«Hacia la noche me fui a la ciudad. En un principio había tenido la intención de ir sólo hasta el muelle, y así pasé la Lonja hasta llegar al llamado Borne, que en vida de Franco, es decir, desde la victoria de los fascistas hasta su caída, sólo se llamaba Paseo del Generalísimo, y me senté en la terraza de café situada frente a la casa de los Cañellas y pensé de repente con los ojos cerrados, sentado en aquel sillón de mimbre viejísimo pintado de blanco, mientras me tomaba un gran café exprés y el sol brillaba a través de los plátanos, por desgracia todavía desnudos, en el nombre de aquella joven de Munich a la que dirigí la palabra aquí en el Borne en mi última estancia en Palma y que luego, después de haberla invitado a tomar un café conmigo precisamente en aquella terraza, me contó su horrible historia. Anna Härdtl se llamaba aquella joven. Me había sentido espantado al contemplarla. Evidentemente llevaba luto y daba una impresión de trastorno y miseria…
Era agradable volver a hablar con personas después de varios días, dijo. En el punto más alto del noaguantarmás, según ella misma, tuvo la idea de ir en avión a Mallorca, con su marido y su hijo, para pasar unas semanas. No había contratado el viaje más barato, pero sí, sin embargo, casi el más barato, la habitación debía tener un balcón desde el que pudiera verse el mar, había sido su única exigencia. Fue en el Hotel París, dijo, en el que estábamos alojados. Me lo había imaginado todo distinto. Cuando por primera vez después de su llegada, muy de mañana, se metió con el niño en el mar, le dio asco. Y también al niño. Habían alquilado dos tumbonas y habían estado varias horas en silencio, con otras mil o dos mil personas. No habían podido hablar en absoluto, porque junto al hotel había unas obras que les impedían toda conversación. Habían intentado dejar el hotel, pero no fue posible, en ninguna parte encontraron alojamiento. Por eso, finalmente, pensaron ya al segundo día en volver a Munich, pero tampoco pudieron hacerlo, porque no se podía conseguir plaza en el avión. De día y de noche teníamos que taponarnos los oídos, dijo, y de puro asco no nos metimos ya en el agua. Sólo por agotamiento podían dormirse siempre en una habitación de paredes tan delgadas que oían cuando en la habitación de al lado alguien se revolvía en la cama. Cuando abría la puerta del armario, dijo, veía el exterior; porque la parte de atrás del armario no era más que el muro de hormigón ya agrietado por la intemperie, no más espeso de diez centímetros. De noche había tales corrientes de aire que los tres nos enfriamos. Teníamos pensión completa, dijo, pero no podíamos comernos la comida. Al quinto día ocurrió, dijo. Ella, sin duda otra vez por agotamiento, se había dormido hacia las dos de la madrugada y se había despertado luego hacia las cinco. Asustada. Estaba muy oscuro, dijo. Como mi marido no estaba en la cama y el niño dormía, me levanté y salí al balcón. Pero en el balcón no estaba mi marido. Volví a echarme en la cama, pero enseguida volví a levantarme y salí al balcón y tuve ya un presentimiento horrible, dijo, y miré por el balcón hacia abajo. Sobre el hormigón, debajo del balcón, había un cadáver, cubierto con una manta. Enseguida supe que era mi marido, dijo la joven. En el vestíbulo del hotel le dijeron que habían encontrado el cadáver ya a las tres de la madrugada sobre el suelo de hormigón, con la cabeza totalmente destrozada…
Cuando al segundo día, hacia el mediodía, bajó al vestíbulo, le dijeron que su marido había sido enterrado en el cementerio de Palma, y le habían puesto en la mano un papel con el número de la sepultura. Eso fue todo. Fue en taxi al cementerio y, después de una desesperada búsqueda de horas, había encontrado la tumba. Para espanto suyo, ni siquiera habían enterrado a su marido solo, sino que lo habían metido, cadáver contra cadáver, con una Isabella Fernández muerta una semana antes, en uno de esos cajones de hormigón que sirven de sepultura, necesarios y corrientes en los países meridionales, por falta de sitio. Así estaba con su hijo, dos días ya después de la muerte de su marido, del que nadie sabía por qué razón ni cómo había caído al vacío desde el balcón del Hotel París. Entonces se levantó de pronto y dijo que llevaba ya ahora siete días en Palma e iba todos los días al cementerio. Hubiera preferido quedarse aquí, porque en Alemania sólo sería desgraciada. El hecho era, sin embargo, que las rejas del balcón del Hotel París de Santa Ponsa sólo tienen setenta centímetros de altura y realmente están prohibidas también según la ley española y lo más probable es que el joven Härdtl saliera sólo un instante al balcón, para tomar el aire, posiblemente sólo para encender un cigarrillo y, quizá todavía en lo que se llama duermevela, cayera al vacío por encima de la reja del balcón, directamente al hormigón que había bajo el balcón. Nunca la volvimos a ver. Además, ella quería volver en avión a Munich al día siguiente. Todavía veo su cara cuando se despidió. Siempre veré esa cara…
Me desperté con esa imagen en mi sillón de mimbre del Borne y miré a las ventanas de los Cañellas que tenía enfrente. Llegaba el crepúsculo, me levanté, pagué y volví a mi hotel, lentamente, como corresponde a un enfermo. Quiere venirse a vivir a Palma, esa joven desgraciada, pensé, para estar en la proximidad más próxima de su joven marido muerto. Como es natural, tampoco ahora podía quitarme de la cabeza el pensamiento de aquella joven. Cuando encontramos a una persona como la Härdtl pensé, que es tan desgraciada, nos decimos enseguida que nosotros mismo no somos tan desgraciados como creemos, al fin y al cabo tenemos un trabajo intelectual. Hasta las dos y media de la madrugada no me dormí. La joven Härdtl no me dejaba en paz y, como es natural, esa mañana no estaba en absoluto en condiciones de comenzar mi trabajo. Tengo que ir tan rápidamente como pueda al cementerio, me dije. Pero, para mi estupefacción, no estaban ya en la lápida de mármol correspondiente, empotrada en el hormigón, lo mismo que hacía sólo año y medio, los nombres de Isabella Fernández y Hanspeter Härdtl, sino, cincelados ya los dos en el mármol, Anna y Hanspeter Härdtl. Me di la vuelta al instante y me dirigí rápidamente al portero del cementerio. Después de haberle podido hacer comprender muy claramente mi pregunta, el portero pronunció varias veces la palabra suicidio… Volví inmediatamente al hotel. Corrí las cortinas de mi habitación, escribe Rudolf, me tomé varias pastillas de somnífero y no me desperté hasta veintiséis horas más tarde, con la mayor angustia.»
(Recopilado por el Sr. Verle)
Etiquetas: Sr Verle
«El más antiguo ‹Más antiguo 201 – 277 de 277