Finalmente, llegas junto al agente de inmigración. Robert de Niro con gafas, te dices y efectivamente su placa lo corrobora: Zanetti. El agente Zanetti es económico en sus expresiones y con una sorprendentemente mínima gama de gestos, con apenas un dedo, se las ingenia para que entiendas que debes colocar tus dos índices y mirar a la cámara.
Vagamente te da tiempo a pensar que si en algún momento y por alguna razón alguien llega a tener que contemplar la foto tu aspecto de facineroso, cansado y sin afeitar, te hará indefectiblemente carne de calabozo, pero el signore Zanetti ya te ha devuelto el pasaporte y deseado feliz estancia sin necesidad de abrir la boca ni dirigirte la palabra.
Recoges la maleta, compruebas que está convenientemente desconchada y cerrada y sales a buscar al hombre de la agencia. Tal y como te dijeron, el tipo está allí, con un cartel con tu apellido que te hace sentirte estúpidamente importante. Soy Frank, dice, y te guía hasta su furgoneta, mientras compruebas como las turistas españolas hacen sus primeras fotos desparramándose sobre las limusinas que no han venido a buscarlas.
Ya en el interior, tu hijo te señala despectivo el velocímetro, sólo marca 120, dice, como quien acabara de decidir que al fin y al cabo América no era para tanto, así que lo sacas de su error, son millas, de todas formas aquí creo que son muy estrictos con los límites de velocidad, que además son bastante bajos, susurras para no incomodar a Frank, que ha encendido rápidamente su radio, una radio que tiene sintonizada una emisora hispana, de música hispana y comentarista hispano que te haría sentirte como en casa si en casa escucharas tal cosa.
Efectivamente, los límites no pasan de 50, pero Frank, la pierna izquierda encaramada en la puerta, aprovechando la ausencia de embrague, y el brazo derecho tamborileando en el asiento, tarareando los ritmos, óigame bróder, no tiene la misma opinión que tú sobre la importancia de mantenerlos.
Por tanto, Frankie goes to Manhattan y el tipo se dedica a sortear vehículos a toda velocidad. Con una sola mano, como Zanetti con un solo dedo, Frank dirige el volante, toca el claxon, da las luces a todo aquél que se pone en su camino y tras veinte minutos de brincos en el asiento enfila hacia lo que deduces que es un túnel.
A estas alturas sólo piensas en llegar vivo al hotel, así que intentas darle conversación, en la estúpida esperanza de que así reducirá la velocidad, mientras tu hijo está entusiasmado con la conducción del puertorriqueño. La pregunta está de más, desde luego, ¿qué es esto, un túnel? Afirmativo, es un túnel, el que va a Manhattan, por alguna razón conocido como Manhattan Tun, vaya por Dios, pero el comentario no ha servido a tus intereses. Nada más adentrarse bajo el Hudson, dos carriles separados por conos, sentido único, Frank ha cogido el de la derecha, y la distancia entre el retrovisor y la pared es de aproximadamente veinte centímetros, vete a saber cuánto será en pulgadas, piensas mientras por primera y única vez en tu vida intuyes lo que siente Alonso en el túnel de Montecarlo.
Intentas otra vía, y a falta de fútbol le hablas de basket, tenemos entradas para el Madison, le dices, pero Frank se vuelve hacia ti despreocupadamente mientras enfila Third Avenue a 60 millas por hora y te dice que bueno, él es más de béisbol, pero desde luego no es el mejor momento para ver a los Knicks.
Calculas que no puede faltar mucho, se trata por tanto de superar el último trago, de intentar apenas que no atropelle a nadie mientras se salta los semáforos, piensas en algo que le obligue a pensar, que anule la parte de su cerebro que dedica a fijarse en el tráfico, si es que la tiene, y a falta del tiempo o de deportes, hombre español al fin y al cabo, acudes a la política: ¿qué pasó, cambiaron al gobernador hace poco, no?
Esta vez te he pillado, Frank, piensas, te vanaglorias, mientras el hombre, casi detenido el carro a la izquierda de la calle, se rasca la cabeza. Cuando se vuelve hacia ti, se ha transformado en el negro que hace los guiones para Woody Allen: pues ya ve usted, pasó que echaron a uno por las cosas que hacía cuando no lo veían y pusieron a otro que no veía cuando las hacía.
Se cruza bruscamente al otro lado, para y señala las puertas giratorias: ya hemos llegado, si quieren hacer alguna excursión, no tienen más que llamarme.
Son las ocho de la tarde-noche allí, la una en tu casa, así que resistes la tentación de besar el suelo cual sumo pontífice, dejas las maletas y sales a comer algo, a pie, por el amor de Dios, enfilas hacia Times Square y entras en el primer sitio con aspecto medianamente decente. Ya desde el primer día en que planeaste el viaje te prometiste intentarlo en inglés, pero quien dijo que eras hombre de palabra, el chaval quiere la cheeseburger sólo con cheese y ya no recuerdas cómo se decía los huevos bien hechos (el chorizo vuelta y vuelta), tomas aire y haces la pregunta mágica, el ábrete sésamo del españolito en la gran manzana, do you speak spanish?, el hombre te mira, ligeramente socarrón, no, dice, el cabrón, con una cara de chicano que tira para atrás, el hijoputa, I don´t speak spanish, te estás acordando de sus ancestros y por fin añade, vocalizando exageradamente: Ay espik español.
(¿continuará?)
(Escrito por Schultz)
Etiquetas: Schultz
«El más antiguo ‹Más antiguo 201 – 346 de 346