la confidencia y el consejo (…) “Todo el problema está en aguantar aquí tres meses. Pasado ese plazo, volveremos a España por la puerta grande y volveremos a gobernar” “Aquello no aguanta nada”, “Yo mismo, ante el rumbo que toman las cosas, desisto de marchar a América definitivamente”. Esta afirmación optimista rueda de boca en boca sin contradicción”.
El análisis del confidente sobre aquel optimismo tiene también interés: “Descansa en los siguientes presupuestos: A) La falta de unidad política. Para los dirigentes rojos la España nacional está gobernada por otro frente popular que adolece de los mismos defectos que el rojo La pugna [interna] hará que la unidad de los días de guerra desaparezca y dé paso a una lucha brutal entre unos y otros (…) Falangistas y requetés son incompatibles (…) Los monárquicos a su vez en franca oposición al resto; los (…) antiguos afiliados de la CEDA, en discrepancia también con la tendencia totalitaria, y los propios militares, divididos ¿Qué estabilidad política puede asentarse sobre esas bases? La solución inmediata “nos vendrá a las manos”, decía Lamoneda (…)
B) El alcance y los términos de la represión Las noticias que ponen en circulación los elementos rojos a este respecto son de una extremada gravedad, secundados por la prensa izquierdista francesa. (…) Hacen ascender a 50.000 el número de personas detenidas en Madrid; a 300 los fusilamientos diarios; a centenares el de paseos dados por los falangistas (…) El proceso de Besteiro, a quien ellos califican de traidor vendido a Franco, comentadísimo insidiosamente (…) La condena de Besteiro sería una satisfacción grande para estas gentes.
C) La situación económica de España (…) En España no se come. No hay pan, ni café, ni azúcar ni…una peseta. No hay trabajo ni lo habrá en mucho tiempo. Hacen objeto de circulación preferente (…) una supuesta campaña contra Cataluña, movida por los alemanes, que tienden a arruinar totalmente la industria catalana a fin de no tener contradictor en el mercado industrial. Esta campaña encuentra eco fuerte en las masas catalanas, de derechas o de izquierdas (…) Suponen que esta supuesta o real penuria económica ha de despertar en el pueblo una fuerte agresividad contra el poder constituido, que dará al traste con él. También esperan mucho de la resistencia de los países democráticos a hacer empréstitos a España”.
D) La situación internacional: De la situación internacional y de su agravación esperan también óptimos frutos. Álvarez del Vayo tranquilizaba hace pocos días a Lamoneda (…) “La guerra vendrá inevitablemente a fines de verano, y España, quiera o no quiera, entrará en ella al lado de Italia y Alemania. En este momento, los ex combatientes republicanos, con la ayuda franco-inglesa ya en gestión, entraremos por los Pirineos, mientras los vascos entrarán por Navarra y Guipúzcoa. Aunque tarde, Francia se ha dado cuenta de su torpeza al abandonarnos”.
El análisis de los emigrados, socialistas sobre todo, distaba de la simple fantasía, aunque cargase las tintas. De hecho, sobre aquellos peligrosos asuntos iba a girar la política, la habilidad y la capacidad de resistencia del régimen en los años siguientes. El infiltrado, sin duda un hombre ponderado y realista, expone: “Después de hecha esta investigación, me tranquilizo. Aunque en algunos puntos puedan tener cierta razón, incurren en un error fundamental (…) Olvidan, de un lado, que todo su razonamiento descansa en la hipótesis del juego normal de una política, con la influencia decisiva de la opinión pública, que en el actual régimen de España, aunque admitiéramos la hipótesis de su frialdad, no tendría eficacia alguna. Por otra parte, olvidan también que de estos dirigentes no ha quedado uno solo con prestigio personal que sea capaz de sumar una docena de adeptos”. Ciertamente el recuerdo de la guerra seguía demasiado fresco como para que la opinión pública transformarse sus disgustos en oposición real, y los partidos y jefes de la república habían quedado profundamente desbaratados: dentro de España no tenían perspectivas.
Lo más corrosivo para las izquierdas no había sido la derrota bélica misma, sino el modo como había caído el Frente Popular, y la huida de sus jefes. En el exilio, tras dimitir Azaña a finales de febrero, la presidencia de la república correspondía interinamente a Martínez Barrio, que debía asumirla en el plazo de 38 días, pero dejó pasarlos y renunció ante la fantasmagórica diputación permanente de las Cortes, en Méjico; y esta decidió a finales de julio la inexistencia de un gobierno republicano. La gente común perdió las viejas ilusiones, como indica Marías, y pocos seguían dispuestos a luchar por ellas en el interior. La inmensa mayoría de los ex combatientes antifranquistas trató de adaptarse a las circunstancias y volver a una vida normal, y en general lo consiguió. No pocos se congraciaron con la situación e incluso medraron en ella, ocultando mejor o peor su pasado político. Una minoría activa organizaba redes de asistencia a los presos y sus familias, a veces fugas de prisioneros, o sabotajes esporádicos. Los anarquistas formaron grupos de asistencia, también los socialistas, sobre todo en Asturias, en cuyas montañas se habían refugiado militantes suyos. Los masones “abatieron columnas”, entrando en hibernación, por así decir, y la mayoría de los líderes del exilio, aunque dispuestos a organizar grupos armados si Francia lo favorecía, de momento pensaban en subsistir más bien que en seguir la pelea…
Con la excepción de los comunistas. Éstos, conviene reiterarlo, habían vertebrado y prolongado la guerra, dotando al Frente Popular de la disciplina, el ideal y el ejército precisos, y habían dispuesto de un elemento ausente en sus aliados: una visión estratégica tanto militar como política. Lógicamente, atribuían la derrota a la traición de los Casado, Besteiro, Mera, etc., a quienes acusaban, además, de haber dejado entre rejas a varios dirigentes medios y militantes del PCE, como ofrenda a los nacionales (y así había ocurrido, fuera por intención o por el desorden de aquellas jornadas). Los comunistas sólo se sentían vencidos provisionalmente, y estaban dispuestos a volver a la lucha: “donde hay un comunista, allí está el partido”, rezaba un dicho interno, no del todo falso. Poseían una mística y una disciplina especiales, muy superiores a las del resto de las izquierdas e incluso a las de sus archienemigos falangistas.
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